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Pero el placer que proporcionan compensa sobradamente. Esto es lo que me pasa. Barrería los suelos por ti, si lo descaras.

– ¡Pero, si aquí tenemos aspiradoras! -dijo Lenina, asombrada-. No es necesario.

– Ya, ya sé que no es necesario. Pero se puede ejecutar ciertas bajezas con nobleza. Me gustaría soportar algo con nobleza. ¿Me entiendes?

– Pero si hay aspiradoras…

– No, no es esto.

– … y semienanos Epsilones que las manejan -prosiguió Lenina-, ¿por qué…?

– ¿Por qué? Pues… ¡por ti! ¡Por ti! Sólo para demostrarte que yo…

– ¿Y qué tienen que ver las aspiradoras con los leones…?

– Para demostrarte cuánto…

– … o con el hecho de que los leones se alegren de verme?

Lenina se exasperaba progresivamente.

– …para demostrarte cuánto te quiero, Lenina -estalló John, casi desesperadamente.

Como símbolo de la marea ascendente de exaltación interior, la sangre subió a las mejillas de Lenina.

– ¿Lo dices de veras, John?

– Pero no quería decirlo -exclamó el Salvaje, uniendo con fuerza las manos en una especie de agonía-. No quería decirlo hasta que… Escucha, Lenina; en Malpaís la gente se casa.

– ¿Se qué?

De nuevo la irritacióri se había deslizado en el tono de su voz. ¿Con qué le salía ahora?

– Se unen para siempre. Prometen vivir juntos para siempre.

– ¡Qué horrible idea!

Lenina se sentía sinceramente disgustada.

– Sobreviviendo a la belleza exterior, con un alma que se renueva más rápidamente de lo que la sangre decae…

– ¿Cómo?

– También así lo dice Shakespeare. Si rompes su nudo virginal antes de que todas las ceremonias santificadoras puedan con pleno y solemne rito…

– ¡Por el amor de Ford, John, no digas cosas raras! No entiendo una palabra de lo que dices. Primero me hablas de aspiradoras; ahora de nudos. Me volverás loca. -Lenina saltó sobre sus pies, y, como temiendo que John huyera de ella físicamente, como le huía mentalmente, lo cogió por la muñeca-. Contéstame a esta pregunta: ¿me quieres realmente? ¿Sí o no?

Se hizo un breve silencio; después, en voz muy baja, John dijo:

– Te quiero más que a nada en el mundo.

– Entonces, ¿por qué demonios no me lo decías -exclamó Lenina; y, su exasperación era tan intensa que clavó las uñas en la muñeca de John en lugar de divagar acerca de nudos, aspiradoras y leones y de hacerme desdichada durante semanas enteras?

Le soltó la mano y lo apartó de sí violentamente.

– Si no te quisiera tanto -dijo-, estaría furiosa contigo.

Y, de pronto, le rodeó el cuello con los brazos; John sintió sus labios suaves contra los suyos. Tan deliciosamente suaves, cálidos y eléctricos que inevitablemente recordó los besos de Tres semanas en helicóptero. ¡Oooh! ¡Oooh!, la estereoscópica rubia, y ¡Aaah!, iaaah!, el negro super-real. Horror, horror, horror… John intentó zafarse del abrazo, pero Lenina lo estrechó con más fuerza.

– ¿Por qué no me lo decías? -susurró, apartando la cara para poder verle.

Sus ojos aparecían llenos de tiernos reproches.

Ni la mazmorra más lóbrega, ni el lugar más adecuado -tronaba poéticamente la

voz de la conciencia-, ni la más poderosa sugestión de nuestro deseo. ¡Jamás,

jamás!, decidió John.

– ¡Tontuelol -decía Lenina-. ¡Con lo que yo te deseaba! Y si tú me deseabas también, ¿por qué no…?

– Pero, Lenina… -empezó a protestar John.

Y como inmediatamente Lenina deshizo su abrazo y se apartó de él, John pensó por un momento que había comprendido su muda alusión.

Pero cuando Lenina se desabrochó la cartuchera de charol blanco y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla, John empezó a sospechar que se había equivocado.

– ¡Lenina! -repitió, con aprensión.

Lenina se llevó una mano al cuello y dio un fuerte tirón hacia abajo. La blanca blusa de marino se abrió por la costura; la sospecha se transformó en certidumbre.

– Lenina, ¿qué haces?

¡Zas, zas! La respuesta de Lenina fue muda. Emergió de sus pantalones acampanados. Su ropa interior, de una sola pieza, era como una leve cáscara rosada. La T de oro del Archichantre Comunal brillaba en su pecho.

Por esos senos que a través de las rejas de la ventana penetran en los ojos de los hombres… Las palabras cantarinas, tonantes, mágicas, la hacían aparecer doblemente peligrosa, doblemente seductora. ¡Suaves, suaves, pero cuán penetrantes! Horadando la razón, abriendo túneles en las más firmes decisiones… Los juramentos más poderosos son como paja ante el fuego de la sangre. Abstente, o de lo contrario…

¡Zas! La rosada redondez se abrió en dos, como una manzana limpiamente partida. Unos brazos que se agitaban, el pie derecho que se levanta; después el izquierdo, y la sutil prenda queda en el suelo, sin vida y como deshinchada.

Con los zapatos y las medias puestas y el gorrito ladeado en la cabeza, Lenina se acercó a él:

– ¡Amor mío, si lo hubieses dicho antes!

Lenina abrió los brazos.

Pero en lugar de decir también: ¡Amor mío! y de abrir los brazos, el Salvaje retrocedió horrorizado, rechazándola con las manos abiertas, agitándolas como para ahuyentar a un animal intruso y peligroso.

Cuatro pasos hacia atrás, y se encontró acorralado contra la pared.

– ¡Cariño! -dijo Lenina; y, apoyando las manos en sus hombros, se arrimó a él-. Rodéame con tus brazos -le ordenó-. Abrázame hasta drogarme, amor mío.

– También ella tenía poesía a su disposición, conocía palabras que cantaban, que eran como fórmulas mágicas y batir de tambores-. Bésame. -Lenina cerró los ojos, y dejó que su voz se convirtiera en un murmullo soñoliento-. Bésame hasta que caiga en coma. Abrázame, amor mío…

El Salvaje la cogió por las muñecas, le arrancó las manos de sus hombros y la apartó de sí a la distancia cle un brazo.

– ¡Uy, me haces daño, me… oh!

Lenina calló súbitamente. El terror le había hecho olvidar el dolor. Al abrir los ojos, había visto el rostro de John; no, no el suyo, sino el de un feroz desconocido, pálido, contraído, retorcido por un furor demente.

– Pero, ¿qué te pasa, John? -susurró Lenina.

El Salvaje no contestó. Se limitó a seguir mirándola a la cara con sus ojos de loco. Las manos que sujetaban las muñecas de Lenina temblaban. John respiraba afanosamente, de manera irregular. Débil, casi imperceptiblemente, pero aterrador, Lenina oyó de pronto su crujir de dientes.

– ¿Qué te pasa? -dijo casi en un chillido.

Y, como si su grito lo hubiese despertado, John la cogió por los hombros y empezó a sacudirla.

– ¡Ramera! -gritó-. ¡Ramera! ¡Impúdica buscona!

– ¡Oh, no, no…! -protestó Lenina, con voz grotescamente entrecortado por las sacudidas.

– ¡Ramera!

– ¡Por favooor!

– ¡Maldita ramera!

– Un graamo es meejor… -empezó Lenina.

El Salvaje la arrojó lejos de sí con tal fuerza que Lenina vaciló y cayó.

– Vete -gritó John, de pie a su lado, amenazadoramente-. Fuera de aquí, si no quieres que te mate.

Y cerró los puños. Lenina levantó un brazo para protegerse la cara.

– No, por favor, no, John…

– ¡De prisa! ¡Rápido!

Con un brazo levantado todavía y siguiendo todos los movimientos de John con ojos de terror, Lenina se puso en pie, y semiagachada y protegiéndose la cabeza echó a correr hacia el cuarto de baño.

El ruido de la prodigiosa palmada con que John aceleró su marcha sonó como un disparo de pistola.

– ¡Oh! -exclamó Lenina, pegando un salto hacia delante.

Encerrada con llave en el cuarto de baño, y a salvo, Lenina pudo hacer inventario de sus contusiones. De pie, y de espaldas al espejo, volvió la cabeza. Mirando por encima del hombro pudo ver la huella de una mano abierta que destacaba muy clara, en tono escarlata, sobre su piel nacarada. Se frotó cuidadosamente la parte dolorida.

Fuera, en el otro cuarto, el Salvaje medía la estancia a grandes pasos, de un lado para otro, al compás de los tambores y la música de las palabras mágicas. El reyezuelo se lanza a ella, y la dorada mosquita se comporta impúdicamente ante mis ojos. Enloquecedoramente, las palabras resonaban en sus oídos. Ni el vaso ni el sucio caballo se lanzan a ello con apetito más desordenado. De cintura para abajo son centauros, aunque sean mujeres de cintura para arriba. Hasta el ceñidor, son herederas de los dioses. Más abajo, todo es de los diablos. Todo: infierno, tinieblas, abismo sulfuroso, ardiente, hirviente, corrompido, consumido; ¡uf! Dame una onza de algalia, buen boticario, para endulzar mi imaginación.