Capítulo 154
Después de los ladridos de los perros, Osborn recordaba haber visto unos rostros. Un doctor del pueblo y enfermeros suizos. Un equipo de rescate lo llevaba en una camilla hasta arriba en la oscuridad. Vera. El interior de la estación. El rostro de ella, pálido y tenso de miedo. Policías uniformados en el tren que bajaba. Hablaban, pero Osborn no recordaba haberlos oído. A su lado, Connie, sonriendo para darle confianza. Y luego Vera, una vez más, cogiéndole la mano.
Lo venció el calmante, el dolor o el agotamiento, porque se desmayó. Después, algo había sucedido en un hospital de Grindelwald. Una discusión sobre su identidad. Habría jurado que Remmer entraba en la sala y detrás de él McVey con su traje arrugado. Luego McVey había echado mano de una silla y se había sentado junto a la cama a observarlo.
Volvió a ver a Von Holden en la montaña. Lo percibió balanceándose al borde del precipicio, antes de caer.
Por un breve instante, tuvo la impresión de que había alguien más en el filo del abismo, directamente detrás de él. Intentó recordar quién era, hasta que cayó en la cuenta de que había sido Vera. Tenía en la mano un enorme carámbano lleno de sangre. Luego, esa visión se nubló para dejar paso a otra, infinitamente más nítida.
Von Holden estaba aún vivo y caía hacia donde estaba él, protegiendo la caja con sus brazos. No caía a una velocidad normal sino en una cámara lenta distorsionada, dibujando un arco en su caída que lo arrastraría hasta el vacío insondable y oscuro, a miles de metros más abajo. Luego desapareció y sólo quedó la nada, y en ese momento se desató la avalancha.
– ¿Por qué mataron a mi padre? -había preguntado Osborn.
– Für Ubermorgen -había contestado Von Holden. Por la Aurora del Nuevo Día.
Capítulo 155
Berlín Lunes, 17 de octubre
Vera iba sola en el asiento trasero de un taxi que giraba por el Clay AUee hacia Messelstrasse y el corazón de Dahlem, uno de los barrios más elegantes de Berlín. Era el segundo día que caía una lluvia fina y la gente ya empezaba a quejarse. Aquella mañana, el conserje del hotel Kempinski le había entregado personalmente una rosa roja, junto a un sobre sellado con una nota escrita a toda prisa pidiéndole que se la llevara a Osborn cuando fuera a verlo al pequeño y exclusivo hospital de Dahlem.
La nota estaba firmada «McVey».
Para ir a Dahlem, tuvo que seguir un desvío por obras en la carretera y pasó junto a las ruinas del palacio de Charlottenburg.
Los obreros trabajaban bajo la lluvia y terminaban la demolición de la estructura. Las grúas y aplanadoras rodaban sobre los jardines para despejar los escombros, apilándolos en grandes montones humeantes que se llevaban los camiones. La tragedia había dado la vuelta al mundo y las banderas de toda la ciudad estaban a media asta. Se celebraría un funeral de Estado como homenaje a las víctimas. Asistirían dos ex presidentes de Estados Unidos, el presidente de Francia y el primer ministro de Inglaterra.
– Ya se quemó una vez, en 1746 -le explicó el taxista con la voz henchida de orgullo-. Y lo reconstruyeron. Ahora lo volverán a reconstruir.
Vera cerró los ojos cuando el taxi giró por Kaiser Friedrichstrasse hacia Dahlem. Había bajado de la montaña con Osborn y había permanecido a su lado el tiempo que le habían permitido. Luego le asignaron una escolta para que la acompañara a Zúrich y le dijeron que trasladarían a Osborn a un hospital de Berlín. Todo había sucedido en muy poco tiempo. Se sucedían las imágenes y los sentimientos y se mezclaba lo bello, lo doloroso y lo horrible. El amor y la muerte caminaban de la mano. Demasiado estrechamente. Vera tenía el aspecto de haber sobrevivido a una guerra.
A lo largo de todo el episodio, McVey siempre había estado presente.
En cierto sentido, era una especie de abuelo preocupado por los derechos humanos y por la dignidad de todos. Pero desde otro punto de vista, parecía una versión del general Patton. Egoísta e implacable, severo e incluso cruel. Impulsado por la búsqueda de la verdad. Costara lo que costase.
El taxi se detuvo y Vera entró en el hospital. La recepción era pequeña y cálida y le sorprendió ver a un policía. El agente le lanzó una mirada escrutadora hasta que se presentó en el mostrador de recepción y le sonrió cuando ella entraba en el ascensor.
Había un segundo policía apostado junto al ascensor en la segundo planta y en la puerta de Osborn, un inspector de paisano.
Los dos hombres parecían conocerla y el segundo incluso la saludó por su nombre.
– ¿Corre peligro su vida? -preguntó ella, inquieta ante la presencia de la policía.
– Es una precaución.
– Ya entiendo -dijo Vera, y se volvió hacia la puerta. Al otro lado yacía un hombre que apenas conocía pero a quien amaba como si llevaran siglos viviendo juntos. El breve tiempo que habían compartido no se parecía a ningún otro momento de su vida y Osborn había pulsado fibras que nadie más conocía. Tal vez era porque la primera vez que se habían mirado a los ojos también miraban juntos el camino. Y lo que habían visto, lo habían visto juntos, como si jamás llegara el momento de separarse. Más tarde, arriba en la montaña, viviendo circunstancias atroces, él se lo había confirmado. Lo había confirmado para ambos.
Al menos ése era su sentimiento. De pronto tuvo miedo al pensar en ella como en la única que lo sentía. Podía haberlo malinterpretado todo y lo ocurrido entre ellos resultaba fugaz y unívoco, y al cruzar la puerta no encontraría al Paul Osborn que conocía sino a un extraño.
– ¿Por qué no entra? -preguntó el inspector sonriendo, y abrió la puerta.
Osborn estaba tendido en la cama, con la pierna izquierda colgando de una red de poleas, cuerdas y contrapesos. Llevaba puesta la camiseta de los King de Los Ángeles, calzoncillos rojos y nada más. Al verlo, todos los temores de Vera se desvanecieron y soltó una carcajada.
– ¿Qué te parece gracioso? -preguntó él.
– No lo sé -dijo ella ahogando una risilla-. No lo sé… Es que…
Cuando el inspector cerró la puerta, ella cruzó la habitación y se lanzó a sus brazos. Todo lo que había sucedido en el Jungfrau, en París, en Londres y Ginebra volvió como un torrente.
Fuera llovía y Berlín se quejaba. Pero a ellos les daba igual.
Capítulo 156
Los Angeles
Paul Osborn estaba sentado en el patio de su casa en Pacific Palisades mirando la herradura de luces de la bahía de Santa Mónica. Eran las diez de la noche y la temperatura de veinte grados. Faltaba una semana para Navidad.
Lo sucedido en el Jungfrau era demasiado enrevesado y complejo de entender. Los últimos momentos eran especialmente desconcertantes, porque Osborn no sabía a ciencia cierta qué había sucedido o hasta qué punto era cierto tal como él recordaba.
Como médico, entendía que había sufrido un trauma físico y emocional, no sólo en las últimas semanas sino a lo largo de toda la vida, desde la niñez hasta su condición de adulto, si bien los últimos días en Alemania y Suiza habían sido los más agitados. En el Jungfrau, la línea fronteriza entre la realidad y la alucinación había dejado de existir. La noche y la nieve se habían fundido con el miedo y el agotamiento. El horror de la avalancha, la certeza de la muerte inminente a manos de Von Holden y el dolor insoportable de la pierna rota lo habían despojado de toda conciencia de existencia. Resultaba imposible discernir entre la realidad y el sueño. Ahora que había vuelto a casa, herido pero vivo y en vías de recuperación, ¿acaso tenía alguna importancia?