Ahora caminaban por el andén en medio de una multitud en dirección al tren y Von Holden miraba los números de los vagones. Los altavoces anunciaban la llegada de un tren y la salida de otro. ¿Cómo sabía la policía que iba él en el tren? Von Holden escrutaba cada rostro y cada movimiento de los cuerpos que se movían en torno a él. El ataque podía venir de cualquier lado. En la distancia se oyeron las sirenas. En ese momento encontró el vagón que buscaba.
A las siete y cuarenta y seis minutos, el expreso ínter City salía de la estación de Auptbahnhof. Vera se acomodó, aún nerviosa, en el asiento de terciopelo rojo en el compartimiento de primera clase junto a Von Holden. A medida que aceleraba el tren, Vera se reclinó y miró por la ventana. Era imposible que McVey no fuera quien aparentaba ser. Sin embargo, Lebrun estaba muerto y François Christian también. Y además Von Holden sabía demasiado acerca de todo como para no creerle. Habían muerto cien personas en el incendio de Charlottenburg, sin contar los hombres que Von Holden acababa de matar en la estación. En otro momento, bajo otras circunstancias, tal vez habría pensado con mayor claridad. Pero habían sucedido demasiadas cosas, y demasiado rápida y brutalmente.
Lo más aterrador era que todo aquello estaba sucediendo bajo el espectro de un movimiento político naciente en Alemania, algo horroroso si siquiera de pensar.
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Capítulo 133
Durante una hora desapareció toda idea no relacionada con la escena de aquella horrible carnicería. Primero con ayuda de Remmer y luego con los enfermeros, Osborn se ocupó de las medidas elementales de emergencia en el asfalto ensangrentado de la autopista. Tuvo que recurrir a sus habilidades de cirujano y a todo lo que había aprendido desde su primera clase de medicina. No contaba con instrumentos, medicamentos o anestesia.
La hoja de un cortaplumas suizo de uno de los camioneros, esterilizada con una cerilla, sirvió de bisturí para proceder a una traqueotomía con una monja de setenta años.
Osborn la dejó y se acercó a una mujer madura. Su hijo adolescente, presa de un ataque de histeria, gritaba que su madre se había cortado la pierna y que se desangraba. Pero no se trataba de un simple corte, la pierna estaba cercenada. Osborn se sacó el cinturón y se lo colocó como torniquete, pero luego tuvo que llamar al hijo para que lo sujetara. Remmer le gritaba para que le ayudara a sacar a una muchacha de debajo de un coche pequeño tan destrozado que parecía difícil que alguien hubiera sobrevivido. Se tendieron en el asfalto, Osborn ayudándole a salir y Remmer empujando con los pies para levantar un montón de hierros retorcidos. Y sólo cuando la sacaron se percataron de que sostenía a un recién nacido en brazos. Estaba muerto. Cuando ella se dio cuenta, se levantó y se alejó caminando. De pronto, el conductor de un furgón Volkswagen, sujetándose un brazo roto con el otro sano, salió corriendo detrás de ella cuando la vio dejar atrás los coches parados y dirigirse al flujo de los que se aproximaban en dirección contraria. Seguían llegando coches de policía, ambulancias y bomberos, y desde Frankfurt habían enviado un helicóptero ambulancia. Remmer sostenía a un joven enfermo de sida, de cuerpo esquelético, mientras Osborn le manipulaba el hombro dislocado para volverlo a su sitio. El joven no dijo nada y ni siquiera dejó escapar un grito, a pesar del espantoso dolor provocado por la manipulación. Cuando todo hubo terminado, se reclinó hacia atrás y murmuró un «Danke».
Después llegó el personal de urgencias. Amanecía cuando empezaban y pronto se hizo de día. La carnicería que los rodeaba era un auténtico campo de batalla. Los dos se alejaban hacia el Mercedes estacionado en el arcén cuando el helicóptero ambulancia se posó en el suelo desatando un torbellino de polvo.
Los equipos de rescate se acercaron corriendo con una camilla y un enfermero los acompañaba sosteniendo un gota a gota.
Osborn miró a Remmer.
– Creo que hemos perdido el tren -dijo en voz baja.
– Ja -asintió Remmer. Apoyaba la mano en la puerta del Mercedes cuando sonó la radio. Una breve enumeración en código fue seguida del nombre de Remmer. Éste cogió inmediatamente el micrófono y respondió. Siguió un rápido diálogo en alemán. Remmer escuchó, respondió con una frase breve y colgó.
– Von Holden disparó contra tres agentes en la estación de Frankfurt. Mató a los tres y él consiguió escapar -dijo Remmer, y siguió mirando fijamente a Osborn. A éste le molestó la mirada del policía.
– Hay algo más que no me ha dicho. ¿Qué es?
– Viajaba con una mujer.
– ¿Y…?
– La soltaron de su celda a las diez y treinta siete de la noche -explicó Remmer por encima del chirrido de neumáticos que provocó el coche al salir a toda velocidad-. El responsable de su liberación se ha encontrado muerto hace menos de una hora en el asiento trasero de un coche aparcado cerca de- la estación ferroviaria de Berlín.
– ¿Me está diciendo que la mujer que viaja con Von Holden es Vera? -Osborn se sintió embargado por la ira y el resentimiento.
– No estoy emitiendo juicios de valor, me limito a enunciar un hecho. A la luz de lo que está pasando, es importante que lo sepa.
Osborn lo miró fijamente.
– ¿La soltaron y ahora nadie sabe dónde está?
Remmer negó con un gesto de la cabeza.
– Entonces, ¿qué ocurre?
– Ya me gustaría poder responderle.
Tres personas habían visto a un hombre y una mujer bajando del tren Berlín-Frankfurt cuando llegó a la Hauptbahnhof. Después de cruzar el andén, habían desaparecido en la estación. Los tres sostenían opiniones radicalmente opuestas con respecto a la dirección que podían haber tomado. Todos estaban de acuerdo en que el hombre era el mismo que aparecía en las fotos de la policía y que llevaba una especie de maletín al hombro.
Por el testimonio de esas tres personas y por las pruebas de que disponían, los consternados inspectores de Homicidios de Frankfurt pudieron entender la sucesión de los acontecimientos. Los policías habían subido al tren de Berlín nada más llegar, a las siete y cuatro minutos. Los habían asesinado poco después, tal vez unos cinco o seis minutos, víctimas de disparos desde el interior de un compartimiento ocupado por un hombre llamado Von Holden. Un hombre de negocios italiano había descubierto los cuerpos al salir de su compartimiento, aproximadamente a las siete y dieciocho minutos. El hombre había oído hablar en el pasillo, pero no había escuchado disparos, lo cual hacía pensar que el asesino llevaba un arma con silenciador. Hacia las siete y veinticinco habían llegado los primeros policías y hacia las siete y cuarenta y cinco, la estación fue acordonada. Durante las tres horas siguientes se detuvo la salida de trenes, personas o taxis hasta ser registrados minuciosamente. Remmer había recibido la llamada por radio a las siete y treinta y cuatro. A las ocho y diez minutos, él y Osborn entraron en la estación.
Osborn esperó a un lado mientras Remmer revisaba los detalles con los inspectores de Frankfurt y luego interrogaba personalmente a los tres testigos. Remmer no le dijo nada de los disparos hasta que lo llamaron por radio. Pero Osborn oyó que pronunciaban el nombre de Von Holden seguido inmediatamente de la palabra Fráulein, una mujer joven. Remmer no dijo nada y Osborn no preguntó, pero Remmer sabía, o le daba miedo, que Osborn hubiera oído que la Fráulein que acompañaba a Von Holden era Vera Monneray.
Y ahora, mientras Remmer interrogaba a los testigos, Osborn intentaba descifrar lo que oía. Pero le faltaban palabras para entenderlo cabalmente. La principal preocupación, había dicho Remmer después de la llamada, era la logística. Tal como él lo veía, Frankfurt era un nudo de enlace más que una terminal, lo cual significaba que Von Holden se dirigía a algún otro lugar. El aeropuerto distaba diez kilómetros de la estación de ferrocarril y un metro directo unía a ambos. Pero era evidente que los inspectores lo habían sorprendido o habría bajado del tren antes de llegar a Frankfurt. Después de matarlos, estaría sometido a una fuerte presión. Por lo tanto, era improbable que intentara coger un vuelo, especialmente en Frankfurt. Tenía dos alternativas: esconderse en la ciudad y esperar durante un tiempo o salir de allí utilizando otro medio de transporte. Esto último le ofrecía tres posibilidades, coche, tren o autobús. A menos que robara un coche o los esperara alguien, era difícil que optara por ese medio, porque no podría alquilarlo sin llamar la atención en el momento del trámite. Eso reducía las alternativas al autobús y al tren y planteaba un problema a la policía, porque Frankfurt tenía enlaces de autobús con doscientas ciudades en toda Europa. Habían buscado en todos los vehículos, pero era posible que por algún medio hubiesen burlado el cerco. Lo mismo sucedía con los trenes. Entre las siete veinte y las ocho y veinte, esa mañana habían salido veinticinco trenes y la búsqueda sólo había comenzado una vez acordonada la estación, a las siete y cuarenta y cinco. En los treinta minutos transcurridos entre los asesinatos y el acordonamiento, es decir, entre las siete y cuarto y las ocho menos cuarto, habían salido de Frankfurt dieciséis trenes. Los billetes de autobús tenían que comprarse con antelación y los taquilleras de las líneas no recordaban haber vendido pasaje a nadie que se pareciera a Von Holden. Los billetes de tren, por el contrario, solían adquirirse una vez el tren había salido. No se dejaría nada a la improvisación y la policía peinaría la ciudad de Frankfurt, vigilaría el aeropuerto durante varios días y seguiría buscando en trenes y autobuses. En cualquier caso, Remmer intuía que Von Holden había escapado en uno de los dieciséis trenes antes de que se acordonara la estación.