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De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.

– ¡Oh, basta, basta! -imploro.

Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto el muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y súbitamente los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito unánime de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante, recogieron las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y niños, todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo sitio donde se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron de una de las casas, y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la guardia un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.

Lenina todavía sollozaba.

– ¡Qué horrible! -repetía una y otra vez, ante los vanos consuelos de Bernard-. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre!

– Se estremeció. ¡Y no tener ni un gramo de soma!

En la habitación interior se oyeron unos pasos.

El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.

– Hola. Buenos días -dijo el desconocido, en un inglés correcto, pero algo peculiar-. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?

– Pero, ¿quién demonios…? -empezó Bernard, asombrado.

El joven suspiró y meneó la cabeza.

– El más desdichado de los caballeros -dijo. Y, señalando las manchas de sangre del centro de la plaza, añadió-: ¿Ven ustedes esa maldita mancha?

Y en su voz temblaba la emoción.

– Un gramo es mejor que un taco -dijo Lenina, maquinalmente, sin apartar las manos de su rostro-. ¡Ojalá tuviera un poco de soma! -Yo debía estar allá -prosiguió el joven-. ¿Por qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince. Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares multitudinarios. -Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los dejó caer con desesperación-. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.

Las lácrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.

El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma. Descubrió su rostro y, por primera vez, miró al desconocido.

– ¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?

Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.

– Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin gritar. Sí -y su voz, súbitamente, cobró una nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantando el mentón en actitud de orgullo y de reto-, para demostrarles que soy hombre… ¡Oh!

Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera vez en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa novedad!) era de benévolo interés.

Lenina le sonreía: ¡Qué chico tan guapo! -pensaba-. Tiene un cuerpo realmente hermoso. La sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que volver la cara y fingir que miraba con gran interés algo situado en el otro extremo de la plaza.

Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.

¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y él -Linda era su madre (la palabra puso muy violenta a Lenina)eran extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes de que él naciera, con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó el oído.) Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y al caer por un barranco se había herido en la cabeza.

– Siga, siga -dijo Bernard, lleno de excitación.

Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, Thomas era el nombre de pila del D.I.C.). Debió de haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.

– Y así nací en Malpaís -concluyó el joven-.

En Malpaís.

Y movió la cabeza.

¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!

Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura. Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y aparecía llena de moscas.

– ¡Linda! -llamó el muchacho.

Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:

– ¡Voy!

Esperaron. En el suelo veíanse unas escudillas que contenían los restos de un

ágape, o acaso de varios.

La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el color de los que quedaban… Se estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda! Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con manchas purpúreas! ¡Y aquellas venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y aquel cuello…! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas… ¡Oh, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y… (¡Ford! ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera podido marearse)… y la estrechó contra su vientre, contra su pecho, y empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándole.

Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.

– ¡Oh, querida! -El torrente de palabras fluía entre sollozos-. ¡Si supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una prenda de auténtica seda al acetato. -Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus uñas aparecían negras-. ¡Y esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa! ¿Sabes? Todavía tengo mis vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! -Y de nuevo se echó a llorar-. Supongo que John ya os lo ha contado. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un muchacho que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el peyotl marca; además, al día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y lo estaba mucho. Piénsalo por un momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio.

– La sugerencia hizo estremecer a Lenina-. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los ejercicios malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no había ni un solo Centro Abortivo.