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Scholl se volvió hacia Von Holden. Bajo la clara luminosidad de la mañana, éste observó los duros surcos que le había dejado el tiempo en el rostro.

– Vienen estrechamente protegidos. Encuéntralos, vigílalos. En algún momento intentarán ponerse en contacto conmigo y querrán acordar una hora y un lugar para hablar. Ésa será nuestra oportunidad para aislarlos. Y entonces tú y Viktor haréis lo más apropiado. Entretanto, ve a Zúrich.

Von Holden desvió la mirada y luego se volvió hacia Scholl.

– Señor, creo que está menospreciando a esos hombres.

Hasta ese momento, Scholl se había mantenido frío y dueño de la situación.

Acariciando suavemente al gato en sus brazos, había pensado en un plan de acción. Pero de pronto enrojeció.

– ¿Crees que me gusta la idea de que esos hombres como los llamas tú todavía estén vivos o que la terapeuta de Lybarger nos esté causando problemas? Todo esto, Pascal, ¡es responsabilidad tuya!

El gato, alarmado, se incorporó en los brazos de Scholl, pero éste lo sostuvo firme acariciándole casi mecánicamente el lomo.

– Después de todos estos errores, te atreves a contestarme. ¿Has descubierto por qué razón vienen a Berlín? ¿Te has enterado de lo que buscaban o has pensado algún plan para hacerles frente?

Scholl tenía la mirada fija en Von Holden. Aquel hijo tan estimado que no cometía errores, de pronto había cometido uno. Para Scholl era algo más que una decepción, era una traición a su confianza y Von Holden lo sabía. Scholl había tenido que luchar contra Dortmund, Salettl y Uta Baur para que lo nombraran jefe de seguridad de toda la organización y lo aceptaran en el círculo del poder. La negociación había durado meses y Scholl finalmente lo había logrado, convenciéndolos de que ellos eran los últimos representantes vivos de la vieja guardia. Habían envejecido, dijo entonces, y sin embargo no habían previsto nada para el futuro. Los imperios más poderosos de la historia de la humanidad se habían hundido de la noche a la mañana por haber carecido de un plan para la sucesión de poderes. Con el tiempo, otros ocuparían sus puestos a la cabeza de la Organización. Tal vez serían los Peiper o Hans Dabritz, Henryk Steiner e incluso Gertrude Biermann. Pero aún no había llegado ese momento y, hasta entonces, había que proteger la Organización desde el interior. Scholl conocía a Von Holden desde niño. Tenía los antecedentes y la formación adecuada y ya había probado su habilidad y su lealtad en el pasado. Tenían que confiar en él y nombrarlo jefe de seguridad aunque no fuera más que por la futura salvaguarda de todo lo que habían construido.

– Siento haberlo decepcionado, señor -susurró Von Holden.

– Pascal. Sabes que para mí eres como un hijo -dijo Scholl más calmado. El gato se relajó en sus brazos y Scholl volvió a acariciarlo-. Pero hoy no te puedo hablar como si fueras un hijo. Eres el Leiter der Sicherheit y único responsable de la seguridad de toda la operación.

De pronto Scholl cerró la mano aprisionando al gato por el cuello. Con un tirón brusco apartó al animal del brazo que le había dado cobijo y lo sostuvo en el aire por encima del balcón y del tráfico, a casi treinta metros de altura. El animal chilló debatiéndose salvajemente. Maullando, se enroscó como una bola hincándole a Scholl las garras en la mano y en el brazo intentando desesperadamente volver a agarrarse.

– Jamás debes cuestionar mis órdenes, Pascal.

De pronto, el gato lanzó un zarpazo con la garra derecha. En el dorso de la mano de Scholl apareció un surco sangriento.

– ¡Jamás! ¿Está claro? -inquirió, sin hacer caso del gato. El felino no dejaba de arañar y Scholl tenía el brazo y la muñeca bañados en sangre. Pero mantuvo la mirada fija en Pascal Von Holden. No había dolor porque no existía nada más. Ni el gato ni el tráfico más abajo. Sólo Von Holden. Scholl exigía obediencia total. No sólo ahora sino toda la vida.

– Sí, señor, lo he entendido -contestó Von Holden, con la voz enronquecida.

Scholl lo miró durante unos segundos.

– Gracias, Pascal -dijo tranquilamente. En ese momento abrió la mano. El gato lanzó un chillido de pavor y, como una piedra, cayó perdiéndose en el vacío. Scholl retiró la mano que tendía por encima del balcón con la palma hacia arriba. La sangre formaba un pequeño círculo a la altura de la muñeca antes de desaparecer en un hilillo bajo la manga de su impecable camisa blanca.

– Pascal -advirtió-. Cuando llegue el momento, quiero que observes el debido respeto por el joven médico. Mátalo a él primero.

Von Holden observó la mano que tenía frente a él y luego miró a Scholl.

– Sí, señor -contestó quedamente.

Y luego, como siguiendo un oscuro y antiguo ritual, Scholl bajó la mano y Von Holden hincó una rodilla en el suelo y se la cogió.

Se la llevó a la boca y comenzó a lamer la sangre derramada. Comenzó por los dedos. Luego subió lentamente hacia la palma y siguió hasta llegar a la muñeca misma. Lo hizo deliberadamente y con los ojos abiertos sabiendo que Scholl lo observaba desde arriba, inmutable. Siguió lamiendo con la lengua y los labios recorriendo las heridas una y otra vez hasta que, finalmente, Scholl tuvo un hondo estremecimiento y se apartó.

Von Holden se incorporó lentamente y durante un momento se lo quedó mirando. Luego se volvió y volvió al interior abandonando a Scholl para que se recuperara del deseo recién saciado.

Capítulo 88

Londres, 7.45

Millie Whitehead, la enfermera de grandes pechos que atendía a Lebrun, es decir, su enfermera preferida, acababa de darle un baño de esponja y le estaba acomodando las almohadas bajo la cabeza cuando apareció Cadoux.

– Es mucho más fácil pasar los trámites de aeropuerto de esta manera -dijo con una sonrisa ancha refiriéndose al uniforme que vestía.

Lebrun levantó una mano para estrechar la de su viejo compañero. Permanecía conectado a los tubos de oxígeno, que le colgaban de la nariz dificultándole el habla.

– Desde luego, no venía a verte a ti, sino a una dama -bromeó Cadoux lanzándole una mirada a la enfermera Whitehead. La mujer se sonrojó, dejó escapar una risilla, le guiñó el ojo a Lebrun y salió del cuarto.

Cadoux acercó una silla y se sentó junto a Lebrun.

– ¿Cómo estás, amigo mío? ¿Qué tal te tratan?

En los siguientes diez minutos, Cadoux habló de los viejos tiempos. Recordó que habían crecido juntos, los mejores amigos del barrio, las chicas que habían conocido, las mujeres con las que se habían casado, los hijos que habían tenido con ellas. Se rió recordando vividamente el día de la escapada. Habían querido alistarse en la Legión Extranjera. Después de rechazarlos, los escoltaron a casa porque sólo tenían catorce años. Cadoux tenía una sonrisa franca y reía a menudo esforzándose por alegrar a su compañero herido.

Mientras duró la conversación, Lebrun no dejó de empuñar en su mano derecha el gatillo de acero inoxidable de una pistola de 25 milímetros oculta bajo la ropa de cama apuntando al pecho de Cadoux. La advertencia en clave que McVey le había enviado era absolutamente clara. Que se olvidara de que Cadoux fuera un viejo y querido amigo, tenían todos los indicios de que era uno de los principales conspiradores de la Organización. Era muy probable que fuera él quien controlara las operaciones encubiertas de Interpol en Lyón y que él mismo hubiera ordenado la ejecución de su hermano y el atentado en la estación de ferrocarril de Lyón.

Si McVey estaba en lo cierto, Cadoux había venido a visitarlo por una sola razón: terminar el trabajo por sus propios medios.

Pero mientras más hablaba, más amable se volvía, hasta que Lebrun empezó a pensar que tal vez McVey se equivocaba y que su información era incorrecta. Además, ¿cómo se habría atrevido Cadoux con dos policías armados vigilando en el pasillo durante todo el día y con la puerta abierta?