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Al salir del ascensor al vestíbulo privado, Laurie había notado una preocupante quietud. Ningún sonido salía de la ventana que daba al cuarto de la lavadora. Entró en el apartamento y llamó a Shelly por su nombre mientras dejaba los libros en la mesa del vestíbulo antes de acortar por la cocina. Cuando no vio a Holly, se sintió momentáneamente aliviada al recordar que era el día libre de la sirvienta. Gritando el nombre de Shelly, se asomó al estudio que había al otro lado del salón. El televisor estaba encendido pero sin sonido, lo cual aumentó su inquietud. Durante un momento contempló un programa de juegos mientras se preguntaba por qué la televisión estaba encendida sin sonido. Volvió a llamar a su hermano mientras reanudaba su búsqueda por el piso, convencida de que en casa había alguien. Cuando pasó ante la sala de estar, empezó a caminar más deprisa, presa de una repentina urgencia.

La puerta de la habitación de Shelly estaba cerrada. Llamó, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar antes de intentar abrir. No estaba cerrada. Entró y descubrió a su querido hermano tirado sobre la moqueta, vestido únicamente con su ropa interior. Para su espanto, una espuma sanguinolenta le goteaba de la boca, y su color era tan pálido como la porcelana que había en el aparador del comedor. Tenía un torniquete medio flojo en el antebrazo. Cerca de su mano entreabierta yacía una jeringuilla. Sobre la mesa había un envoltorio transparente que Laurie supuso contenía la droga, la mezcla de heroína y cocaína de la que se había pavoneado la noche antes. Laurie captó la escena en su totalidad antes incluso de arrodillarse para auxiliarlo.

No sin dificultades, Laurie se obligó a regresar al presente. No quería pensar en sus vanos intentos por reanimar a su hermano; no quería recordar lo fríos y desprovistos de vida que había notado sus labios cuando los tocó con los de ella.

– ¿Puedes ayudarme a colocarlo en la camilla? -le preguntó Marvin-. No es muy pesado.

– Desde luego -contestó Laurie, contenta por ser útil. Dejó el expediente de David Ellroy y echó una mano.

Unos minutos después, los dos estaban de vuelta en la sala de autopsias. Una vez allí, cuando Marvin hubo situado la camilla al lado de la mesa, uno de los técnicos lo ayudó a tender el cuerpo sobre la mesa. Laurie vio los secos restos de sanguinolenta espuma que le quedaban en la boca; la imagen la devolvió a su malsana ensoñación de antes. Pero no eran sus fracasados intentos de reanimación los que ocupaban su mente, sino el enfrentamiento que había tenido que soportar con sus padres unas horas más tarde.

– ¿Sabías que tu hermano tomaba drogas? -le había preguntado su padre con el rostro rojo de ira y a escasos centímetros del de ella. Los dedos de él se le hundían en la piel de los brazos, por donde la sujetaba-. ¡Contéstame!

– S… Sí-balbuceó Laurie entre lágrimas-. Sí. Sí.

– ¿Y tú también tomas drogas?

– ¡No!

– ¿Cómo sabías que Shelly las tomaba?

– Fue por casualidad. Encontré en su neceser una jeringa que él había cogido de tu despacho.

Se produjo un momentáneo silencio mientras los ojos de su padre se estrechaban y sus labios se convertían en una línea delgada y cruel.

– ¿Y por qué no nos lo dijiste? -gruñó-. Si nos lo hubieras dicho, tu hermano seguiría vivo.

– ¡No podía! -sollozó Laurie.

– ¿Por qué? -gritó su padre-. ¡Dime por qué!

– Porque… -Laurie se echó a llorar-. Porque me pidió que no os lo contara. Me lo hizo prometer. Me dijo que nunca más me dirigiría la palabra si os lo decía.

– ¡Muy bien, pues tu promesa lo ha matado! -replicó su padre-. Tu promesa lo ha matado tanto como esa maldita droga.

Una mano aferró el brazo de Laurie, y ella dio un respingo. Se volvió y miró a Marvin.

– ¿Hay algo especial que quieras para este caso?

– Lo de siempre -contestó Laurie.

Mientras Marvin se dirigía a coger los elementos necesarios, Laurie respiró profundamente para recobrar el control. Intuitivamente sabía que debía mantener la mente ocupada para evitar que siguiera escarbando en más recuerdos penosos. Abrió el expediente que tenía delante, buscó entre las hojas el informe de Janice, la investigadora forense, y empezó a leer: el cuerpo había sido hallado en un contenedor de basuras junto con los instrumentos para pincharse, lo que sugería que David había muerto en otro sitio y había sido arrojado con el resto de la basura. Laurie suspiró. Tener que ocuparse de asuntos como aquel era la parte negativa de su trabajo.

Una hora después, y de nuevo vestida con su ropa de calle, Laurie subió al ascensor trasero. El caso de sobredosis había sido simple rutina y no había deparado sorpresas. David Ellroy mostraba los signos habituales de muerte por asfixia y edema pulmonar. Los únicos hallazgos mínimamente interesantes fueron varios: pequeñas y discretas lesiones en distintos órganos que sugerían que el sujeto había sufrido numerosas infecciones como resultado de su adicción.

Mientras el anticuado ascensor subía traqueteando hacia la cuarta planta, Laurie pensó en Jack. Cuando ella había acabado con David, él empezaba su tercer caso. Entre el segundo y el tercero había salido de la sala empujando la camilla mientras Vinnie la guiaba. Incluso desde donde ella se encontraba, Laurie los oyó haciendo los habituales comentarios jocosos. Cinco minutos después, ambos volvían con el caso siguiente, haciendo gala del mismo humor que antes. A continuación, trasladaron el cadáver a la mesa de autopsias y empezaron con los procedimientos previos antes de ponerse manos a la obra. En ningún momento hizo Jack ademán de acercarse a la mesa de Laurie, entablar cualquier clase de conversación o ni siquiera mirarla. Ella se encogió de hombros. Le gustara admitirlo o no, estaba claro que Jack hacía todo lo posible por pasar de ella. Semejante conducta no era propia de él. Durante los nueve años que hacía que lo conocía nunca se había mostrado hostil.

Antes de dirigirse a su despacho Laurie se detuvo en el laboratorio de Histología. Además de los expedientes, llevaba una bolsa de papel marrón con las muestras de tejidos de McGillin.

No tardó nada en localizar a la supervisora, Maureen O'Connor. La voluminosa y pechugona pelirroja se hallaba sentada ante el microscopio, examinando una serie de pruebas y levantó la mirada al acercarse Laurie. La sonrisa de alguien que sabe lo que se avecina apareció en su pecoso rostro.

– Vaya, ¿qué tenemos aquí? -preguntó Maureen con su fuerte acento. Miró a Laurie y después la bolsa que esta llevaba-. Deja que lo adivine: muestras de tejidos cuyos resultados necesitas desesperadamente para ayer.

Laurie sonrió con aire contrito.

– ¿Realmente soy tan previsible?

– Contigo y con el doctor Stapleton siempre pasa lo mismo. Cada vez que aparecéis por aquí es para que las pruebas estén listas ya; pero deja que te recuerde algo, hermana: tus pacientes están muertos. -Maureen soltó una carcajada y algunos de los técnicos del laboratorio que la habían oído se le unieron.

Laurie se vio sonriendo también. La jovialidad de Maureen resultaba contagiosa y nunca variaba, a pesar de que el laboratorio sufría una carencia crónica de personal gracias a los recortes presupuestarios. Laurie abrió la bolsa, sacó los recipientes y los alineó en el mostrador de Maureen, al lado del microscopio.

– Si te contara por qué necesito estos resultados lo antes posible ¿serviría de algo?

– Con el trabajo que tenemos por aquí, unas cuantas manos nos vendrían mejor que tu palabrería, pero inténtalo de todos modos.

Sabiendo que no había razones profesionales que respaldaran lo que estaba pidiendo, Laurie no se anduvo por las ramas. Empezó describiendo lo comprensivos que eran los McGillin y que su difunto hijo había sido la razón de su existencia; incluso mencionó los frustrados planes de boda y los nietos que habían esperado tener y de los que nunca disfrutarían. También reconoció que había prometido llamar a la pareja de ancianos antes de acabar la mañana para no aumentar sus sufrimientos. El problema era que la autopsia no había servido para confirmar su impresión clínica; por lo tanto, necesitaba aquellos resultados para obtener una respuesta. Lo que no explicó fueron sus motivos personales para embarcarse en su minicruzada particular.