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Hice ademán de repetir la operación, pero me contuve. Doe había abierto la boca para dejar escapar otro aullido, pero no le salió. El color abandonó su rostro, sus ojos se levantaron al cielo y se quedó inmóvil.

Me resultaba difícil creer que pudiera haberle matado por un golpe en las pelotas, así que supuse que se había desmayado. Cogí la pistola, pesada y repugnante, de sus manos, y me levanté. Le di un par de golpes con el pie para asegurarme de que estaba inconsciente y me di la vuelta. De pronto había recordado a Melford.

Me volví justo a tiempo para verle hundirse bajo la superficie mugrienta de la laguna.

No sabía si cuando cayó en la laguna ya estaba muerto. No sabía si ya se habría ahogado. Lo único que sabía es que no me había traicionado, que me había salvado la vida. Ahora me tocaba a mí tratar de salvarle.

Corrí a la orilla, junto al mangle, solo a medias consciente de lo que quería hacer. En la superficie, en el punto donde se había hundido, había una ligera hendidura, como si Melford estuviera arrastrando la masa del pozo con él al fondo. Miré a derecha e izquierda buscando algo. Una esperanza quizá, alguna opción que me salvara de hacer lo que no quería hacer. Pero tenía que hacerlo.

Dejé el arma junto a la orilla, respiré hondo y tensé los músculos. Y me quedé helado. No podía hacerlo, no podía. Todo en mí -mi mente, mi corazón, mi estómago, las células que formaban mi cuerpo- me gritaba que bajo ninguna circunstancia debía hacer aquello. Todo mi ser se rebelaba. La misma sustancia de la vida, millones de años de memoria genética primate, se rebelaba contra ello.

Pero lo hice. Salté.

Lo primero que pensé era que se parecía más a saltar sobre un colchón, un colchón caliente y podrido, que a saltar al agua. Lo siguiente que pensé fue que estaba muerto. Una negrura espantosa y coagulada se elevaba a mi alrededor y me succionaba hacia abajo, como si tuviera pesas atadas a los pies. Me llegaba a los pies, a la cintura, al pecho. Sentí que el pánico se desbordaba a las puertas de mi mente y supe que solo tenía una oportunidad antes de perderme en la muerte y la desesperación.

Forcé los músculos, tratando de levantar una mano. Apreté los dientes y finalmente conseguí sacar un brazo de aquel cieno y sentir el frescor relativo de la superficie contra él. De alguna forma, di con una de las raíces del mangle y la agarré con fuerza; sentía su corteza rugosa contra mi piel pegajosa. Con la otra mano, todavía bajo la superficie, empecé a tantear en movimientos circulares y luego descendentes. Aquel lago era profundo y poco profundo a la vez. Movía la mano como podía, tan lejos como podía. Me estiraba cuanto podía, con miedo a perder mi asidero, porque, si eso pasaba, quedaría en medio de la laguna y estaría perdido.

Las ondas pesadas y lentas chocaban contra mi rostro. Notaba el sabor de aquella porquería en la boca, el olor de la que se endurecía ya en mi nariz. Los mosquitos, como minúsculos buitres, habían empezado a zumbar a mi alrededor, el fango tiraba con fuerza de mí, me succionaba, y entonces, de pronto, me di cuenta de que mi boca estaba bajo la superficie. Luego la nariz.

Todo en mí gritaba para que saliera, pero me estiré más, me hundí más. Y entonces noté algo duro… la goma y la lona de una de sus bambas tobilleras. Me incliné hacia delante para asegurarme de que cogía el tobillo, y no el zapato, y con la otra mano tiré de la raíz del mangle.

Salí a la superficie y abrí la boca tratando de respirar. Mal hecho, porque la porquería me entró en la boca y mi estómago se sacudió violentamente. No pensaba vomitar, no todavía. Tenía que mantener el control.

Con la mano libre, hundí los dedos en el suelo y me apoyé en la raíz. Unos centímetros más, y otros más, y entonces fue más fácil. Tenía todo el tronco fuera del cieno, luego saqué una rodilla y la apoyé en la tierra, y luego la otra. Estaba fuera. De alguna forma había conseguido salir y estaba arrastrando a Melford conmigo por la orilla. Lo dejé en el suelo y me senté a su lado.

Melford tenía el mismo aspecto que debía de tener yo, como un hombre de chocolate fundido… eso me repetía a mí mismo mientras trataba de contener las náuseas. No veía los detalles de su figura, así que no sabía si estaba grave. No sabía si estaba vivo. No veía sangre. Y entonces parpadeó.

Sus ojos, muy abiertos, eran como esferas de luz contra la oscuridad de su figura cubierta de heces. Sus ojos se movieron aquí y allá, y hubo un instante de quietud. Y luego, cogió la pistola y disparó, y una vez más oí gritar a Doe.

– ¡Joder! -grité-. ¡Deja ya de dispararle a la gente!

El olor de la pólvora impregnó el aire, pero al cabo de un momento quedó ahogado por el apestoso olor de mi cuerpo. A unos cinco metros, Doe estaba nuevamente tirado en el suelo, agarrándose la rodilla, que le sangraba copiosamente.

– Venía hacia nosotros -dijo Melford. Ahora estaba de pie, oscuro, mojado y con aspecto gelatinoso, como una criatura de un pantano. Igual que yo, supuse-. ¿No quieres saber si estoy bien?

Yo seguía mirando a Doe, escuchando sus gimoteos.

– Sí -dije-. Pero me da la impresión de que sí.

– Sí, eso creo -dijo él. Pequeñas y despaciosas avalanchas de excremento de cerdo caían por su cuerpo y se encharcaban a sus pies-. La bala solo me ha rozado el hombro. No creo ni que haya sangrado, pero la sorpresa me hizo tropezar y, en cuanto caí, la laguna me tragó. Creo que en estos momentos tendríamos que preocuparnos más por cosas como el cólera o la disentería.

Un pensamiento alegre. Entretanto, Doe trataba de arrastrarse con su rodilla buena, de alejarse de nosotros.

– Joder, joder, joder -repetía.

– ¿Te acuerdas cuando te dije que un disparo en la rodilla dolería? -me preguntó Melford-. No era broma. Míralo. Uf. -Sacudió las manos-. Creo que necesito una ducha.

Mentiría si dijera que disfruté viendo a Doe por los suelos, ni siquiera podía decir que ya me había acostumbrado a ese tipo de cosas. Pero se lo había buscado, no había duda. Y el hecho de que yo estuviera cubierto de mierda y meados de cerdo por culpa de sus crímenes reducía mucho mi capacidad de compasión. Aun así, no habría sabido decir si lo que experimentaba era satisfacción o alivio. Me sentía tan asqueroso como puede sentirse un hombre sano, pero estaba vivo, Melford estaba vivo, y no me había traicionado.

– ¿No le podías haber disparado cuando estabais dentro? -le pregunté-. ¿Tenías que asustarme de esta forma?

– Esperaba no tener que dispararle. -Melford inspeccionó su herida con el dedo-. Por consideración a ti, esperaba no tener que dispararle, porque sé que te molestan ese tipo de cosas. De todos modos, quería que saliera del edificio porque tu rescate solo era uno de los motivos por los que estamos aquí. -Miró hacia la nave-. Estaba planeando… ¡Mierda!

No tuve tiempo de mirar, Melford me cogió del brazo y echó a correr llevándome con él. En los últimos dos días habían pasado las suficientes cosas para que echara a correr detrás de Melford sin pararme a mirar. Y cuando por fin miré, lo que vi me cortó la respiración.

Cerdos. Docenas y docenas de cerdos corrían hacia nosotros. No, no hacia nosotros… hacia Doe. Trotaban sobre sus pezuñas, con las bocas abiertas y los ojos desbocados por la rabia. El suelo se sacudía bajo el peso de toda aquella ira contenida, su miedo, la felicidad salvaje de la libertad. Eran demonios, con tumores rojos, feos, gordos, con la boca abierta, los cerdos de los malditos corriendo hacia Doe, que estaba tirado en el suelo, gritando, tratando de alejarse. Se agarraba a la tierra seca, a la maleza, a las carcasas blancas fosilizadas, tratando desesperadamente de impulsarse, como un inoportuno vagabundo del desierto que intenta escapar a la explosión de un ensayo nuclear.