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Sólo en la última página de ese cuaderno se mostraba algo radicalmente distinto a todo lo demás: era el dibujo de una especie de loma y la entrada de una cueva. Allí, con una letra de niño, grande y redonda, Eugene había escrito:

La Verdadestá dentro de la roca, en la tierra que vio morir a Moisés.

Y, por debajo de esa frase, seis números, agrupados de tres en tres formando dos series:

31-46-24 35-45-17

La verdad dentro de la roca… Tierra que vio morir a Moisés… Esos seis números…

La roca. Moisés. Los números.

La roca era siempre símbolo de fortaleza y solidez. Su interior, la cueva o la gruta, simboliza el Universo y la iniciación. Los mayores sabios, como Pitágoras, recibieron la iluminación en el interior de una cueva. En la del monte Carmelo, los caballeros templarios eran iniciados en la orden. Para los alquimistas, la ciencia oculta estaba dentro de la madre tierra. Incluso era muy probable que Jesús no naciera en un pesebre, sino en una cueva, como se relataba en algunos textos apócrifos. El mismo Ignacio de Lo-yola, fundador de la Compañía de Jesús, de la que formaba parte Albert Cloister, recibió la iluminación en una cueva, a la que se retiró después de caer herido en una batalla.

Moisés había sido príncipe en Egipto, y había guiado a los judíos a su libertad y a la Tierra Prometida. La historia legendaria de la Biblia era conocida por todos. Moisés fue abandonado por su madre en una cesta de mimbre en el río Nilo, para evitar su muerte, y hallado luego por la hija del faraón. Para algunos historiadores, sin embargo, Moisés era de linaje egipcio; un egipcio que renegó de los suyos y se unió al pueblo judío, al que liberó de la esclavitud y del yugo de sus compatriotas. En todo caso, según el relato bíblico, Dios no le permitió llegar a la Tierra Prometida, ya que sólo pudo divisarla desde el monte Nebo, en la actual Jordania.

Una cueva en el monte Nebo.

Los números debían ser la solución definitiva al enigma. Dos seríes de tres números cada una. Como las cifras que establecen las coordenadas geográficas: los grados, los minutos y los segundos.

Capítulo 40

Jordania.

El polvo del camino se levantaba al paso de las ruedas como la espuma de las olas al romper. La temperatura era suave y el ambiente extremadamente seco. Era casi mediodía. Cloister partió de la localidad de Madaba hacía más de una hora, en dirección noroeste. En ese lugar había alquilado el único vehículo disponible, un Land Rover inglés que se caía a pedazos. Ahora, las coordenadas de su GPS le indicaron que estaba ya muy cerca de su destino. Y lo estaba, en efecto, en más de un sentido: allí lo esperaba su auténtico destino…

El vetusto motor del Land Rover tardó casi un segundo en pararse desde que el jesuita girara la llave de contacto. Por fin se detuvo entre convulsos petardeos. Le costó un triunfo arrancarlo en Madaba, pero le había llevado hasta donde quería ir, y eso era lo único importante. Cloister se bajó del coche con una botella de agua en la mano. Echó un largo trago y miró en derredor suyo. Consultó el GPS. El camino de tierra que discurría por una antigua vaguada había desembocado en un pequeño valle encajonado. Desde allí sólo se veían unas lomas estériles. En una de las laderas parecía haber una oquedad. La luz se perdía hacia el interior de la entrada a lo que parecía ser una cueva. Aquella imagen le recordaba -era- el último dibujo de Eugene.

El sacerdote ascendió por la ladera hasta alcanzar la oquedad. Las coordenadas del punto coincidían exactamente con el lugar que estaba buscando. Antes de entrar miró su mapa. Estaba a unos veinticinco kilómetros de Qumran, al igual que de Jericó, y a cincuenta de Jerusalén y de Belén. La Tierra Santa.

Tuvo que agacharse para entrar. La oscuridad inicial de la cueva empezaba a tornarse aceptable a los ojos del jesuíta. Por la abertura que daba al exterior, el sol penetraba hasta casi introducirse por los más recónditos lugares. Sólo cuando Cloister llegó al fondo y giró por el único camino posible, se hizo realmente necesario el haz de su linterna. Avanzó hasta el final del corredor, donde se producía una leve inclinación del suelo hacia abajo. Escrutó cuidadosamente las piedras y cada rincón de la cueva. Allí no parecía haber nada.

En realidad, no sabía lo que buscaba. Ni siquiera sabía si se había vuelto loco. Seguramente sí, se dijo. Loco de atar. Tras su conversación con Daniel y su breve encuentro con Audrey, justo antes de su muerte, se sentía embotado. Debía de haber perdido la razón para haber viajado hasta aquel lugar, y estar solo en medio del desierto, en la ladera del mítico monte Nebo, con la única compañía de un receptor GPS y un coche tan decrépito como el anciano árabe que se lo alquiló. Pero el hecho es que estaba allí y tenía que acabar lo que había empezado.

Al menos, sus deducciones habían sido acertadas. Las cifras del dibujo hecho por el hijo de la doctora Barrett eran, en efecto, unas coordenadas geográficas: la latitud y la longitud de un punto muy concreto, implícito también en el mensaje escrito en el mismo cuaderno de dibujo: el lugar que vio morir a Moisés. Después de acceder a las imágenes de satélite de la herramienta Google Earth, Cloister había comprobado las ocho ubicaciones a las que podían hacer referencia las coordenadas. Una de ellas señalaba el monte Nebo (con latitud norte y longitud este). Las otras siete opciones carecían de sentido: cuatro de ellas caían en medio del Atlántico, al sur de las Azores y frente a la costa suramericana; otras dos en el índico, entre Suráfrica y Madagascar; y la última en el Mediterráneo Oriental, cerca de la isla de Chipre.

Ante la imagen de aquel lugar desértico y agujereado como un queso de Gruyere, entre el valle del Jordán y el mar Muerto, Cloister no podía evitar acordarse de las viejas historias de Moisés y del Arca de la Alianza. Según la tradición, el libertador del pueblo judío de los egipcios contempló desde allí la Tierra Prometida antes de morir y ceder las riendas a Josué. También en ese lugar se suponía que fue enterrado Moisés. Pero más sorprendente era el mito de que el profeta Jeremías había escondido en una cueva el objeto más sagrado que tuvieron los antiguos judíos, el Arca de la Alianza, junto con el Altar de los Perfumes y el Tabernáculo, construido éste por Moisés para conmemorar el paso del mar Rojo.

La Biblia recogía, al respecto de lo que Jeremías había escondido en el monte Nebo, varias profecías. «Este lugar permanecerá desconocido hasta que Dios vuelva a reunir a su pueblo y tenga de él misericordia.» Y también, al Final de los Tiempos, una vez Dios congregue a su pueblo y revele el lugar en que se ocultan estos objetos, entonces «se mostrará su Gloria, así como la nube, como en el tiempo de Moisés y cuando Salomón pidió que el Templo fuera gloriosamente santificado».

Revelaciones de Dios, se dijo Cloister. Pero él iba en busca de revelaciones del Demonio.

Jadeante por la excitación, después de recorrer e inspeccionar la cueva un par de veces más, una roca grande le llamó la atención. Se hallaba al fondo, en la zona que descendía, y estaba rodeada por otras piedras más pequeñas. Esa formación parecía hecha por la mano del hombre. Se acercó a ella y se agachó. Retiró algunas de las piedras laterales. Con la luz de la linterna vio lo que parecía una ranura, a un lado. Trató de mover la gran roca, pero le resultó imposible. Se incorporó y echó su cuerpo hacia delante con el apoyo de los pies para hacer fuerza con su propio peso. De nuevo el esfuerzo resultó infructuoso.

Necesitaba ayudarse de alguna clase de herramienta. Regresó al Land Rover y buscó en el maletero. Estaba lleno de cachivaches y porquería. Por suerte, entre la mugre encontró una palanca de metal de unos cuarenta centímetros. También cogió un par de llaves grandes y volvió otra vez a la cueva. La rendija parecía profunda. Metió dentro la palanca hasta casi la mitad de su longitud y atravesó una de las llaves en su zona superior, curvada en forma de gancho. Tiró lo más fuertemente que pudo hasta que perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Por unos segundos se sintió aturdido, pero la adrenalina le hizo recobrarse cuando vio que la roca se había movido casi un palmo.