– ¿Desde cuándo?
– Desde… no sé cuando. Desde que lo decidí, y ya está -sentenció. No tenía ganas de analizarlo, y su voz se apagó.
Osborn no sabía qué pensar, no sabía qué sentir. El lunes le había dicho que no quería volver a verlo. Que tenía un amante, un hombre influyente en Francia. Hoy era jueves. Hoy, el hombre era él y no el otro. ¿Realmente lo quería tanto como para eso? ¿O tal vez el asunto del amante no había sido más que un cuento para alejarlo, una manera conveniente de terminar con una aventura pasajera?
Se levantó una brisa del río que a Vera le revolvió el pelo y ella se lo recogió detrás de la oreja. Sí, sabía lo que se jugaba pero no le importaba. Lo único que sabía era que en ese momento tenía ganas de hacer el amor con Paul Osborn, en su propio piso y en su propia cama.
Disponía de cuarenta y ocho horas antes de que comenzara su próximo turno. Francois, el «franchute» de Osborn, estaba en Nueva York y no la había llamado desde hacía varios días. En lo que a ella respectaba, tenía libertad para hacer lo que se le antojara, cuando y donde se le antojara.
– Estoy cansada. ¿Quieres venir o no? ¿Sí o no?
– ¿Estás segura?
– Estoy segura -dijo ella. Faltaban cinco minutos para las diez de la mañana.
Capítulo 20
La despertó el teléfono. Durante un momento, no supo dónde estaba. A través de las puertas semiabiertas que daban al patio, penetraba una luz intensa. Más allá, sobre el Sena, el sol de media tarde había intentado en vano penetrar la densa y tenaz capa de nubes, y luego había desaparecido detrás de ella. Aún medio dormida, Vera se apoyó sobre un codo y miró a su alrededor. Había sábanas y mantas tiradas por todos lados, y sus medias y su ropa interior en el suelo, casi debajo de la cama. Y entonces se le despejó la cabeza y supo que estaba en el dormitorio de su piso y que sonaba el teléfono. Se cubrió con una sábana, como si el que llamaba pudiera verla, y cogió el auricular.
– ¿Sí?
– ¿Vera Monneray?
Era una voz masculina, una voz que nunca había oído.
– Sí… -repitió ella, intrigada. Hubo un claro clic en el otro extremo.
Vera colgó y miró a su alrededor.
– ¿Paul? -llamó-. ¿Paul…?
Esta vez había un dejo de inquietud en la voz. No hubo respuesta y Vera supo que se había marchado. Al salir de la cama vio su desnudez retratada en el espejo antiguo encima de su mesa de tocador. La puerta del baño, a su derecha, estaba abierta. En el lavabo y en el suelo, junto al bidé, había unas toallas usadas. La cortina de la ducha se había desprendido y colgaba a medias sobre la bañera. Al otro extremo, uno de sus zapatos colgaba ceremoniosamente de la tapa del water. Alguien al entrar no dejaría de observar que en aquellas dos habitaciones -y quién sabía en qué otra parte del piso- se habían desarrollado unas largas y turbulentas sesiones de amor. Jamás en su vida había experimentado nada como en las últimas horas. Le dolía todo el cuerpo, y las partes que no le dolían estaban rozadas hasta la magulladura, la piel irritada. Se sintió como si se hubiera acoplado con una bestia, desatando una furia primitiva que había generado, minuto a minuto, movimiento a movimiento, una tormenta de fuego gargantuesca de apetitos físicos y emocionales de la que sólo la había librado el agotamiento total y absoluto.
Se volvió nuevamente y volvió a verse en el espejo. Se acercó. No estaba segura de lo que veía, exactamente, pero había algo diferente. La esbeltez de su silueta, los pequeños pechos, todo era lo mismo. El pelo, aunque completamente despeinado, no había cambiado. Era otra cosa. Algo en ella se había desvanecido, y en su lugar había algo nuevo.
El teléfono volvió a sonar, estridente. Ella lo miró, molesta por la intrusión. Siguió sonando, y Vera finalmente respondió.
– Sí… -dijo, distante.
– Un momento -respondió una voz.
¡Era él quien llamaba!
– ¡Vera, bonjour! -surgió la voz de Francois en el auricular. Allí estaba, brillante, exigente.
Pasó un momento antes de que ella respondiera. Y en ese momento comprendió que lo que se había desvanecido en ella era la niña, que había cruzado una brecha de donde no había regreso.
Quienquiera que hubiera sido, ya no iba a serlo más. Y su vida, para bien o para mal, jamás volvería a ser como antes.
– Bonjour -dijo finalmente-. Bonjour, Francois.
Paul Osborn salió del apartamento de Vera a primera hora de la tarde y cogió el metro para volver a su hotel. Hacia las dos, vestido con una camiseta, vaqueros y zapatillas deportivas, conducía un Peugeot azul de alquiler por la avenida de Clichy. Siguiendo atentamente el mapa urbano de la agencia de alquiler, giró a la derecha en la calle Martre por la autopista que seguía hacia el noreste bordeando el Sena. En los siguientes veinte minutos, se detuvo en tres ocasiones después de haber cogido desvíos y caminos laterales. Ninguno de los puntos parecía adecuado. Y luego, a las dos treinta y cinco, pasó junto a un camino flanqueado por árboles que llegaba hasta el río. Giró para cambiar de sentido y se adentró por el camino. Quinientos metros más allá llegó hasta un parque apartado que se extendía sobre un monte que bordeaba la ribera este del río. Observó que el parque en sí mismo no era más que un amplio campo rodeado de árboles con un camino de tierra que lo contorneaba. Lo siguió hasta que el camino comenzó a desviarse nuevamente hacia la autopista. Entonces vio lo que buscaba. Una rampa de tierra y gravilla que llevaba al río. Se detuvo y miró hacia atrás. La autopista quedaba a casi un kilómetro de distancia y el camino estaba oculto por los árboles y la densa maleza.
En verano, con su acceso al río, el parque era probablemente muy concurrido, pero ahora, a las tres de la tarde de un jueves lluvioso de octubre, estaba completamente desierto.
Salió del Peugeot, caminó hasta la punta de la rampa y comenzó a bajar. Abajo, entre los árboles, apenas podía divisar el río. El cielo oscurecido y la llovizna cerraban el espacio circundante, creando una atmósfera donde él parecía el único ser existente. La rampa era inclinada y los vehículos habían formado grandes baches al utilizar la parte de abajo, sin duda, para soltar pequeñas embarcaciones.
Al llegar abajo, la inclinación disminuía. Osborn divisó una pila de troncos pudriéndose al borde del agua y supuso que el sitio había servido para embarcaciones mayores años atrás. Cuándo, y para qué fines, no podía saberlo. ¿Cuántos ejércitos, durante siglos, habrían pasado por aquí? ¿Cuántos hombres habían pisado donde él pisaba ahora?
A unos cinco metros de la orilla, la gravilla se convertía en una arenilla gris, y luego, al llegar al agua, en un lodo rojizo. Osborn quiso probar la firmeza del terreno y avanzó. La arena lo sostenía, pero no bien hubo pisado el lodo, sus pies se hundieron. Retrocedió, sacudiendo el lodo enganchado al calzado, y volvió a mirar el agua. Frente a él, el Sena fluía perezosamente, dejando atrás pequeñas olas que morían en la orilla. Más abajo, a menos de treinta metros, un promontorio de roca y árboles sobresalía abruptamente, cambiando el curso del agua y devolviéndolo a la corriente.
Osborn observó un rato largo, muy consciente de lo que estaba haciendo. Luego volvió sobre sus pasos, cruzó el descampado hasta llegar a unos árboles en la base de la colina que bajaba hacia el río. Cogió una rama larga, volvió al primer lugar y la lanzó al agua. Durante un momento, no sucedió nada, y la rama flotó sin moverse. Y luego, lentamente, la corriente la impulsó hacia delante, y en pocos segundos fue arrastrada en dirección a los árboles y hacia la corriente central. Osborn miró su reloj. La rama había tardado diez segundos en alejarse y luego ser arrastrada por la corriente. Otros veinte segundos, y ya se había perdido de vista, más allá del saliente de rocas y árboles. En total, cerca de treinta segundos desde que había lanzado la rama hasta perderla de vista.