– Nein! -exclamó Von Holden tajante, y Scholl se volvió-. No, ¡no será necesario! -dijo en alemán, negando con la cabeza.
Scholl se volvió hacia la ventana sin dejar de acariciar al gato. Le bastaba con lo que había entendido en las primeras palabras de la conversación de Von Holden. Elton Lybarger descansaba tranquilamente y, tal como estaba previsto, llegaría a Berlín mañana.
En treinta y seis horas, cien ciudadanos de prestigio en Alemania viajarían desde todos los puntos del país para reunirse en el Palacio de Charlottenburg y presenciar la aparición de Lybarger. Minutos después de las nueve de la noche se abrirían las puertas del comedor privado, los congregados callarían y él haría una entrada solemne. Vestido formalmente, sin bastón, recorrería solo el pasillo engalanado del centro, cabalmente distante de quienes lo observaban. Al llegar al final de la sala, subiría los seis peldaños hasta el podio y, una vez arriba, en medio de una ovación atronadora se volvería para saludarlos. Finalmente alzaría un brazo pidiendo silencio y pronunciaría el discurso más decisivo y brillante de toda su vida.
Cuando oyó que Von Holden colgaba el teléfono, se desvaneció su ensueño. Dejó al gato en la silla roja bien mullida y se sentó ante su mesa de trabajo.
– El señor Lybarger encontró el vídeo por casualidad y se lo enseñó a Joanna -dijo Von Holden-. Esta mañana apenas se acuerda de ello. Pero ella está causando problemas. Salettl se encargará.
– Quería que fueras tú a calmar todo el asunto. ¿No era eso lo que quería?
– Sí, pero no hace falta.
– Pascal, el doctor Salettl tiene razón. Si la chica sigue molesta, se notará en la conducta de Lybarger, lo cual es totalmente inaceptable. Salettl puede tranquilizarla pero no como podrías hacerlo tú. Es la diferencia que existe entre la razón y los sentimientos. Piensa que resulta mucho más difícil cambiar una emoción que una idea. Aunque Salettl la convenza, puede cambiar de opinión y eso causaría perturbaciones que no podemos tolerar. Pero si alguien la suaviza y la acaricia, terminará ronroneando como la gatita que duerme ahora plácidamente sobre la silla.
– Puede que así sea, señor Scholl, pero en este momento yo debo estar en Berlín -dijo Von Holden, y lo miró fijamente-. A usted le preocupaba que nuestro sistema no fuera tan eficaz como pensábamos. Pues bien, resulta que lo es y no lo es. La sección de Londres ha encontrado al policía francés herido, Lebrun, en el Westminster Hospital de Londres. Tiene protección de la policía veinticuatro horas al día. La sección de Londres y la de París rastrearon una llamada de Osborn, el americano, desde Londres a una granja en las afueras de Nancy. Vera Monneray está en esa granja bajo la custodia de agentes del servicio secreto francés.
Scholl conservaba su postura hierática y escuchaba con las manos tensas apoyadas sobre la mesa de trabajo.
– Osborn y McVey se han reunido con el comandante de una unidad especial de la policía de Londres -continuó Von Holden-. Se llama Noble. Llegaron al aeropuerto de Havelberg al amanecer. Allí los recogió y trasladó un inspector de la Bundeskriminalamt, un tal Remmer. Los escoltan dos coches camuflados de la policía. Suponemos que vienen hacia Berlín.
Von Holden se levantó, cruzó hacia un aparador y se sirvió un vaso de agua mineral.
– No es una noticia agradable, pero es oportuna y un hecho. El problema es que hayan logrado llegar tan lejos. Ahí es donde ha fallado nuestro sistema. Bernhard Oven tenía que haberlos matado a los dos en París. Pero, al contrario, el policía americano lo mató a él. Tenían que haber muerto en la explosión del tren o haber sido liquidados por los agentes de la sección de París que estaban conmigo en Meaux. Esperaban ver la lista de supervivientes para actuar. Pero no fue así. Y ahora vienen a Berlín, un día y medio antes de la presentación del señor Lybarger.
Von Holden vació su copa y la dejó sobre el aparador.
– Es un problema que no puedo resolver si me voy a Zúrich.
Scholl se reclinó hacia atrás y observó a Von Holden. El gato abandonó la silla donde había estado durmiendo y se plantó en las rodillas de Scholl con un suave brinco.
– Si te vas ahora, Pascal, puedes volver esta misma noche.
Von Holden lo miró como si hubiera perdido la razón.
– Señor Scholl, estos hombres son peligrosos. ¿Es que no se ha dado cuenta?
– ¿Sabes por qué vienen a Berlín, Pascal? Te lo resumiré en dos palabras. Albert Merriman. Él les habló de mí -dijo Scholl con una sonrisa afectada como si su confesión le halagara-. La primera vez que fui a Palm Springs en el verano del cuarenta y seis conocí a un viejo de noventa años. De joven, allá por mil ochocientos setenta, había sido cazador de indios. Una de las cosas que me contó fue que los cazadores de indios siempre mataban a los niños indios donde los encontraban. Porque, según él, sabían que si no los mataban, un día esos niños crecerían y serían hombres.
– Señor Scholl, ¿a qué se refiere usted?
– Me refiero, Pascal, a que tendría que haber recordado esa historia cuando contraté a Albert Merriman -dijo Scholl, y sus largos dedos al acariciar el lomo sedoso del gato parecían delicadas hojas de navaja-. Hace poco estuve revisando mis archivos personales. Uno de los hombres que Merriman mató bajo mis órdenes diseñaba instrumentos médicos. Se llamaba Osborn. Creo que el hombre que acompaña a los policías que vienen a Berlín es hijo suyo.
El gato se acurrucó en el brazo de Scholl, que se levantó y caminó hasta la puerta que daba al balcón. Al empuñar el pomo, Shevchenko abrió desde el exterior.
– Déjanos -dijo Scholl. Pasó junto a él y salió a la luz del sol.
Para el mundo exterior, Erwin Scholl era un hombre elegante, un self-made man que gozaba de un gran carisma. Aunque su propia persona era un ente del todo impenetrable, Scholl poseía una capacidad casi mística para adivinar las motivaciones de los demás. Para presidentes y jefes de Estado, aquello era un don de incalculable valor porque les procuraba una visión crítica de las ambiciones más ocultas de sus adversarios. Pero si decidía no complacer a alguien, era frío y arrogante y acababa por manipular a sus rivales a través de la intimidación y el miedo. Y el puñado de personas que le eran más cercanas -entre ellos el propio Von Holden- estaban todos sometidos a la faceta más oscura de su naturaleza.
Scholl miró por encima del hombro y vio que Von Holden había salido al balcón y que ahora se encontraba detrás de él. Por un instante dejó vagar la mirada hasta la Friedrichstrasse, ocho plantas más abajo. Se preguntó por qué le gustaban los jóvenes y a la vez desconfiaba de ellos. Quizá se debía a que jamás podía mostrarse a ellos sexualmente. Le faltaban menos años de los que quería contar para cumplir los ochenta y su deseo sexual era tan potente como siempre. Y, sin embargo, jamás en su vida había tenido relaciones sexuales en completa desnudez con alguien, hombre o mujer. Su compañero o compañera se desvestían, claro está, pero era impensable que él hiciera lo mismo porque aquello entrañaba un grado de confianza y vulnerabilidad que Scholl era incapaz de mostrar. Era verdad que desde pequeño jamás había estado completamente desnudo con una persona. El único niño que lo había visto desnudo había caído bajo los golpes de martillo de Scholl, que después ocultó el cadáver en una cueva. Por aquel entonces, Scholl tenía seis años.
– No vienen a Berlín a buscar al señor Lybarger o porque tengan alguna idea de lo que sucede en Charlottenburg. Vienen a por mí. Si la policía tuviera alguna prueba de mi implicación en lo de Merriman, ya habrían actuado. Lo único que tienen, en el mejor de los casos, es algo que le ha contado a Osborn un hombre que ha muerto. Se pondrán a investigar, que para eso son policías. Sus movimientos son estratégicos y calculados pero predecibles, fácilmente neutralizabas por los abogados y, de un modo u otro, eliminables… Sé que Osborn es diferente -continuó-. Viene por el asunto de su padre. No tiene ningún compromiso con la policía y me atrevería a decir que los está utilizando sólo para llegar hasta mí. Cuando haya llegado, estará dispuesto a correr ciertos riesgos. Y eso es algo apasionado y temerario que, me temo, podría desbaratar las cosas.