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– ¡John! -osó decir una vocecilla que quería congraciarse al Salvaje, desde el baño-. ¡John! ¡Oh, tú, cizaña, que eres tan bella y hueles tan bien que los sentidos se perecen por ti! ¿Para escribir en él "ramera" fue hecho tan bello libro?

El cielo se tapa la nariz ante ella…

Pero el perfume de Lenina todavía flotaba a su alrededor, y la chaqueta de John aparecía blanca de los polvos que habían perfumado su aterciopelado cuerpo.

Impúdica zorra, impúdica zorra, impúdica zorra. El ritmo inexorable seguía martilleando por su cuenta. Impúdica…

– John, ¿no podrías darme mis ropas?

El Salvaje recogió del suelo los pantalones acampanados, la blusa y la prenda interior.

– ¡Abre! -ordenó, pegando un puntapié a la puerta.

– No, no quiero.

La voz sonaba asustada y desconfiada.

– Bueno, pues, ¿cómo podré darte la ropa?

– Pásala por el ventilador que está en lo alto de la puerta.

John así lo hizo, y después reanudó su impaciente paseo por la estancia. Impúdica zorra, impúdica zorra… El demonio de la Lujuria, con su redondo trasero y su dedo de patata…

– John.

El Salvaje no contestaba. Redondo trasero y dedo de patata.

– John…

– ¿Qué pasa? -preguntó John, ceñudo.

– ¿Te… te importaría darme mi cartuchera malthusiana?

Lenina permaneció sentada escuchando el rumor de los pasos en el cuarto contiguo y preguntándose cuánto tiempo podría seguir John andando de un lado pará otro, si tendría que esperar a que saliera de su piso, o si, dejándole un tiempo razonable para que se calmara un tanto su locura, podría abrir la puerta del lavabo y salir a toda prisa.

Sus inquietas especulaciones fueron interrumpidas por el sonido del teléfono en el cuarto contiguo. El paseo de John se interrumpió bruscamente. Lenina oyó la voz del Salvaje dialogando con el silencio.

– Diga…

– Sí…

– Si no me usurpo el título a mí mismo, yo soy…

– Sí, ¿no me oyó? Mr. Salvaje al habla…

– ¿Cómo? ¿Quién está enfermo? Claro que me interesa…

– Pero, ¿es grave? ¿Está mala de verdad? Iré inmediatamente…

– ¿Que ya no está en sus habitaciones? ¿Adónde la han llevado.

– ¡Oh, Dios mío: ¡Déme la dirección!

– Park Lane, tres, ¿no es eso? ¿Tres? Gracias.

Lenina oyó el ruido del receptor al ser colgado, y unos pasos apresurados. Una puerta se cerró de golpe.

Siguió un silencio. ¿Se habría marchado John?

Con infinitas precauciones, Lenina abrió la puerta medio centímetro y miró por la rendija; la visión del cuarto vacío la tranquilizó un tanto; abrió un poco más y asomó la cabeza; finalmente, entró de puntillas en el cuarto; se quedó escuchando atentamente, con el corazón desbocado; después echó a correr hacia la puerta de salida, la abrió, se deslizó al pasillo, la volvió a cerrar de golpe, y siguió corriendo. Y hasta que se encontró en el ascensor, bajando ya, no empezó a sentirse a salvo.

CAPITULO XIV

El Hospital de Moribundos, de Park Lane, era una torre de sesenta plantas, recubierto de azulejos color de prímula. Cuando el Salvaje se apeó del taxicóptero, un convoy de vehículos fúnebres aéreos, pintados de alegres colores, despegó de la azotea y voló en dirección a poniente, rumbo al Crematorio de Slough, cruzando el parque. Ante la puerta del ascensor, el portero principal le dio la información requerida, y John bajó a la sala 81 (la Sala de la senilidad galopante, como le explicó el portero), situada en el piso séptimo.

Era una vasta sala pintada de amarillo y brillantemente iluminada por el sol, que contenía una veintena de camas, todas ellas ocupadas. Linda agonizaba en buena compañía; en buena compañía y con todos los adelantos modernos. El aire se hallaba constantemente agitado por alegres melodías sintéticas. A los pies de la cama, de cara a su moribundo ocupante, había un aparato de televisión. La televisión funcionaba, como un grifo abierto, desde la mañana a la noche. Cada cuarto de hora, por un procedimiento automático se variaba el perfume de la sala.

– Procuramos -explicó la enfermera que había recibido al Salvaje en la puerta-, procuramos crear una atmósfera tan agradable como sea posible, algo así como un intercambio entre un hotel de primera clase y una sala de sensorama, ¿comprende lo que quiero decir?

– ¿Dónde está Linda? -preguntó el Salvaje, haciendo caso omiso de tan corteses explicaciones.

La enfermera se mostró ofendida.

– Lleva usted mucha prisa -dijo.

– ¿Cabe alguna esperanza? -preguntó John.

– ¿De que no muera, quiere decir?

– John afirmó. No, claro que no. Cuando envían a alguien aquí, no hay…

– Sorprendida ante la expresión de dolor y la palidez del rostro del muchacho, la enfermera se interrumpió-.

Bueno, ¿qué le pasa? -preguntó. No estaba acostumbrada a aquellas reacciones en sus visitantes, que, por cierto, eran muy escasos, como es lógico-. No se encontrará mal, ¿verdad?

John denegó con la cabeza.

– Es mi madre -dijo, con voz apenas audible.

La enfermera le miró con ojos aterrorizados, llena de sobresalto, e inmediatamente desvió la mirada, sonrojada como una ascua.

– Acompáñeme a donde está Linda -dijo el Salvaje, haciendo un esfuerzo por hablar en tono normal.

Sin perder su sonrojo, la enfermera lo llevó hacia el otro extremo de la sala. Rostros todavía lozanos y sonrosados (porque la sensibilidad era un proceso tan rápido que no tenía tiempo de marchitar las mejillas, y sólo afectaba al corazón y el cerebro) se volvían a su paso. Su avance era seguido por los ojos impávidos, sin expresión, de unos seres sumidos en la segunda infancia. El Salvaje, al mirar a aquellos agonizantes, se estremeció.

Linda yacía en la última cama de la larga hilera, contigua a la pared. Recostada sobre unas almohadas, contemplaba las semifinales del Campeonato de tenis Riemann Sudamericano, que se jugaba en silenciosa y reducida reproducción en la pantalla del aparato de televisión instalado a los pies de su cama. Las pequeñas figuras corrían de un lado a otro del pequeño rectángulo del cristal iluminado, sin hacer ruido, como peces en un acuario: habitantes mudos, pero agitados, de otro mundo.

Lindá contemplaba el espectáculo sonriendo vagamente, sin comprender. Su rostro pálido y abotagado, mostraba una expresión de estupidizada felicidad. De vez en cuando sus párpados se cerraban, y parecía adormilarse por unos segundos. Después, con un ligero sobresalto, se despertaba de nuevo, y volvía al acuario de Ios Campeonatos de Tenis, a la versión que ofrecía la Super-Voz -Wurlitzeriana de Abrázame hasta drogarme, amor mío, al cálido aliento de verbena que brotaba el ventilador colocado por encima de su cabeza. Despertaba a todo esto, o, mejor, a un sueño del cual formaba parte todo esto, transformado y embellecido por el soma que circulaba por su sangre, y sonreía con su sonrisa quebrada y descolorida de dicha infantil.

– Bueno, tengo que irme -dijo la e nfermera.Está a punto de llegar el grupo de niños. Además, debo atender al número 3. -Y señaló hacia un punto de la sala-. Morirá de un momento a otro. Bueno, está usted en su casa.

Y se alejó rápidamente.

El Salvaje tomó asiento al lado de la cama.

– Linda -murmuró, cogiéndole una mano.

Al oír su nombre, la anciana se volvió. En sus ojos brilló el conocimiento. Apretó la mano de su hijo, sonrió y movió los labios; después, súbitamente, la cabeza le cayó hacia delante. Se había dormido. John permaneció a su lado, mirándola, buscando a través de aquella piel envejecida -y encontrándola-, aquella cara joven, radiante, que se asomaba sobre su niñez, en Malpaís, recordando (y John cerró los ojos) su voz, sus movimientos, todos los acontecimientos de su vida en común. Arre, estreptococos, a Banbury-T… ¡Qué bien cantaba su madre! Y aquellos versos infantiles, ¡cuán mágicos y misteriosos se le antojaban!