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Jueves, 30 de noviembre, 14:45 horas

– ¿Vas a comerte esas patatas? -preguntó Murphy y Mia le dio la caja de corcho blanco.

Alrededor de la mesa de Spinnelli se sentaban Reed, Mia, Jack, Westphalen, Murphy y Aidan. Spinnelli paseaba con el bigote fruncido.

– ¿Así que no tenemos ni idea de dónde está? -dijo Spinnelli por tercera vez.

– No, Marc -respondió Mia, irritada-. La dirección de su expediente profesional era falsa. Nos contó que tenía una novia, pero nadie en el centro sabe su nombre. No tiene tarjetas de crédito. Ha limpiado su cuenta bancaria, y la dirección que figura en ella es un apartado postal de la oficina de correos principal igual que la de un millón de personas más que no desean ser encontradas. Hemos emitido un aviso a todas las patrullas sobre su coche, pero hasta el momento no ha aparecido. Así que no, no sabemos dónde está.

Spinnelli le lanzó una mirada fulminante.

– No te pongas sarcástica conmigo, Mia.

Mia se puso a la defensiva.

– No lo haría ni en sueños, Marc.

– ¿Qué sabemos sobre Devin White? -intervino Westphalen de un modo que a Reed le hizo pensar que no era la primera vez que el hombre mayor había apaciguado a aquellos dos.

– Que tiene veintitrés años -dijo Reed-. Que enseñaba mates en el Centro de la Esperanza desde el pasado junio. Antes de eso era estudiante de la Universidad Drake de Delaware. Según el currículum de su expediente profesional, tiene una licenciatura en educación de las matemáticas y jugaba al golf en el equipo de la universidad. La secretaría de la universidad confirma que estudió allí.

– Tenía que vivir en alguna parte -observó Spinnelli-. ¿Adónde le enviaban los cheques?

– Le ingresaban la nómina en la cuenta -informó Reed.

– Nos dejó huellas en la taza de café de su aula -dijo Jack-. Coinciden con las que hemos estado buscando, así que yo no me molestaría en volver a tomar las huellas de los alumnos.

– ¿Cómo consiguió superar la comprobación de antecedentes penales? -preguntó Aidan.

Jack se encogió de hombros.

– He hablado con la compañía que registra las huellas dactilares para el Centro de la Esperanza. Juran que le tomaron las huellas y que las cargaron en el sistema.

– Yo solía trabajar con ex convictos en un programa de rehabilitación -dijo Westphalen-. Los días que había análisis de drogas, pagaban a la gente para que les dieran su orina. Tuvimos que cambiar el sistema. Uno de nosotros tenía que ir al lavabo con esos tipos y comprobar que efectivamente la muestra fuera suya.

Todos hicieron una mueca.

– Gracias por tan gráfica explicación, Miles -dijo Spinnelli, tajante.

Westphalen sonrió.

– Lo que quiero decir es que si White no quería estar en el sistema, hay modos de evitarlo, si la seguridad de la empresa que tomó las huellas era lo bastante laxa.

Spinnelli se sentó.

– ¿Es una compañía seria?

Jack volvió a encogerse de hombros.

– Es una empresa privada. Hace el registro de huellas dactilares de un montón de empresas de la zona. Supongo que es posible que White consiguiera que alguien ocupase su lugar, pero ¿por qué habría de hacerlo? Sus huellas no están en el Sistema Automático de Identificación Dactilar.

Murphy torció la boca mientras hacía conjeturas.

– Tal vez le preocupaba que sí estuvieran.

– Puede que lo detuvieran por algún delito menor -reflexionó Mia-, pero aun así habría aparecido en la comprobación de antecedentes. A menos que… este tipo no tiene tarjetas de crédito y todas las direcciones que ha dado son falsas. Está volando muy bajo para que no lo detecten los radares. ¿Y si Devin White es un impostor?

– La universidad confirmó que había ido allí -dijo Reed. Exhausto, se pasó las manos por la cara-. Graduado con honores.

– Sí, confirmaron que Devin White había ido allí. -Mia ladeó la cabeza-. ¿Podemos conseguir una foto de la universidad? ¿Una foto del anuario o algo?

Aidan se puso en pie.

– Lo comprobaré. Murphy, tú cuéntales lo que hemos averiguado.

– Hemos encontrado a un vecino que recuerda haber visto a un tipo, que concuerda con la descripción de White, con Adler anoche -informó Murphy-. La estaba ayudando a subir la escalera hasta su apartamento.

– Eso concuerda con la historia de White. El camarero dice que ella se bebió tres cervezas. Su coche aún está en el bar. Eso ya lo sabíamos. ¿Qué más? -dijo Mia con impaciencia.

Murphy sacudió la cabeza.

– Tienes el día cascarrabias. Mientras íbamos puerta por puerta, llegó una mujer gritándonos y diciendo que alguien le había robado el coche. Era un Honda de hace diez años.

– El coche de la huida -apostilló Reed.

– Pero esto mejora. -Murphy enarcó las cejas-. Tiene GPS; se lo instaló después de comprarlo.

Mia se sentó.

– ¡No puedo creerlo! Probablemente cogió un coche viejo pensando que no tendría GPS. Así que, ¿dónde lo habéis encontrado? -quiso saber.

– En el aparcamiento de un 7-Eleven, cerca de Chicago con Wessex.

Reed frunció el ceño.

– Esperad. -Sacó la lista de las transacciones bancarias de White de la montaña de papeles que tenía delante-. Eso está a una manzana del lugar donde rellenó algunos de sus cheques para cobrar en metálico.

La sonrisa de Mia era lenta como la del gato de Cheshire.

– Ahí es donde vive. El bastardo asesinó a dos mujeres, luego se fue a su barrio; lo más probable es que se marchara caminando y se fuera a dormir.

Spinnelli se levantó.

– Voy a enviar a policías de uniforme para que recaben información en la zona con fotos de White.

– Podemos acudir a la prensa -dijo Westphalen, y Mia le hizo un exagerado gesto de dolor.

– ¿Es necesario? -gimió Mia.

Spinnelli le dirigió una mirada comprensiva.

– Es el modo más directo.

– Pero ni a Wheaton ni a Carmichael, ¿vale? ¿Qué tal Lynn Pope? Ella nos gusta.

– Lo siento, Mia. Esto tengo que dárselo a todas las cadenas, pero intentaré evitar a la señorita Wheaton. -Y tras decir aquello se fue para organizar la investigación.

– ¡Maldita sea! -Mia se volvió hacia Westphalen-. ¿Has hablado hoy con Manny?

– Sí.

– Thompson fue a ver a Manny anoche. Justo antes de que me llamara. Pocas horas antes de morir.

Westphalen se quitó las gafas y las limpió.

– Eso tiene sentido. Dijo que su médico le había dicho que no hablase con nadie. No con «polis, abogados o loqueros».

– ¿Así que no ha hablado con usted? -preguntó Reed.

– No demasiado, no. Estaba verdaderamente aterrorizado, pero no de Thompson. Me ha contado que recortar los artículos no fue idea suya. Que a él se los dieron, pero no sabría decir cómo ni quién. Le he preguntado de dónde había sacado las cerillas y ha declarado que él no las había cogido, que estaban allí. Cuando le he preguntado por qué alguien le haría una cosa así, se ha quedado mudo. No ha dicho ni media palabra más, por mucho que le he estado rogando.

Mia frunció el entrecejo.

– ¿Es un paranoico?

– Es difícil decirlo sin observarlo más. Yo diría que está tan fascinado con el fuego como usted indicó, teniente. Aunque no haya hablado, se le han puesto los ojos vidriosos cuando le he enseñado el vídeo de una casa en llamas. Era como si no pudiera controlarse. Creo que de haber sabido que las cerillas estaban en su habitación no habría podido resistirse a usarlas. ¿Sabe exactamente dónde las encontraron?

Reed estaba preocupado. Al igual que Manny, no podía controlarse. Al chico le gustaba el fuego. El chico había elegido mal. El loquero estaba revelando lo que pensaba en realidad. Y como estaba tan preocupado, se mordió la lengua y no dijo nada.

– Secrest dijo que las encontraron en la puntera de sus zapatillas deportivas -respondió Mia.

Westphalen añadió:

– No es precisamente el lugar más discreto para esconder algo.