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– No pican, sólo chupan el sudor. Es mejor no tratar de espantarlas, ya se acostumbrarán a ellas -dijo el misionero.

– ¡Miren! -señaló Joel González.

Por la orilla avanzaba una antigua tortuga cuyo caparazón tenía más de un metro de diámetro.

– Debe tener más de cien años -calculó el hermano Fernando.

– ¡Yo sé preparar una deliciosa sopa de tortuga! -exclamó Angie, empuñando un machete-. Hay que aprovechar el momento en que asoma la cabeza para…

– No pensará matarla… -la interrumpió Alexander.

– La concha vale mucho dinero -dijo Angie.

– Tenemos sardinas en lata para la cena -le recordó Nadia, también opuesta a la idea de comerse a la indefensa tortuga.

– No conviene matarla. Tiene un olor fuerte, que puede atraer animales peligrosos -agregó el hermano Fernando.

El centenario animal se alejó con paso tranquilo hacia el otro extremo de la playa, sin sospechar cuan cerca estuvo de acabar en la olla.

Descendió el sol, se alargaron las sombras de los árboles cercanos y por fin refrescó en la playa.

– No voltee los ojos para este lado, hermano Fernando, porque voy a darme un chapuzón en el agua y no quiero tentarlo -se rió Angie Ninderera.

– No le aconsejo acercarse al río, señorita. Nunca se sabe lo que puede haber en el agua -replicó el misionero secamente, sin mirarla.

Pero ella ya se había quitado los pantalones y la blusa y corría en ropa interior hacia la orilla. No cometió la imprudencia de introducirse en el agua más allá de las rodillas y permaneció alerta, lista para salir volando en caso de peligro. Con la misma taza de latón que usaba para el café, empezó a echarse agua en la cabeza con evidente placer. Los demás siguieron su ejemplo, menos el misionero, quien permaneció de espaldas al río dedicado a preparar una magra comida de frijoles y sardinas en lata, y Borobá, que odiaba el agua.

Nadia fue la primera en ver a los hipopótamos. En la penumbra de la tarde se mimetizaban con el color pardo del agua y sólo se dieron cuenta de su presencia cuando los tuvieron muy cerca. Había dos adultos, más pequeños que los de la reserva de Michael Mushaha, remojándose a pocos metros del lugar donde ellos se bañaban. Al tercero, un crío, lo vieron después asomando la cabeza entre los contundentes traseros de sus padres. Sigilosamente, para no provocarlos, los amigos salieron del río y retrocedieron en dirección al campamento. Los pesados animales no manifestaron ninguna curiosidad por los seres humanos; siguieron bañándose tranquilos durante largo rato, hasta que cayó la noche y desaparecieron en la oscuridad. Tenían la piel gris y gruesa, como la de los elefantes, con profundos pliegues. Las orejas eran redondas y pequeñas, los ojos muy brillantes, de color café caoba. Dos bolsas colgaban de las mandíbulas, protegiendo los enormes caninos cuadrados, capaces de triturar un tubo de hierro.

– Andan en pareja y son más fieles que la mayoría de las personas. Tienen una cría a la vez y la cuidan por años -explicó el hermano Fernando.

Al ponerse el sol, la noche se dejó caer deprisa y el grupo humano se vio rodeado por la infranqueable oscuridad del bosque. Sólo en el pequeño claro de la orilla donde habían aterrizado se podía ver la luna en el cielo. La soledad era absoluta. Se organizaron para dormir por turnos, mientras uno de ellos montaba guardia y mantenía encendido el fuego. Nadia, a quien habían exonerado de esa responsabilidad por ser la más joven, insistió en acompañar a Alexander durante su turno. Durante la noche desfilaron diversos animales, que se acercaban a beber al río, desconcertados por el humo, el fuego y el olor de los seres humanos. Los más tímidos retrocedían asustados, pero otros olfateaban el aire, vacilaban y por fin, vencidos por la sed, se aproximaban. Las instrucciones del hermano Fernando, quien había estudiado la flora y la fauna de África durante treinta años, eran de no molestarlos. Por lo general no atacaban a los seres humanos, dijo, salvo que estuvieran hambrientos o fueran agredidos.

– Eso es en teoría. En la práctica son impredecibles y pueden atacar en cualquier momento -le rebatió Angie.

– El fuego los mantendrá alejados. En esta playa creo que estamos a salvo. En el bosque habrá más peligro que aquí… -dijo el hermano Fernando.

– Sí, pero no entraremos al bosque -lo cortó Angie.

– ¿Piensa quedarse en esta playa para siempre? -preguntó el misionero.

– No podemos salir de aquí por el bosque. La única ruta es el río.

– ¿Nadando? -insistió el hermano Fernando.

– Podríamos construir una balsa -sugirió Alexander.

– Has leído demasiadas novelas de aventuras, chaval -replicó el misionero.

– Mañana tomaremos una decisión, por el momento vamos a descansar -ordenó Kate.

El turno de Alexander y Nadia cayó a las tres de la madrugada. A ellos y Borobá les tocaría ver salir el sol. Sentados espalda contra espalda, con las armas en las rodillas, conversaban en susurros. Se mantenían en contacto cuando estaban separados, pero igual tenían un millar de cosas que contarse cuando se encontraban. Su amistad era muy profunda y calculaban que les duraría el resto de sus vidas. La verdadera amistad, pensaban, resiste el paso del tiempo, es desinteresada y generosa, no pide nada a cambio, sólo lealtad. Sin haberse puesto de acuerdo, defendían ese delicado sentimiento de la curiosidad ajena. Se querían sin alarde, sin grandes demostraciones, discreta y calladamente. Por correo electrónico compartían sueños, pensamientos, emociones y secretos. Se conocían tan bien que no necesitaban decirse mucho, a veces una palabra bastaba para entenderse.

En más de una ocasión su madre le preguntó a Alexander si Nadia era «su chica» y él siempre se lo negó con más energía de la necesaria. No era «su chica» en el sentido vulgar del término. La sola pregunta lo ofendía. Su relación con Nadia no podía compararse con los enamoramientos que solían trastornar a sus amigos, o con sus propias fantasías con Cecilia Burns, la muchacha con quien pensaba casarse desde que entró a la escuela. El cariño entre Nadia y él era único, intocable, precioso. Comprendía que una relación tan intensa y pura no es habitual entre un par de adolescentes de diferente sexo; por lo mismo no hablaba de ella, nadie la entendería.

Una hora más tarde desaparecieron una a una las estrellas y el cielo comenzó a aclarar, primero como un suave resplandor y pronto como un magnífico incendio, alumbrando el paisaje con reflejos anaranjados. El cielo se llenó de pájaros diversos y un concierto de trinos despertó al grupo. Se pusieron en acción de inmediato, unos atizando el fuego y preparando algo para desayunar, otros ayudando a Angie Ninderera a desprender la hélice con la intención de repararla.

Debieron armarse de palos para mantener a raya a los monos que se abalanzaron sobre el pequeño campamento para robar comida. La batalla los dejó extenuados. Los monos se retiraron al fondo de la playa y desde allí vigilaban, esperando cualquier descuido para atacar de nuevo. El calor y la humedad eran agobiantes, tenían la ropa pegada al cuerpo, el cabello mojado, la piel ardiente. Del bosque se desprendía un olor pesado a materia orgánica en descomposición, que se mezclaba con la fetidez del excremento que habían usado para la fogata. La sed los acosaba y debían cuidar las últimas reservas de agua envasada que llevaban en el avión. El hermano Fernando propuso usar el agua del río, pero Kate dijo que les daría tifus o cólera.

– Podemos hervirla, pero con este calor no habrá forma de enfriarla, tendremos que beberla caliente -agregó Angie.

– Entonces hagamos té -concluyó Kate.

El misionero utilizó la olla que colgaba de su mochila para sacar agua del río y hervirla. Era de color óxido, sabor metálico y un extraño olor dulzón, un poco nauseabundo.

Borobá era el único que entraba al bosque en rápidas excursiones, los demás temían perderse en la espesura. Nadia notó que iba y venía a cada rato, con una actitud que al principio era de curiosidad y pronto parecía de desesperación. Invitó a Alexander y ambos partieron detrás del mono.