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Bosch llegó a casa pasadas las cuatro, lo cual sólo le dejaba tres horas para dormir antes de la reunión matinal con Edgar y Rider. Sin embargo, la cafeína y la adrenalina le impedían pegar ojo.

La casa apestaba a pintura, así que abrió la puerta corredera de la terraza para que entrara un poco de aire fresco. Bosch se quedó un rato contemplando el paso de Cahuenga y los automóviles que circulaban por la autopista que discurría a sus pies. Nunca cesaba de sorprenderle que siempre hubiera coches en las autopistas de Los Ángeles, fuera cual fuera la hora del día.

Bosch pensó en poner un compacto, algo de música de saxofón, pero finalmente se sentó en el sofá a oscuras y encendió un cigarrillo. Entonces comenzó a considerar las distintas ramificaciones del caso. A juzgar por las apariencias, Anthony Aliso había gozado de una buena posición económica. Dicha posición suele conllevar una fuerte protección contra la violencia, lo cual explica que a los ricos casi nunca los maten. Pero, en su caso, algo había salido mal.

Bosch recordó la película de Aliso y fue a buscar el maletín, que había dejado en la mesa del comedor. Dentro había dos cintas de vídeo: la de la cámara de vigilancia del Archway y la copia de Víctima del deseo. Harry encendió el televisor y el vídeo, introdujo la cinta del largometraje y comenzó a verla en la oscuridad del salón.

A Bosch no le cupo la menor duda de que la película se merecía la acogida que había recibido. Estaba mal iluminada y en algunas secuencias se veía el micrófono por encima de los intérpretes, lo cual era especialmente molesto en las escenas rodadas al aire libre. Eran fallos básicos de cinematografía. Para colmo, al toque de aficionado en la realización, se añadían las pésimas interpretaciones de los actores. El protagonista, un actor desconocido, resultaba totalmente acartonado en su papel de hombre desesperado por conservar a su joven esposa. Ella se aprovechaba de la frustración sexual del marido para incitarlo a cometer una serie de crímenes, asesinato incluido; todo para satisfacer sus morbosos deseos. Las dotes interpretativas de Verónica Aliso, que daba vida a la mujer, no eran mucho mejores que las del actor principal.

Bien iluminada, Verónica estaba guapísima. Bosch contempló las cuatro escenas en las que aparecía parcialmente desnuda con la fascinación de un voyeur. Pero en general no era un buen papel para ella; resultaba evidente por qué su carrera, como la de su marido, se había truncado. Tal vez Verónica lo culpaba a él de su fracaso como actriz y le guardaba rencor, pero a decir verdad ella era una más de los miles de chicas que venían a Hollywood cada año. Tenía un cuerpo imponente, pero era absolutamente negada para la interpretación.

En la escena clave de la película, en la cual detenían al marido y la esposa lo inculpaba ante la policía, ella recitaba el guión con la expresividad de una hoja en blanco.

«Fue él. Está loco. No pude pararlo hasta que fue demasiado tarde. Y después tuve que callar porque…, porque habría parecido que la culpable era yo.»

Al terminar los rótulos, Bosch rebobinó la cinta con el control remoto. Sin levantarse, apagó el televisor y colocó los pies en el sofá. Más allá de las puertas correderas, la luz del amanecer empezaba a perfilar el contorno de las colinas del paso. Seguía sin tener sueño y sin parar de darle vueltas al modo en que las decisiones determinaban la vida de la gente. Se preguntó qué habría ocurrido si los actores hubieran sido mejores y hubiesen encontrado un distribuidor para la película. ¿Habrían cambiado las cosas? ¿Habría evitado que Tony Aliso acabara en aquel maletero?

La reunión con Billets en la comisaría no empezó hasta las nueve y media. Aunque la oficina de la brigada de detectives estaba desierta a causa del fin de semana largo, todos se llevaron sillas al despacho de la teniente y cerraron la puerta. Billets anunció entonces que algunos medios de comunicación locales ya se habían enterado de la muerte de Aliso a través del registro de defunciones y comenzaban a mostrar más interés del habitual en el caso Aliso. Luego añadió que los jefes se estaban planteando pasar la investigación a Robos y Homicidios, la división de elite del departamento. Por supuesto, aquello irritó a Bosch. Él había trabajado en Robos y Homicidios, pero había sido relegado a Hollywood tras una investigación de Asuntos Internos que cuestionó que sus disparos contra un asesino en serie hubieran sido en defensa propia. Por eso le molestaba tanto tener que ceder el caso a la oficina central. Si Crimen Organizado hubiese mostrado interés, el traspaso habría sido más fácil de aceptar. Además, y así se lo dijo a Billets, a Bosch no le hacía ninguna gracia perder el caso después de que su equipo se hubiese pasado casi toda la noche sin dormir y disponiendo de unas cuantas pistas muy interesantes. Rider intervino para darle la razón. Edgar, todavía enfadado por haber cargado con todo el papeleo, no dijo nada.

– Lo comprendo -convino Billets-. Pero cuando acabe la reunión, tengo que llamar a casa de la capitana LeValley y convencerla de que tenemos esto bajo control. Así que veamos lo que habéis descubierto. Si me convencéis a mí, yo la convenceré a ella, y ella expondrá la situación en la oficina central.

Durante los siguientes treinta minutos, Bosch habló en nombre del grupo y narró con todo detalle los resultados de la investigación de la noche anterior. A continuación, puso la copia que Meachum había hecho de la cinta del Archway en el único televisor y vídeo de la brigada de detectives. El aparato se guardaba bajo llave en el despacho de la teniente porque no era seguro dejarlo fuera, ni siquiera en una comisaría de policía. Una vez encendido, Bosch pasó la cinta hasta llegar a la parte del intruso.

– La cámara de seguridad que grabó esto sólo recoge una imagen cada seis segundos. Es todo bastante rápido y sincopado, pero tenemos al tío que entró -explicó Bosch.

Cuando Bosch pulsó el botón, apareció una imagen granulosa y en blanco y negro del patio y la fachada del Tyrone Power. Por la luz, parecía que estaba anocheciendo. El reloj digital en la parte inferior de la pantalla marcaba las ocho y trece de la noche anterior. Aun a cámara lenta, la secuencia que Bosch quería mostrarle a Billets seguía siendo demasiado rápida. Seis fugaces imágenes mostraban a un hombre que llegaba a la puerta del edificio, se inclinaba sobre la cerradura y entraba.

– En tiempo real, el hombre estuvo frente a la puerta de treinta a treinta y cinco segundos -explicó Rider-. Aunque en la cinta todo parece normal, medio minuto es demasiado tiempo para abrir la puerta con llave, así que debió de usar una ganzúa. Era un tío rápido.

– Vale, aquí vuelve a salir -anunció Bosch.

Cuando el reloj marcaba las ocho y diecisiete, el hombre emergió del edificio. En el siguiente fotograma, el hombre aparecía en el patio camino a la papelera y, al volver a saltar la imagen, se alejaba de ella y desaparecía. Bosch rebobinó la cinta y la congeló en la última imagen, la del hombre alejándose de la papelera. Era la mejor. Aunque estaba oscuro y el rostro del hombre se veía borroso, era lo suficientemente reconocible como para identificarlo si encontraban a alguien. Se trataba de un hombre blanco, de pelo moreno y complexión robusta. Llevaba una camisa de manga corta y un reloj en la muñeca derecha. El reloj asomaba ligeramente por debajo de los guantes negros y en la cadena se reflejaba la luz de la farola del patio. En el antebrazo se apreciaba la sombra indefinida de un tatuaje. Tras mostrarle esos detalles a Billets, Bosch le dijo que pediría a los de Investigaciones Científicas que intentaran mejorar por ordenador aquella última imagen.

– Muy bien -concluyó Billets-. ¿Y qué creéis que fue a hacer ahí?