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Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina comprendió que eran serpientes.

– No me gusta -exclamó Lenina-. No me gusta.

Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas… Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un pañuelo a la nariz.

– Pero, ¿cómo pueden vivir así? -estalló.

En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no era posible.

Bernard se encogió filosóficamente de hombros.

– Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así -dijo-. Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.

– Pero la limpieza nos acerca a la fordeza -insistió Lenina.

– Sí, y civilización es esterilización -prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico, la segunda lección hipnopédica de higiene elemental-. Pero esta gente no ha oído hablar jamás de Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que…

– ¡Oh, mira! -exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.

Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía muy arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a ambos lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar otro paso.

– Pero, ¿qué le pasa? -susurró Lenina.

En sus ojos se leía el horror y el asombro.

– Nada; sencillamente, es viejo -contestó Bernard, aparentando indiferencia, aunque no sentía tal.

– ¿Viejo? -repitió Lenina-. Pero… también el director es viejo; muchas personas son viejas; pero no son así.

– Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades. Mantenernos sus secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que conserven la juventud. No permitimos que su equilibrio de magnesio-calcio descienda por debajo de lo que era en los treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven. Estimulamos de manera permanente su metabolismo. Por esto no tienen este aspecto. En parte -agregó- porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta hasta los sesenta años, y después, ¡plas!, el final.

Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando lentamente. Al fin, sus pies tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo de las profundas órbitas los ojos aparecían extraordinariamente brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión alguna, sin sorpresa, como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y se fue.

– Pero, -¡esto es terrible! -susurró Lenina-. ¡Horrible! No debimos haber venido.

Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para descubrir que, por un olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en la hospedería. También los bolsillos de Bernard se hallaban vacíos.

Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda alguna. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin deseanso. El espectáculo de dos mujeres jovenes que amamantaban a sus hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás indecencia como aquella. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena vivípara.

– ¡Qué relación tan maravillosamente íntima! -dijo, en un tono deliberadamente ofensivo-. ¡Qué intensidad de sentimientos debe generar! A menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te havas perdido algo al no ser madre, Lenina. Imagínáte a ti misma sentada aquí, con un hijo tuyo…

– ¡Bernard! ¿Cómo puedes…?

El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la piel la distrajo de su indignación.

– Vámonos -imploró-. No me gusta nada. Pero en aquel momento su guía volvió, e, invitándóles a seguirle, abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo perpendicularmente, y después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard hicieron lo que el hombre les había ordenado por señas; treparon por la escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a una estancia larga y estrecha, muy oscura, y que hedía a humo, a grasa frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la estancia se abría otra puerta a través de la cual les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y cercano, de los tambores.

Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto situado en el centro de la plaza había dos plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente, eran los tejados de dos cámaras subterráneas, porque en el centro de cada plataforma había una escotilla abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas salía un débil son de flautas casi ahogado por el redoble incesante de los tambores.

Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces masculinas gritando briosamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un silencio, el silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido desafinado, la respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los tambores; y una vez más la salvaje afirmación de virilidad de los hombres.

Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los vestidos, y los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no resultaba especialmente raro.

– Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior -dijo a Bernard.

Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes funciones. Porque, de pronto, de aquellos sótanos circulares había brotado un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con máscaras horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían comenzado a bailar una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y más vueltas, cada vez un poco más de prisa; los tambores habían cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la fiebre en los oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con los danzarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había chillado, y luego otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el que conducía a los danzarines se destacó de la hilera, corrió hacia una caja de madera que se hallaba en un extremo de la plaza, levantó la tapa y sacó de ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido brotó de la multitud, y todos los demás danzarines corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre arrojó las serpientes a los que llegar on primero y se volvió hacia la caja para coger más. Más y más, serpientes negras, pardas y moteadas, que iba arrojando a los danzarines. Después la danza se reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas, con sus serpientes en las manos y serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal y, una tras otra, todas las serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió del subterráneo y les arrojó harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les arrojó agua de un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo un silencio absoluto terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles, desde abajo, emergieron, de una de ellas la imagen pintada de una águila, y de la otra de un hombre desnudo y clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron Suspendidas aparentemente en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El anciano dio una palmada. Completamente desnudo -excepto una breve toalla.de algodón, blanca-, un muchacho de unos dieciocho años salió de la multitud y quedóse de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró. Lentamente, el muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de serpientes que se retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la segunda cuando, de entre los danzarines, un hombre alto, que llevaba una máscara de coyote y en la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El muchacho siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la presencia del otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un largo momento de expectación; después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y reanudó la marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra vez; cada latigazo provocaba primero una suspensión y después un profundo gemido de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos vueltas, tres, cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis.