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– Brad, tienes que saber que ha sido completamente involuntario por mi parte…

– Y tú, David, tienes que saber que, como tu productor, tengo que ponerme de tu parte en esto. Por supuesto, sé que no harías algo tan tonto y autodestructivo como plagiar. Por supuesto, entiendo que un par de diálogos de otro puedan aparecer involuntariamente en tu trabajo. Y, por supuesto, sé que todos los autores son, en algún momento, culpables de esa pequeña falta. El problema es que te han pillado.

– Pero no es justo…, sobre todo considerando lo insignificante de la falta.

– Todos de acuerdo. Pero el hecho persiste: el cabronazo de MacAnna te ha vendido. Mañana por la mañana, lo sabrá todo el mundo en esta ciudad. De hecho, ya se ha corrido el rumor, y por eso te llamo a una hora tan intempestiva.

– Cuando dices que «ya se ha corrido el rumor»…

– Digo que tengo noticias aún peores. Ya conoces a Tracy Weiss… -dijo, refiriéndose a la jefa de relaciones públicas de la FRT.

– Claro que conozco a Tracy.

– Anoche, a las nueve y media, la llamó un periodista de Variety, Craig Clarke, que quería un comentario oficial de la FRT. Por suerte Tracy conoce bastante bien a Clarke y, de hecho, tuvieron una historia mientras él estaba temporalmente separado de su esposa, pero eso no lo sabes por mí. En fin, ella le convenció de que no publicara nada hasta hoy, con la condición de que tendría una declaración exclusiva de la FRT y tuya.

– Maravilloso.

– Escucha, estamos en modo control de daños. Así que todo lo que puedas hacer para calmar la tormenta…

– Entendido, entendido.

– Cuando Tracy me llamó anoche…

– Si te enteraste anoche, ¿por qué has esperado a llamar hasta hoy? -protesté.

– Porque Tracy y yo sabíamos que, si te lo decíamos anoche, no serías capaz de dormir. Y decidimos que, teniendo en cuenta lo que te caerá encima hoy, necesitabas una buena noche de descanso.

Sobre todo porque probablemente sería la última noche de descanso que tendría en mucho tiempo.

– ¿Qué me espera hoy, Brad?

– Tienes que estar en la oficina a las ocho, no más tarde. Tracy y yo estaremos. Y también Bob Robison…

– ¿Bob lo sabe? -pregunté, bastante nervioso.

– Bob es el jefe de series. Por supuesto que lo sabe. Y aunque no me guste decírtelo, mañana a la hora de almorzar, esto será noticia en las dos costas. Lo que espera Tracy es que podamos redactar un comunicado en el que admitas que fue una utilización involuntaria; que lamentas el error, y que sólo eres culpable de repetir una buena broma. En fin, cuando hayamos redactado el comunicado, tienes una entrevista de diez minutos con el periodista de Variety…

– ¿Tengo que hablar con él cara a cara?

– Si quieres ganarte su comprensión, no hay otro modo. Y Tracy cuenta con que, si te concede el beneficio de la duda, podamos sacar nuestra versión de la historia simultáneamente con la mierda de columna de MacAnna, y con suerte cauterizar este asunto rápidamente.

– ¿Y si el tipo de Variety no se traga mi versión, qué?

Una vez más oí a mi productor respirar honda, profundamente.

– No adelantemos hechos.

Un largo silencio. Levanté la mirada un momento y me vi en el espejo que había frente a la cama. Parecía un ciervo que acabara de quedar expuesto ante los faros de un camión: aterrorizado, y sin embargo extrañamente inmóvil… e incapaz de creer que un destino tan absurdo estuviera a punto de abatirse sobre él.

– David, ¿sigues ahí? -preguntó Brad.

– Sí -dije bajito-. Es que no me lo puedo creer, Brad. Estoy hecho polvo.

– Oye, ya sé que es un desastre…

– ¿Un desastre? Es una locura. Sobre todo porque es mucho ruido por nada.

– Exactamente. ¡Y eso es lo que vamos a decir! Por eso sé que lo superaremos. Pero David, hay algo que debo preguntarte…

Sabía lo que iba a decir.

– No -dije-. Nunca, nunca he plagiado nada intencionadamente. Y no, que yo sepa, no hay otros párrafos o citas involuntarias del trabajo de otros en ninguno de mis guiones de Te vendo.

– Es exactamente lo que quería oír. Ahora mueve el culo y ven rápidamente. Va a ser un día muy largo.

En el coche, durante el trayecto a la oficina, llamé a Alison a casa. Como yo, estaba medio dormida cuando descolgó el teléfono. Pero cuando terminé de explicarle por qué la llamaba estaba totalmente despejada.

– Es la cosa más rastrera que he oído en mi vida -dijo Alison cuando le resumí la columna de MacAnna-, y te aseguro que me he topado con cosas bastante viscosas.

– Lo mires como lo mires, es un desastre.

– Es una tontería disfrazada de escándalo. Malditos periodistas. Tienen todos la moral de una rata. Son capaces de acabar con cualquier cosa que se mueva.

– ¿Qué voy a hacer?

– Pase lo que pase, sobrevivirás.

– Eso me tranquiliza mucho.

– Quiero decir que no te dejes llevar por el pánico. Y menos cuando estés al volante de esa máquina germana tuya. Llega a la oficina sano y salvo. Nos veremos allí. Y créeme: no permitiré que te crucifiquen, David. Ni siquiera les permitiré que te azoten. Tú aguanta.

Mientras me abría camino entre el tráfico, mi estado de ánimo osciló de un extremo al otro. En los escasos veinte minutos que me llevó recorrer la calle 10, pasé por todos los estados psicológicos de la aflicción: negación, ira, más negación, más ira, seguidas de aún más negación y aún más ira. Por alguna extraña razón, no alcancé esa meseta iluminadora llamada «aceptación», seguramente porque estaba demasiado furioso y trastornado para empezar a aceptar nada. Sin embargo, algo bueno sí pasó durante el camino hacia la FRT: mi vacilante estado de ánimo finalmente cambió del temor a la beligerancia. De acuerdo, podía ser que mi subconsciente me hubiera jugado una mala pasada, pero no había hecho nada incorrecto deliberadamente. Es más, aquel rastrero de MacAnna estaba tomando un par de líneas de diálogo sin importancia para transformarlas en un delito con el que quemarme en la hoguera. En mi opinión, la única forma de combatir un comportamiento periodístico tan perverso era salir de la esquina a puñetazos.

– Esto es exactamente lo que no vamos a hacer -dijo Tracy Weiss, cuando le propuse mi enfoque beligerante al inicio de la reunión.

Nos reunimos en el despacho de Brad, sentados a la «mesa de ideas» (como la llamaba él) circular donde normalmente discutíamos los nuevos temas para la serie. Sin embargo, aquella mañana, Brad, Tracy y Bob Robison me recibieron con palabras de apoyo y caras tensas que delataban su miedo, y que dejaban claro también que, en última instancia, aquélla no sería una situación comunal del tipo «la culpa es de todos». Por el contrario, desde el momento en que me senté frente a los tres a la mesa, me di cuenta de que, a pesar de que aquello era, corporativamente hablando, su problema, yo era el acusado. Y si había un castigo, me tocaría a mí cumplirlo.

– El hecho es, David -dijo Tracy-, que por mucho que MacAnna sea en el mejor de los casos una escoria vengativa, te tiene pillado por los cojones. Lo que significa que, nos guste o no, tenemos que ir con cuidado con todo esto.

Alison, sentada a mi lado, encendió un cigarrillo y dijo:

– Pero lo que está haciendo MacAnna es como intentar condenar a David por no cruzar la calle por la zona peatonal.

– No te enrolles, Alison -dijo Bob Robison-. Tiene pruebas. Y eso es lo que se necesita para condenar a alguien, te lo dice un ex miembro del Colegio de Abogados de California. Los motivos no cuentan una mierda si te pillan con las manos en la masa.

– Pero esto es diferente -dije-. El supuesto plagio fue subliminal…

– Vaya puta excusa -dijo Bob Robison-. No querías hacerlo, pero lo hiciste.

– Es una buena puta excusa -intervino Alison-, porque en la mitad de los casos los autores no saben de dónde procede su inspiración.

– Por desgracia, Theo MacAnna ha desvelado esa incógnita en el caso de David -objetó Robison.