– Henri -dijo Agnés con voz pausada. Necesitaba pensar, razonar, y no lo estaba haciendo-. ¿Por qué iban a buscar a un hombre muerto? O, incluso si así fuera, ¿por qué lo iban a buscar aquí? ¿Crees que envían a este tipo a todas las ciudades del mundo, esperando que te encuentre en la calle por casualidad? -preguntó, y sonrió-. Te estás ahogando en un vaso de agua. Ven, siéntate a mi lado -dijo, sonriendo amablemente y dando golpecitos en el sofá a su lado.
La manera en que Agnés lo miró y el tono de su voz le recordó otros tiempos, cuando ella era más atractiva que ahora. Recordó la época en que había comenzado a descuidar su aspecto deliberadamente por esa misma razón, para que ya no la deseara. Recordó los días en que ella lo rechazaba en la cama, hasta que al cabo de un tiempo ya no la deseó más. Era indispensable que Henri pudiera integrarse completamente, absorber la cultura francesa y convertirse en un ciudadano francés. Para eso, tenía que tener una mujer francesa. Con ese fin, Agnés Demblon no formaría más parte de su vida. Había vuelto a inmiscuirse sólo cuando Henri no encontraba empleo y ella pudo convencer a Lebec de que necesitaban un obrero más en la fábrica. Después de ese episodio, sus relaciones habían sido platónicas, como lo eran ahora, al menos desde su punto de vista.
Para Agnés era diferente, no había día en que el corazón no se le partiera al verlo. No había ni un momento en que no quisiera darle cobijo en sus brazos y en su cama. Desde el principio, lo había hecho todo ella. Le había ayudado a falsear su propia muerte, había actuado como su mujer al cruzar la frontera con Canadá y le había conseguido el pasaporte falso, hasta convencerlo finalmente de que dejara Montreal y se estableciera en Francia, donde ella tenía parientes y él podría desaparecer para siempre. Ella lo había hecho todo, hasta el punto de entregárselo a otra mujer, y su única razón era el amor inmenso que sentía por él.
– Agnés, escúchame. -Kanarack no fue a sentarse a su lado. Se quedó en medio de la habitación, mirándola fijamente. Había dejado la copa a un lado, y en la habitación reinaba un silencio absoluto. No había ruido de coches fuera, ni se escuchaba a la pareja de abajo riñendo. Durante un momento, Agnés pensó que aquella noche habrían renunciado a sus riñas habituales y habrían ido al cine. O que ya dormían.
De pronto se percató del aspecto de sus uñas, largas y estriadas. Debería habérselas cortado hacía días.
– Agnés -insistió Henri. Esta vez su tono era apenas un murmullo-. Si hay algo que no sabemos, tenemos que descubrirlo. ¿Me entiendes? -preguntó.
Ella siguió mirándose las uñas un rato largo. Al final, levantó la cabeza. Habían desaparecido del rostro de Henri el miedo, la rabia y la ira, como ella temía. Lo que había ahora era hielo.
– Tenemos que descubrirlo.
– Je comprends -murmuró ella, y volvió a mirarse las uñas-. Je comprends. Ya entiendo.
Capítulo 17
08.00
Era jueves, seis de octubre. Tal como se había pronosticado, el cielo estaba cubierto y caía una llovizna ligera y fría. Osborn pidió un café en la barra, lo llevó a una mesa pequeña y se sentó. El local estaba lleno de gente que iba al trabajo, aprovechando los últimos minutos antes de empezar la rutina del día. Bebían el café a sorbos, se entretenían con un cruasán, fumaban un pitillo, leían el periódico de la mañana. En la mesa de al lado, dos mujeres ejecutivas parloteaban en francés a toda velocidad. Más allá, un hombre de traje oscuro y abundante melena de pelo aún más oscuro, apoyado en el codo, leía Le Monde.
Osborn tenía pasaje reservado en Air France vuelo 003, desde ParísCharles de Gaulle, el sábado 8 de octubre a las cinco de la tarde, y llegaba a Los Ángeles a las siete y media, hora local Lo más apropiado, siguiendo el plan general, sería llamar al inspector Barras a la prefectura, informarle de su reserva y hora de partida, y preguntarle amablemente cuándo podía pasar a recoger su pasaporte. Una vez arreglado ese asunto, podía ocuparse de lo demás.
Era necesario matar a Henri Kanarack en algún momento del viernes por la noche, aprovechando la oscuridad, y para impedir que el cuerpo fuera descubierto demasiado pronto y demasiado cerca de París. Después de estudiar rápidamente el terreno, había optado por el Sena, su idea inicial. El Sena cruzaba París y luego giraba hacia el noroeste a través de la campiña francesa a lo largo de unos ciento ochenta kilómetros antes de desembocar en la bahía del Sena y el Canal de la Mancha en Le Havre. Descartando complicaciones imprevistas, si pudiese llevar a Kanarack a un punto al oeste de la ciudad, al atardecer del viernes, lo más temprano descubrirían el cuerpo durante el día del sábado. Para entonces, con una corriente favorable, habría viajado entre cincuenta y setenta kilómetros. Con suerte, incluso más. Pasarían días antes de que las autoridades identificaran un cuerpo hinchado y sin documentación.
Para cubrirse, Osborn necesitaría una coartada, algún hecho que probara que había estado en otro lado en el momento del asesinato. Una película, barrunto, sería lo más fácil. Compraría una entrada y con algún pretexto llamaría la atención del acomodador al entrar, suficiente para que, si surgía la pregunta, esa persona recordara haberlo visto en el cine y tuviera que decirlo. Su prueba sería el resguardo de la entrada, con hora y fecha de la sesión. Se sentaría en la sala a oscuras, esperaría a que empezara la película y se escabulliría por una salida lateral.
La sincronización dependería de la rutina diaria de Kanarack. Llamó a la panadería y supo que estaba abierta desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde, y que las últimas pastas se ponían a la venta aproximadamente a las cuatro. Osborn había visto a Kanarack en la cervecería de la calle Saint Antoine alrededor de las seis. La cervecería estaba a unos veinte minutos a pie de la panadería, y dado que Kanarack había escapado a pie después del ataque de Osborn, era presumible pensar, como Jean Packard ya había pensado antes, que o no tenía coche o no lo utilizaba para ir al trabajo. Si los últimos productos frescos estaban disponibles a las cuatro y Kanarack estaba en la cervecería a las seis, era razonable suponer que saldría del trabajo en algún momento entre las cuatro y media y las cinco y media.
A pesar de que octubre acababa de comenzar, los días se hacían más cortos. Osborn consultó el periódico y se enteró de que la lluvia seguiría durante los próximos días. Eso significaba que oscurecería más temprano, cerca de las cinco y media, fácilmente.
El objetivo más inmediato de Osborn era alquilar un coche y buscar un lugar aislado en el Sena, al oeste de París, donde pudiera echar a Kanarack al agua sin que nadie lo viera. Después, se dirigiría a la panadería y luego volvería al mismo lugar del río para asegurarse de que conocía el camino.
Finalmente, volvería a la panadería y se estacionaría enfrente, asegurándose de no llegar más tarde de las cuatro y media. Esperaría a que saliera Kanarack y observaría si se dirigía calle arriba o calle abajo.
La primera vez que lo vio, Kanarack estaba solo, y Osborn constató que no tenía la costumbre de salir con los compañeros de trabajo. Si por alguna razón salía acompañado el viernes por la noche, el plan alternativo de Osborn consistiría en seguirlo en coche hasta que se separara del acompañante, y entonces lo cogería en el lugar más apropiado del camino. Si Kanarack caminaba con alguien hasta el metro, entonces Osborn iría con el coche hasta su edificio y lo esperaría ahí. Era algo que prefería no hacer a menos que fuera absolutamente necesario porque había demasiadas posibilidades de que Kanarack se encontrara con gente que habitualmente saludaba volviendo a casa. De todos modos, si era la única alternativa, Osborn la ejecutaría. Habría querido tener más de una noche para ensayar sus movimientos, pero no era así y, pasara lo que pasase, tendría que sacar el máximo de las circunstancias.