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– No lo sé, Joseph. Realmente no sé por qué Dios permite ese tipo de cosas.

– Cuando pase todo esto, quiero hacer feliz a esta mujer. Y a Eugene. Los médicos dicen que, en casos como el suyo, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que algún día pueda volver a ser relativamente normal. Es cara o cruz. Pero estoy convencido de que Eugene saldrá adelante. Parece un muchacho muy fuerte.

En ese momento, Audrey se despertó. Estaba débil y le costaba despabilarse. Por eso, Cloister, intervino diciendo:

– ¿Doctora Barrett? ¿Audrey? ¿Me oye?

– ¿Quién es… usted? -dijo ella, con su frágil voz, después de comprobar que el cuaderno de Eugene continuaba en su regazo.

– Soy sacerdote. El padre Albert Cloister. Me llamaron cuando usted desapareció, después del exorcismo de Daniel.

– ¿Un exorcismo? -exclamó inquisitivamente Joseph, pasmado.

El no sabía nada sobre ningún exorcismo.

– No podía… contártelo -dijo ella-. Perdóname, Joseph. Fue… Ya tendremos… tiempo para eso… ¿Qué es lo que… quiere, padre… Cloister?

El jesuíta miró a Audrey con la esperanza de que ella resolviera sus últimas dudas. Sólo había una pregunta que podía formularle. La respuesta a esa pregunta era lo único que le faltaba por saber, y que, sin duda, ella sabía.

– Necesito saber qué le dijo Daniel. ¿Qué le dijo al final del exorcismo? ¿Qué le dijo ese otro Daniel al oído, Audrey?

El bombero los miraba perplejo.

– Me dijo quién… me había… robado… a mi hijo.

– ¿Nada más? ¿Ninguna otra cosa?

– No. Yo… estoy… tan cansada…

Joseph apoyó la mano en el hombro del sacerdote y dijo:

– Ya ve qué no puede ayudarle, padre. Ahora, dejemos descansar a Audrey. Por favor.

Al bombero se le veía molesto. La madre Victoria no le contó toda la verdad la última vez que había hablado con ella en la residencia de ancianos. Puede que fuera absurdo, pero ahora comprendía que el exorcismo había sido el motivo de la desaparición de Audrey. No podía evitar decirse que quizá el desenlace habría sido distinto si la religiosa le hubiera hablado de ese exorcismo.

Cloister seguía necesitando respuestas. Daba igual lo que pensara el bombero. Pero antes de que pudiera abrir la boca, un pitido estridente les atravesó los tímpanos. La curva sinuosa que marcaba el ritmo cardíaco de Audrey se había disparado. Los latidos de su castigado corazón se multiplicaron. Estaba fibrilando.

– ¡UN MÉDICO! -gritó el bombero, paralizado en medio de la habitación.

Su grito se mezcló con nuevos pitidos que inundaron el aire. Los indicadores de las pantallas parecían haberse vuelto locos. Todos los sistemas vitales de Audrey estaban fallando.

La puerta de la habitación se abrió, con un portazo. Por ella entraron dos médicos y tres enfermeras.

– ¡Salgan de aquí! -ordenó una de ellas.

Pero Joseph Nolan y Albert Cloister no hicieron caso. Contemplaban ensimismados cómo el equipo médicotrataba frenéticamente de reanimar a Audrey. Los espasmos retorcían su cuerpo sin misericordia. El cuaderno de Eu-gene estaba ahora en el suelo. Una enfermera pisoteó sin darse cuenta sus páginas revueltas. El médico que estaba aplicando a Audrey el desfibrilador le dio una patada sin ser conciente de ello. El cuaderno fue a parar a los pies del sacerdote, justo cuando un nuevo pitido rasgaba el aire.

En el monitor cardíaco surgió una línea plana.

– ¡Ha entrado en paro total! ¡Desfibrilador! ¡A 250! ¡Rápido!

Durante varios minutos, los médicos lucharon por reanimar a Audrey. Por salvarle la vida. Pero todo fue en vano. Con un tenue suspiro, su alma se separó de su cuerpo. Y, en un gesto postrero, sus manos se abrieron como los pétalos de una rosa.

En ese momento, el agente Connors entró a trompicones en el cuarto, empuñando su arma. Había oído el alboroto desde el otro lado del pasillo, de regreso de la cafetería. Dentro vio cómo una enfermera apagaba los monitores, mientras sus compañeros abandonaban en silencio la habitación.

– Ha muerto -le dijo al policía uno de los médicos-. Guarde esa pistola. Esto es un hospital.

La voz de Joseph resonó desgarrada. Se había abrazado a Audrey y repetía entre sollozos:

– ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Dijeron que estabas fuera de peligro!

Cloister, aunque estaba aturdido por los acontecimientos, quiso acercarse para intentar consolarlo, pero una mano le aferró un brazo.

– Largúese ahora mismo de aquí -le dijo el policía.

– Lo siento mucho -murmuró el sacerdote.

– ¡Fuera! -insistió el agente.

Al dar el primer paso hacia la puerta, Cloister notó que su pie tropezaba con algo. Dirigió la mirada hacia el suelo, y vio que se trataba del cuaderno de Eugene, que antes Audrey protegía sobre su pecho. El cuaderno de su hijo. Debía de haberse caído de la cama durante las maniobras de reanimación. El jesuita se agachó para recogerlo, ganándose una nueva mirada furibunda del policía.

– Déme sólo un segundo para devolverle esto a… -dijo Cloister.

– Si no se marcha usted cagando leches, le juro que esta noche su culo dormirá en comisaría.

No tenía sentido insistir. El sacerdote se guardó el cuaderno en un bolsillo de su abrigo. Ya se lo haría llegar a Joseph más adelante, cuando las cosas se calmaran. Cloister salió de la habitación, seguido de cerca por el policía. A su espalda, lo último que le oyó musitar al bombero fue: «Cuidaré de Eugene. Te lo prometo».

El agente Connors escoltó al sacerdote hasta los ascensores. Cloister descendió al vestíbulo y salió del edificio. Afuera había empezado a llover y hacía frío. Fue hasta la entrada del hospital y tomó un taxi. Había decidido regresar a Boston. Aquí ya no había nada para él.

No podía creer que todo hubiera terminado de ese modo. Nunca pensó que su búsqueda quedaría incompleta. Y ahora ya no le restaba ninguna esperanza de conseguir su propósito. La doctora Barrett había muerto. Cloister se preguntó cómo era eso posible. Pero no encontró ninguna respuesta.

El taxi se detuvo varias manzanas más adelante. Una hilera interminable de coches colapsaba la calle. Pero al jesuíta no le importó. Tenía todo el tiempo del mundo. Aunque a partir de esa noche ya no sabría qué hacer con él. La verdad que buscaba con tanto ahínco, y que había estado tan cerca de desvelar, se le había escurrido entre los dedos.

– ¿No tendrá usted un cigarrillo? -le preguntó al taxista.

– Está de suerte -dijo el hombre, alargándole un paquete arrugado de Marlboro-. Sírvase usted mismo. Esto va para largo.

Cloister examinó sus bolsillos en busca del encendedor. En uno de ellos, su mano se topó con algo rugoso y rígido. Era el cuaderno de Eugene. Se había olvidado por completo de él.

Con el cigarrillo sin encender en la boca, el jesuíta abrió el cuaderno por la primera página y empezó a ojearlo; distraídamente, al principio, mientras seguía palpándose la ropa para encontrar su mechero. Aunque no tardó en olvidarse de éste. Los dibujos de Eugene eran… Aquellos dibujos eran sorprendentes. Resultaba admirable que el muchacho tuviera una técnica tan perfecta. Los dibujos mostraban un nivel asombroso de detalle. Eran tan… reales…

Había un patrón en esos dibujos. En el cuaderno. El sacerdote fue dándose cuenta de ello progresivamente, con cada nueva página que pasaba ante sus ojos.

Varios de los dibujos se repetían. En realidad, todos los dibujos eran el mismo. Visiones distintas o desde diferentes perspectivas de una misma cosa. Eugene la repetía una y otra vez a lo largo de las páginas. Obsesivamente. Se trataba de un convento. Un convento que el padre Cloister conocía. Estaba seguro.

¡El monte Nebo!

Había estado equivocado todo el tiempo. Esa realidad lo golpeó como un mazo. La clave nunca estuvo en Audrey. Ella, Joseph Nolan, la madre Victoria, Daniel, él mismo, y quizá hasta los propios Lobos de Dios, habían sido los engranajes de la máquina. Le pareció que habían transcurrido meses desde sus comunicaciones con la entidad en la cripta del edificio Vendange. Sin embargo, tenía en la mano aquello sobre cuyo rastro le había puesto. En realidad habían sido años, experiencias en medio mundo, lo que, en conjunto, lo llevaron hasta ese preciso lugar en ese preciso momento. Nada ocurre por azar. El cuaderno de Eugene no había llegado hasta él por casualidad.