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Era de día. Hasta la noche más larga acaba siempre por terminar. Y la noche anterior había sido muy larga. De las más largas que el bombero Joseph Nolan recordaba. Llegaron a juntarse diez camiones cisterna, pero por fin contuvieron el incendio. Todo estaba arrasado, sin embargo. De lo que fue un hermoso lugar de oración sólo restaba una pila ennegrecida de escombros todavía humeantes. Se repitió que jamás había visto al fuego ensañarse de ese modo con ningún edificio. Algo así debió de ocurrir en 1972, cuando nueve camaradas cayeron en el incendio del edificio Vendange, incluido el padre de Joseph. Fue la mayor tragedia del departamento de bomberos de Boston.

Hacía calor, pero él sintió un escalofrío. Le dolía la espalda, y de vez en cuando le sobrevenía un ataque de tos. Nada grave, en el fondo. El médico le dijo que había tenido suerte: si hubiera tragado un poco más de humo, ahora estaría como Daniel… Pobre hombre. Después de que la ambulancia se lo llevara, se enteró de que era retrasado mental y de que no había nada en este mundo a lo que tuviera más aprecio que a una planta que poseía: su rosa. La maldita rosa que por poco les cuesta la vida a ambos, que quizá iba a costarle la vida a Daniel.

El bombero no estaba seguro de qué hacía allí. El no era de los que vuelven al «lugar del crimen». Después de salir vivo de un incendio lo único que deseaba era olvidarlo todo, abrazar a sus hijos y regresar a casa. Nada más. Pero hoy no había podido resistir el impulso.

Rodeó el edificio por el lado izquierdo, como hizo esa noche, y llegó hasta los restos calcinados de lo que fuera el hogar de Daniel, un antiguo establo que compartía con sacos de tierra y abono, y con las herramientas propias de su trabajo de jardinero del convento. Se subió al montículo de escombros. De él sobresalían maderas ennegrecidas, como una hilera de dientes putrefactos. Un pájaro se posó sobre una de ellas. La vida siempre continúa. El bombero lo asustó al moverse y el pequeño animal voló hasta un resto de la antigua pared. Fue entonces cuando la vio.

Era una maceta. Joseph se aproximó hasta ella, espantando de nuevo al pájaro, que pareció dirigirle esta segunda vez una mirada de reproche. Por alguna milagrosa razón, la maceta y su planta se hallaban intactas. Pero la rosa de Daniel no era más que un palo seco y muerto. Ya lo era antes del incendio.

Capítulo 2

España, cinco años atrás.

Los mares de cereal desplegaban su áureo manto sobre las tierras monótonas y pobres de la provincia de Ávila. El Seat Toledo de color negro aminoró la marcha al pasar frente al cementerio de un pueblecito castellano, Horcajo de las Torres. Estaba en un terreno algo apartado del pueblo propiamente dicho. Lo circundaba una tapia blanqueada con cal, sólo abierta en una amplia puerta protegida por una verja de hierro.

El automóvil siguió avanzando hasta el pueblo y se detuvo en la plaza de la iglesia. Una vez allí, el conductor, elegantemente ataviado de uniforme, descendió del vehículo y abrió la puerta trasera a sus ocupantes, un grueso obispo y un sacerdote joven. Ambos bajaron del coche con paso quedo. El viaje desde Madrid no superaba la hora y media, pero la salud del obispo estaba muy deteriorada por la edad y la acumulación de grasa. Algo mareado, dio un mal paso al salir del coche, y el chófer tuvo que tenderle la mano para evitar que cayera sobre el empedrado de la plaza.

– Antonio, por favor -dijo el obispo-, ve a un bar y compra unos refrescos. Este calor es insoportable…

El obispo sudaba copiosamente. Se descubrió y se frotó la brillante calva con la palma de la mano. El otro sacerdote, de piel clara y ojos azules, le miró con gesto de leal condescendencia.

Enseguida volvió el conductor trayendo consigo unos botellines fríos. La chica del bar salió a ver qué personaje importante había llegado al pueblo. También se asomaron para curiosear los vejetes que a esa hora de la tarde echaban su partida de dominó. Vieron cómo el obispo y el sacerdote se encaminaban a la iglesia. Ahora comprendieron, pues lo habían oído en la última misa: eran los enviados de la Santa Sede para el proceso de canonización de don Higinio, quien fuera párroco de Horcajo de las Torres hasta su muerte, en los comienzos de la Guerra Civil española. El obispo era, sin duda, el clérigo encargado de hacer las últimas investigaciones para demostrar si la santidad de un hombre o una mujer era merecida.

Las gentes del pueblo se confundían en parte: el obispo era un acompañante impuesto por la Iglesia española. El enviado de la Congregación para las Causas de los Santos era el cura más joven, un jesuíta norteamericano que servía en Roma, llamado Albert Cloister. Su misión era exhumar los restos de don Higinio, beato desde hacía ya algunos años y con fama de santidad en toda la región. Su bondad, su alma pura, le hizo precisamente más proclive a los ataques del Maligno. Una intensa lucha interior lo llevó a la victoria con la ayuda de Dios, pero no pudo librarse de padecer estigmas en las palmas de sus manos.

La Iglesia considera a los estigmatizados como receptores de un don divino. Poco después de su fallecimiento, una anciana se encomendó a él para que salvara a su nieta, una niña de ocho años víctima de una enfermedad ósea, entonces incurable, que amenazaba con condenarla a una decrepitud prematura y a la muerte. La niña sanó sin que los médicos que la trataban pudieran dar una explicación científica satisfactoria. Cinco años después, el caso se había repetido en la persona de un hombre fervoroso que, siendo un muchacho, quedó paralítico al caer por un barranco. Desde que le ocurrió, rogaba cada día a don Higinio, sin excepción, que intercediera por él ante el Señor para que le librara de sus lesiones. El milagro tardó en producirse diez años, diez años exactamente. En el décimo aniversario de su caída, el hombre recuperó la capacidad de caminar cuando los doctores habían asegurado que tenía seccionada la médula ósea y ya nunca volvería a levantarse de su postración.

La parroquia de Horcajo, consagrada a san Julián y a santa Basilisa, estaba ahora regida por un severo y reaccionario sacerdote castellano, tan viejo como los muros de la iglesia. Hasta hacía unos meses tuvo como coadjutor a un jovenzuelo de Madrid que murió de una leucemia, y aún no había recibido un sustituto. Y quizá no lo recibiese, por lo pequeño del pueblo y la escasez de vocaciones en esos años de libertinaje y de internet. La Red Global era uno de los blancos favoritos de sus iras. «Ahí está el mal -decía-, la perversión que inunda el mundo.» También el curón pensaba a menudo en los cantantes modernos, e imaginaba a la «juventud» de las ciudades como manadas de pichones alocados y con el pelo largo, borrachos y drogadictos, seguidos por chiquillas vestidas con ropas provocativas y aire alelado. Se lamentaba de que ya no hubiera autoridad para frenar aquel despropósito…

– Cuánto me alegro de verle, monseñor -saludó el párroco al obispo-. Y también a usted, padre Cloistre. ¿Han tenido buen viaje?

– Un poco pesado y caluroso -contestó el obispo tendiendo su anillo al sacerdote, que flexionó su pierna derecha y lo besó mientras hacía la reverencia preceptiva.

Al padre Cloister, el cura le dio la mano con cierto recelo, el que sentía por todo lo foráneo. Además, le parecía demasiado joven para una tarea de tanta responsabilidad.

– Pongámonos manos a la obra cuanto antes, se lo ruego -dijo el jesuíta-. Debo estar de regreso en Roma para asistir mañana temprano a una recepción del Santo Padre.

La mención al Papa hizo abrir la boca al viejo párroco, que pronunció un leve «¡Oh!», al tiempo que echaba su cuerpo hacia atrás. Recobrado de su candida expresión de admiración, asintió y dijo:

– Por supuesto. Si son tan amables de acompañarme, los guiaré hasta el cementerio. He avisado a los sepultureros que estuvieran dispuestos para la exhumación.