Y eso fue todo. El capitán abordó su avión, Osborn pagó su billete en marcos alemanes y escogió un asiento en clase turista. Cerró los ojos y esperó el acelerón de los motores y el impulso hacia atrás en el asiento que le confirmara el éxito de su iniciativa, esperando que el capitán no cambiara de parecer o que McVey no se hubiese dado cuenta y alertado a la policía sobre la desaparición de sus pertenencias. Si sucedía así, no sabía cómo reaccionaría. Al cabo de un rato, el capitán anunció el despegue. Los motores rugieron y se produjo el aceleren. Treinta segundos después estaban en pleno vuelo.
Osborn observó cómo se desdibujaba la campiña alemana a medida que ascendían hacia un delgado banco de nubes. Luego subían hacia la luz del sol y el cielo aparecía, azul profundo, por encima de las blancas nubes.
– Señor -se acercó una azafata sonriente-. Nuestro vuelo no va completo. El capitán desea invitarlo a viajar en la primera clase.
– Muchas gracias -dijo Osborn, y dibujó una sonrisa al incorporarse. El vuelo era breve, poco más de una hora, pero en primera clase podría relajarse y tal vez dormir durante unos cuarenta minutos. En los lavabos de primera encontraría hojas y espuma de afeitar. Sería una suerte poder refrescarse.
El capitán debía de ser un hombre celoso de la ley y el orden o un admirador de la policía de Los Ángeles, porque además del trato privilegiado, al aterrizar le proporcionó a Osborn algo de un valor infinitamente superior. Lo presentó a la policía suiza en el aeropuerto, portándose como garante personal y explicando por qué viajaba Osborn sin pasaporte. Además enfatizó la urgencia de la persecución del sospechoso del holocausto de Charlottenburg. La presentación fue seguida de una escolta policial por aduana y muchos deseos de buena suerte.
Una vez fuera, el capitán le devolvió el arma, le preguntó adonde se dirigía y si podía llevarlo en su coche.
– No, gracias -respondió Osborn aliviado, pero absteniéndose deliberadamente de mencionar el nombre de su destino.
– Entonces, que le vaya bien.
– Si alguna vez va a Los Ángeles, búsqueme. Tomaremos unas copas -se despidió Osborn sonriendo y estrechándole la mano.
– Eso haré -dijo el piloto.
Eran las once y veinte del sábado quince de octubre. Hacia las once treinta y cinco, Osborn viajaba en el expreso Eurocity de Zúrich que llegaba a Berna a la una menos cuarto de la tarde, treinta y cuatro minutos después de que el tren de Von Holden llegara de Frankfurt. A esa hora, Remmer ya habría puesto fin a su búsqueda en los trenes de Ginebra y Estrasburgo, sin resultados. Estaría desconcertado. Tendría que buscar en alguna parte. Pero ¿dónde?
Luego Osborn pensó que si el negro le había mentido a Remmer, ¿por qué no le mentiría también a él? ¿Acaso viajaba a Berna jugándosela a que atrapaba a Von Holden en un lapso de treinta minutos o estaba destinado a terminar como Remmer, es decir, sin resultados? Una vez más… sin resultados.
Capítulo 136
Faltaban cuarenta y cinco minutos para llegar a Berna y Osborn necesitaba pensar qué haría al llegar. Había atajado considerablemente la ventaja que le llevaba Von Holden, pero aún existía una diferencia de treinta y cuatro minutos. Von Holden sabía adonde se dirigía y Osborn no. Debía situarse en el lugar de Von Holden. ¿De dónde venía? ¿Adonde se dirigía y para qué?
Según se había informado en Frankfurt, Berna tenía un pequeño aeropuerto con conexiones a Londres, París, Niza, Venecia y Lugano. Sin embargo, los vuelos no eran frecuentes sino uno al día. Un aeropuerto pequeño se podía vigilar fácilmente y Von Holden se lo pensaría. Su única salida consistía en coger un vuelo privado y podía ser que lo esperara un avión.
Se oyó un estruendo cuando un tren cruzó en dirección opuesta. Luego apareció un paisaje de verdes predios agrícolas y, más allá, los cerros abruptos recubiertos de extensos bosques. Durante un momento Osborn se distrajo en la belleza del paisaje, en la claridad del cielo azul en contraste con el verde profundo y la luz del sol brillando entre las hojas. Pasaron junto a un pueblo y luego subieron a lo largo de una curva. En una cima distante, Osborn divisó la silueta imponente de un inmenso castillo medieval. Le gustaría volver allí algún día.
De pronto quiso consolarse con la idea de que la mujer que acompañaba a Von Holden no era Vera Monneray sino otra. Estaba seguro de que a Vera la habían liberado de su detención legalmente y que en ese momento volvía a París.
Al pensar en ella de ese modo, imaginándola a salvo nuevamente en su apartamento, viviendo como siempre había vivido antes de que sucediera todo aquello, lo embargó una nostalgia que le resultó a la vez dolorosa y bella, una añoranza por ellos y por lo que podrían vivir juntos.
Observando el paisaje de la campiña suiza vio a unos niños y oyó risas, atisbo el rostro de Vera y sintió el contacto de su mejilla. Pensó en ellos contentos cogidos de la mano y…
– Fahrkarte, bitte. -Osborn levantó la mirada. A su lado había un joven revisor con un bolso de cuero negro colgándole del hombro.
– Lo siento, no…
– Su pasaje, por favor -pidió el revisor, con una sonrisa.
– Sí -dijo Osborn, y sacó su pasaje del bolsillo de la chaqueta. Luego tuvo una idea-. Perdón -dijo-, tengo que ver en Berna a una persona que viene de Frankfurt en el tren de las doce y doce. Él no… sabe que lo espero. Es una… sorpresa.
– ¿Dónde se hospeda en Berna?
– No, creo que… -balbuceó. Acababa de caer en la cuenta de que Von Holden no tenía Berna como destino final. Lo primero que pensaría después del tiroteo en el tren sería en salir del país lo más rápido posible. Si era así, la idea del avión esperándolo no era muy acertada-. Creo que piensa coger otro tren. Me parece que a… -No sabía adonde iría. No volvería a Alemania ni a ningún país del Este, donde había demasiados conflictos-. A Francia. O a Italia. Es vendedor.
El joven revisor lo estaba mirando.
– ¿Qué es lo que quiere saber?
– ¿Yo…? -sonrió Osborn, tímido. El revisor lo había ayudado a aclararse, pero tenía razón. ¿Qué podía decirle?-. Sólo intentaba aclararme para saber qué hacer si no lo encuentro. Imagínese, es posible que ni siquiera esté allí esperando otro tren.
– Le sugiero que consulte un folleto con el horario de trenes y vea los que han salido de Berna entre las doce y diez y la hora en que usted llegue. Puede usted avisarlo por el altavoz de la estación.
– ¿Por el altavoz?
– Sí, señor -asintió el revisor con un gesto de cabeza, le entregó un horario de trenes y continuó por el pasillo.
«Por el altavoz», pensó Osborn mirando a la distancia.
Von Holden esperaba en la puerta de una pastelería en un ángulo de la estación de Berna. Vera había entrado en el lavabo de mujeres que había enfrente y no había otra salida. Vera estaba agotada y había hablado poco durante el viaje, pero Von Holden sabía que pensaba en Osborn, y puesto que estaba segura de que la llevaban con él, no cabía duda de que lo seguiría tal como había prometido.
La primera hora de trayecto entre Frankfurt y Berna había sido la más inquietante. Si Von Holden no había logrado intimidar al negro del bar con la amenaza de los cabezas rapadas y éste había confesado en qué tren se había marchado él efectivamente, la policía no habría tardado en detenerlo. Pero no había sido así. Al llegar a Berna, Von Holden había observado sólo las habituales medidas de seguridad.
A la una menos siete, Vera salió del lavabo de mujeres y lo acompañó a obtener unos pases de Eurorraíl para viajar a cualquier dirección del continente. Von Holden le decía que les daría flexibilidad de movimiento. Pero no le dijo que de ese modo podían subir a cualquier tren cuyo destino fuera desconocido por Vera.