– No se alejen, chicos -les advirtió Kate.
– Volvemos enseguida -replicó su nieto.
Borobá los condujo sin vacilaciones entre los árboles. Mientras él saltaba de rama en rama, Nadia y Alexander avanzaban con dificultad abriéndose camino entre los tupidos helechos, rogando para no pisar una culebra o encontrarse frente a frente con un leopardo.
Los jóvenes se adentraron en la vegetación sin perder de vista a Borobá. Les pareció que iban por una especie de sendero apenas trazado en el bosque tal vez una ruta antigua, que las plantas habían cubierto, por donde transitaban animales cuando iban a beber al río. Estaban cubiertos de insectos de pies a cabeza; ante la imposibilidad de librarse ellos, se resignaron a tolerarlos. Era mejor no pensar en la serie de enfermedades transmitidas por insectos, desde malaria hasta el sopor mortal inducido por la mosca tsetsé, cuyas víctimas se hundían en un letargo profundo, hasta que morían atrapadas en el laberinto de sus pesadillas. En algunos lugares debían romper a manotadas las inmensas telarañas que les cerraban el paso; en otros se hundían hasta media pierna en un lodo pegajoso.
De pronto distinguieron en el bullicio continuo del bosque algo similar a un lamento humano, que los detuvo en seco. Borobá se puso a saltar ansioso, indicándoles que continuaran. Unos metros más adelante vieron de qué se trataba. Alexander, quien abría el camino, estuvo a punto de caer en un hueco que surgió ante sus pies, como una hendidura. El llanto provenía de una forma oscura, que yacía en el hoyo y que a primera vista parecía un gran perro.
– ¿Qué es? -murmuró Alexander, sin atreverse a levantar la voz, retrocediendo.
Los chillidos de Borobá se intensificaron, la criatura en el hoyo se movió y entonces se dieron cuenta de que era un simio. Estaba envuelto en una red que lo inmovilizaba por completo. El animal levantó la vista y al verlos comenzó a dar alaridos, mostrando los dientes.
– Es un gorila. No puede salir… -dijo Nadia.
– Esto parece una trampa…
– Hay que sacarlo -propuso Nadia.
– ¿Cómo? Nos puede morder…
Nadia se agachó a la altura del animal atrapado y empezó a hablar como lo hacía con Borobá.
– ¿Qué le dices? -le preguntó Alexander.
– No sé si me entiende. No todos los monos hablan la misma lengua, Jaguar. En el safari pude comunicarme con los chimpancés, pero no con los mandriles.
– Esos mandriles eran unos desalmados, Águila. No te habrían hecho caso aunque te hubieran entendido.
– No conozco el idioma de los gorilas, pero imagino que será parecido al de otros monos.
– Dile que se quede quieto y veremos si podemos desprenderlo de la red.
Poco a poco la voz de Nadia logró calmar al animal prisionero, pero si intentaban acercarse volvía a mostrar los dientes y a gruñir.
– ¡Tiene un bebé! -señaló Alexander.
Era diminuto, no podía tener más de unas cuantas semanas, y se adhería con desesperación al grueso pelaje de su madre.
– Vamos a buscar ayuda. Necesitamos cortar la red -decidió Nadia.
Volvieron a la playa lo más deprisa que el terreno permitía y les contaron a los demás lo que habían encontrado.
– Ese animal puede atacarlos. Los gorilas son pacíficos, pero una hembra con una cría siempre es peligrosa -les advirtió el hermano Fernando.
Pero ya Nadia había echado mano de un cuchillo y partía seguida por el resto del grupo. Joel González apenas podía creer su buena fortuna: iba a fotografiar a un gorila, después de todo. El hermano Fernando se armó de su machete y un palo largo, Angie llevaba el revólver y el rifle. Borobá los condujo directo a la trampa donde estaba la gorila, quien al verse rodeada de rostros humanos se puso frenética.
– En este momento nos vendría muy bien el anestésico de Michael Mushaha -observó Angie.
– Tiene mucho miedo. Trataré de acercarme, ustedes esperen atrás -propuso Nadia.
Los demás retrocedieron varios metros y se agazaparon entre los helechos, mientras Nadia y Alexander se aproximaban centímetro a centímetro, deteniéndose y esperando. La voz de Nadia continuaba su largo monólogo para tranquilizar al pobre animal atrapado. Así transcurrieron varios minutos, hasta que los gruñidos cesaron.
– Jaguar, mira allá arriba -susurró Nadia al oído de su amigo.
Alexander levantó los ojos y vio en la copa del árbol señalado un rostro negro y brillante, con ojos muy juntos y nariz aplastada, observándolo con gran atención.
– Es otro gorila. ¡Y mucho más grande! -replicó Alexander también en un murmullo.
– No lo mires a los ojos, eso es una amenaza para ellos y puede enojarse -le aconsejó ella.
El resto del grupo también lo vio, pero nadie se movió. A Joel González le picaban las manos por enfocar su cámara, pero Kate lo disuadió con una severa mirada. La oportunidad de estar a tan corta distancia de aquellos grandes simios era tan rara, que no podían arruinarla con un movimiento falso. Media hora más tarde nada había sucedido; el gorila del árbol permanecía quieto en su puesto de observación y la figura encogida bajo la red guardaba silencio. Sólo su respiración agitada y la forma en que apretaba a su cría delataban su angustia.
Nadia empezó a gatear hacia la trampa, observada por la aterrorizada hembra desde el suelo y por el macho desde arriba. Alexander la siguió con el cuchillo entre los dientes, sintiéndose vagamente ridículo, como si estuviera en una película de Tarzán. Cuando Nadia estiró la mano para tocar al animal bajo la red, las ramas del árbol donde estaba el otro gorila se balancearon.
– Si ataca a mi nieto, lo matas allí mismo -le sopló Kate a Angie.
Angie no respondió. Temía que aunque el animal estuviera a un metro de distancia no sería capaz de darle un tiro: le temblaba el rifle entre las manos.
La hembra seguía los movimientos de los jóvenes en estado de alerta, pero parecía algo más tranquila, como si hubiera comprendido la explicación, repetida una y otra vez por Nadia, de que esos seres humanos no eran los mismos que habían armado la trampa.
– Quieta, quieta, vamos a liberarte -murmuraba Nadia como una letanía.
Por fin la mano de la muchacha tocó el pelaje negro del simio, que se encogió al contacto y mostró los dientes. Nadia no retiró la mano y poco a poco el animal se tranquilizó. A una seña de Nadia, Alexander comenzó a arrastrarse con prudencia para reunirse con ella. Con mucha lentitud, para no asustarla, acarició también el lomo de la gorila, hasta que ella se familiarizó con su presencia. Respiró hasta el fondo de los pulmones, frotó el amuleto que llevaba al pecho para darse ánimo y empuñó el cuchillo para cortar la cuerda. La reacción del animal al ver el filo del metal a ras de piel fue encogerse como una bola, protegiendo al bebé con su cuerpo. La voz de Nadia le llegaba de lejos, penetrando en su mente aterrorizada, calmándola, mientras sentía a su espalda el roce del cuchillo y los tirones de la red. Cortar las cuerdas resultó una faena más larga de lo supuesto, pero al fin Alexander logró abrir un boquete para liberar a la prisionera. Le hizo una seña a Nadia y los dos retrocedieron varios pasos.
– ¡Fuera! ¡Ya puedes salir! -ordenó la joven.
El hermano Fernando avanzó gateando con prudencia y le pasó a Alexander su bastón, quien lo usó para picar delicadamente al bulto acurrucado bajo la red. Eso produjo el efecto esperado, la gorila levantó la cabeza, olfateó el aire y observó a su alrededor con curiosidad. Tardó un poco en comprobar que podía moverse y entonces se irguió, sacudiéndose la red. Nadia y Alexander la vieron de pie, con su cría en el pecho, y tuvieron que taparse la boca para no gritar de excitación. No se movieron. La gorila se agachó, sujetando a su bebé con una mano contra su pecho, y se quedó mirando a los jóvenes con una expresión concentrada.
Alexander se estremeció al comprender cuan cerca estaba el animal. Sintió su calor y un rostro negro y arrugado surgió a diez centímetros del suyo. Cerró los ojos, sudando. Cuando volvió a abrirlos vio vagamente un hocico rosado y lleno de dientes amarillos; tenía los lentes empañados, pero no se atrevió a quitárselos. El aliento de la gorila le dio de lleno en la nariz, tenía un olor agradable a pasto recién cortado. De pronto la manito curiosa del bebé lo cogió por el cabello y le dio un tirón. Alexander, ahogado de felicidad, estiró un dedo y el monito se aferró como hacen los niños recién nacidos. A la madre no le gustó esta muestra de confianza y le propinó un empujón a Alexander, aplastándolo contra el suelo, pero sin agresividad. Lanzó un gruñido enfático, en el tono de quien hace una pregunta, y de dos saltos se alejó hacia el árbol donde aguardaba el macho y ambos se perdieron en el follaje. Nadia ayudó a su amigo a incorporarse.