– Esos dos chicos que había junto a la piscina, ¿los conoces? -¿Por qué iba a conocerlos?
– Parecían…, no sé, me suenan. ¿Los has visto con sus padres? -¿Y eso qué importa?
– Ya sabes que tengo una fundación de ayuda para adolescentes desprotegidos. Solo quería saber si necesitan ayuda. Si los ves con sus padres, ¿me puedes decir cómo son?
– Vale, pero ¿podemos volver a Doe? ¿Qué te parece?
B. B. meneó la cabeza.
– Creo que el tipo está metido hasta el cuello, pero eso no significa que tenga el dinero.
– Y entonces, ¿qué significa?
– Sobre todo que está metido hasta el cuello. Pero sabe que le conviene encontrar el dinero. Me alegro de que Desiree no estuviera aquí y no haya oído lo que ha dicho. No le gustan esa clase de comentarios. Si lo llega a decir delante de ella lo mato.
– Puede que alguien tenga que matarlo.
En realidad, no estaba tan seguro. Incluso si era Doe quien había cogido el dinero, lo necesitaban para dirigir el negocio en Jacksonville. Y el Jugador sabía que él mismo era necesario para que la tapadera de los libros funcionara sin contratiempos. Allí el único que no aportaba nada era B. B.
B. B. lo miró furioso.
– Enseguida recurres a la violencia, ¿eh?
– Solo era un comentario.
– Aquí el único que hace comentarios soy yo, ¿de acuerdo? No lo olvides.
– ¿Qué pasa, es que no se pueden hacer sugerencias?
– Haz buenas sugerencias y podrás.
– Joder, sí que estamos sensibles. Olvídalo. -Miró por la ventana-. ¿Crees que hacer que Desiree persiga al chico servirá de algo?
– No, es una pérdida de tiempo. Por eso se lo he pedido.
El Jugador meneó la cabeza.
– Vale, lo que tú digas.
– Eso es. Lo que yo diga.
El Jugador no contestó. Era imposible contestar sin darle una buena patada en el culo.
Ya en su habitación, B. B. se sentó en un lado de la cama y cogió el teléfono. Había memorizado el número, pero hasta entonces no lo había utilizado. Por un momento pensó que el martilleo que sentía en el pecho podía ser algo malo. Tal vez parecía joven, pero tenía más de cincuenta años, y todos los días moría gente de su edad, gente que parecía sana, por problemas del corazón.
Solo eran nervios. Es curioso que estuviera tan nervioso, como un crío que va a pedir una cita a una chica. Él solo llamaba, nada más.
Oyó el clic del otro teléfono y se preparó para colgar, hasta que oyó una voz familiar.
– ¿Hola?
– ¿Chuck? -dijo B. B.
– Sí, soy yo.
– Soy B. B.
– Oh -dijo la voz con alegría, con una alegría maravillosa y alentadora-. Hola.
– Hola -dijo B. B. Durante unos momentos guardó silencio, tratando de ordenar sus pensamientos-. Mira, solo llamaba para decirte que, ya sabes, me lo pasé muy bien contigo anoche. -Esperaba que no sonara muy estúpido.
– Sí, fue divertido. La comida estaba buena.
– ¿Y el vino?
– Sí. Eso no se lo he dicho a mi madre, pero también me gustó.
– A lo mejor te apetece probarlo otra vez.
– Estaría bien.
– Tengo una buena colección en mi casa.
– Vale.
El chico parecía vacilar. ¿No le gustaba la idea de que le invitara a su casa o es que no sabía lo que era una colección de vinos?
– Podrías venir la semana que viene. A ver mi colección. Probar algunas botellas de muestra.
– Sería genial. Gracias, B. B.
B. B. sintió que contenía el aliento. Chuck quería ir a su casa. Quería beber vino con él. A Desiree no le gustaría. Pensaría que tramaba algo. Pero ya se encargaría de eso más tarde, porque Chuck era un chico especial, puede que el más especial con el que se había topado, y había muchas cosas que enseñarle. En eso consiste hacer de mentor.
En la distancia, B. B. oyó la voz chillona de la madre de Chuck que lo llamaba.
– Oye -dijo B. B.-. Tengo que irme, pero pásate por la fundación a principios de la semana que viene y quedamos. -Ya mandaría a Desiree a perseguir a alguien o algo.
– Suena genial. Nos vemos.
B. B. colgó el teléfono y meneó la cabeza maravillado. Allí lo tenía, el niño que siempre había sabido que le estaba esperando allá afuera. Un niño al que podía enseñar cosas, al que podía educar e iluminar, y juntos podrían decirle al mundo que se perdiera con su estrechez de miras.
A lo mejor las cosas estaban cambiando. A lo mejor era hora de avanzar, de dejarle el negocio a Desiree. Se había quedado muy sorprendida, claro, pero lo único que tenía que hacer era ayudarla a sentir confianza. Y con eso seguro que se iba de la casa.
Sin embargo, había una cosa más. No podía pasarle el negocio a Desiree si el Jugador seguía metido en él. Desiree no sería el nuevo B. B.; sería el nuevo Jugador, solo que con más responsabilidad. Y eso significaba que por fin había llegado el momento. Había tenido al Jugador a su lado durante mucho tiempo, saboreando la oportunidad, disfrutando de la sensación de estar jugando con él. Había llegado el momento de deshacerse de él.
Y aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo, no le preocupaba lo más mínimo.
20
Yo iba sentado en el coche mientras Bobby nos daba una vuelta preparándonos para la jornada de ventas. Nos señalaba casas cutres, los accesorios de jardín, toboganes y redes de voleibol. Finalmente, me dejó en mi zona poco después de las once. Unas doce horas después pasaría a recogerme por el Kwick Stop.
Antes disfrutaba de aquello, de la sensación de tener todo el día por delante, y en cada cosa veía una venta potencial, doscientos dólares potenciales. Había días en que ni siquiera me molestaba tener que aguantar que no me abrieran, ni los ladridos que oía del otro lado de las puertas. Sonreía afectadamente a la gente que me miraba con expresión vacía mientras les soltaba mi discurso introductorio, los juzgaba. Los juzgaba por su apatía. Por eso vivís en este agujero. Por eso vuestros hijos vivirán en una caravana como vosotros cuando sean mayores. Porque os da lo mismo.
Y no es que las enciclopedias importaran. Sí, es posible que cambiaran algo en la vida de alguien, pero si un crío quería conocer algún detalle sobre la vida de la población de Togo o la historia de la metalurgia podía encontrarlo en la escuela o en la biblioteca. Por otro lado, la predisposición de los padres a comprar los libros, a invertir el dinero, significaba algo, y hubo momentos en que realmente creí en la importancia de mi trabajo.
Aquella mañana no. Me saltaba las casas que no parecían cutres. Llamaba con indiferencia a las puertas, soltaba mi rollo a desgana. Media hora después de empezar, tenía a punto de caramelo a una mujer menuda y guapa con una cantidad descomunal de pecas. Estaba a punto de picar, lo intuía, pero preferí aflojar y me excusé para no entrar.
Mis días como vendedor de libros estaban contados. Volvería a Fort Lauderdale el domingo por la noche y lo dejaría. La idea de aquella libertad inminente me resultaba emocionante e irritante a la vez. ¿Qué haría durante el resto del día? Si al menos hubiera un cine por allí. Una buena librería, una biblioteca. Un centro comercial. Algún sitio donde pudiera entrar a desintoxicarme.
Pero ¿durante doce horas? De pronto el día parecía extenderse ante mí de forma interminable. El calor machacaba y sentía el escozor del sudor en los ojos. Aquella extensión interminable de tiempo me envolvía, me aplatanaba tanto como la humedad. Me habría gustado poder ponerme en modo vendedor, solo por un par de días. Y luego dejarlo para no volver a hacerlo nunca más.
Para las doce y media iba caminando por una de las calles principales, sin molestarme ni en mirar las casas ante las que pasaba, cuando oí un vehículo que reducía la marcha a mi espalda. Me di la vuelta y vi el viejo Datsun de Melford, de un verde oscuro desvaído bajo aquella luz.