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Encima de ella, Reed se quedó quieto, con la cabeza ladeada hacia atrás, la boca abierta y los músculos del pecho y los brazos temblorosos. Hermoso, fue todo lo que pudo pensar. Él era simplemente hermoso. Reed dejó caer la cabeza hacia delante y lentamente flexionó los antebrazos, bajando el peso de su cuerpo, y suspiró.

Ella le acarició con el dedo siguiendo la línea de su perilla, respirando demasiado entrecortadamente como para poder hablar. Había sido increíble, demoledor.

Nada de hamburguesa. Mia cerró los ojos, demasiado cansada para preocuparse; ya se preocuparía luego. Por el momento, intentaría repetir aquello tanto como pudiera. Reed la besó en la frente, en la mejilla, en la barbilla.

– Tenemos que hablar -dijo él.

Mia asintió.

– Pero ahora mismo no.

Al menos conservaría aquello, sin estropearlo.

– Entonces, más tarde. -Descansó la frente contra la de ella-. Mia. No puedo quedarme toda la noche.

– Lo sé.

– Pero… Me gustaría quedarme un rato más.

«No huyas de él. Ve a donde te lleva esto».

– A mí también me gustaría. -Su boca se curvó-. Te detuviste en la farmacia. Debías de estar muy seguro de ti mismo.

Reed levantó la cabeza, la miró a los ojos, y ella comprendió que decía la verdad.

– No lo estaba. Lo único que sabía era que si no te tenía iba a explotar. Esperaba que tú me dijeras que sí. Espero que me vuelvas a decir que sí.

Ella asintió sobriamente.

– Te vuelvo a decir que sí.

Jueves, 30 de noviembre, 00:30 horas

Él estaba preparado. Sentía la energía fluir por todo su cuerpo, como un leve zumbido. Había trabajado su plan. La habitación del motel no podía estar mejor situada. Todas las puertas daban al exterior, pero la suya se encontraba en el primer piso y las plazas de aparcamiento estaban a solo unos metros de distancia.

Se puso la mochila al hombro con cuidado. Contenía tres huevos. Uno era para la cama de Dougherty. Lo había estudiado y ahora sabía con exactitud cómo evitar el detector de humos de su habitación. Había investigado sobre las escaleras, los caminos de salida y los lavaderos, y sabía con exactitud dónde tenía que colocar las otras dos bombas para provocar el máximo incendio y convertir todo el motel en un infierno. Sería un caos cuando la gente empezara a salir en pijama, gritando aterrorizada. Como no había conseguido gas para provocar una explosión, bastaba con un pequeño caos. El cuerpo de bomberos enviaría tres, tal vez cuatro camiones. Habría ambulancias y luces intermitentes. Acudirían periodistas y filmarían. Comprobarían desesperadamente que no quedara nadie dentro. Luego encontrarían dos cadáveres.

Su organismo estaba acelerado, aún cargado de lo de antes. Aquella noche había matado una vez. Estaba de buena racha. Hacía horas que había metido en una bolsa el abrigo ensangrentado. Ahora llevaba puesto un mono que había robado de la lavandería del hotel. Las llaves maestras eran algo muy útil.

Estaba de pie en la puerta de la habitación del motel de Dougherty, confiando en que nadie le prestaría demasiada atención, aunque tampoco le importaba. Gracias a una peluca y un poco de relleno parecía otro hombre. En la mano derecha sujetaba la afiladísima navaja. En la izquierda, la llave maestra de Tania. Pasó la tarjeta magnética, probó la puerta con cuidado e hizo una mueca cuando vio que estaba atrancada. Los Dougherty habían echado la cadena de seguridad, pero no le preocupaba. Tenía mucha experiencia con esos chismes. Nada está realmente seguro si sabes cómo eludirlo. Deslizando la fina hoja de la navaja a través de la exigua abertura de la puerta, quitó la cadena de seguridad y se coló en la habitación, cerrando con cuidado la puerta detrás de él. Estaba en silencio, salvo por un leve ronquido que provenía de la cama. Se quedó quieto, dejando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad.

Y al instante fue consciente de dos cosas. No había flores en la habitación y solo había una persona en la cama. Una joven, que no tendría más de veinticinco años. Sintió un aguijonazo de pánico. Se había equivocado de habitación. «Huye».

Pero la mujer abrió los ojos y la boca para chillar. Él era demasiado rápido, demasiado poderoso. Tiró de su cabeza hacia atrás, como ya había hecho una vez aquella noche. Sostuvo la navaja en la garganta.

– No vas a gritar, ¿lo entiendes?

La chica asintió mientras se le escapaba un gemido de terror.

– ¿Cómo te llamas?

– N… N… Niki Markov. Por favor…

Él tensó la mano que le sujetaba por el cabello.

– ¿Qué número de habitación es este?

– N… No lo s… sé. -Dio un tirón más fuerte y ella soltó otro quejido-. No me acuerdo. Por favor. Tengo dos hijos. Por favor, no me haga daño.

La sangre bombeaba y le latía fuerte en la cabeza mientras luchaba por contener el súbito ataque de ira. Malditas mujeres. Ninguna se quedaba con sus niños.

– Si tienes dos hijos, deberías de estar en casa -volvió a tirarle del cabello-, con tus dos hijos. -Encendió la luz y miró el teléfono. El número de habitación era el correcto-. ¿Cuándo has llegado?

– Esta noche. Por favor, haré lo que quiera. Por favor, no me haga daño.

Se habían ido. ¡Malditos, se habían ido! Se le habían escapado. La furia empezó a borbotear, a hervir y a derramarse, carcomiéndolo como si fuera ácido.

– Vamos -soltó.

Se tropezó cuando arrastraba a la mujer al cuarto de baño.

– Por favor. -Ahora sollozaba, histérica. Le tiró del pelo, levantándola de puntillas.

– Cállate.

Otro gemido salió de su garganta. No podía estropear más ropa, pensó. Pero no podía dejarla con vida; ella hablaría y le atraparían, y eso no iba a ocurrir.

Así que la metió en la bañera, y con la punta de la navaja en su garganta abrió el grifo de la ducha, a tope, lo cual era una mierda de chorro. La volvió a coger del pelo, hizo que se doblara por la cintura y luego le rebanó el cuello salvajemente.

Y se quedó allí, viendo cómo el chorro se llevaba toda la sangre por el desagüe.

Mientras la sangre de la chica se colaba por el sumidero, la suya se aceleraba. Estaba tan furioso que la intensidad de la rabia le hacía temblar. Le habían negado aquella satisfacción. Le habían robado la venganza.

Los Dougherty se las habían arreglado para eludirlo una vez más. Descubriría adónde habían ido, pero estaba perdiendo el tiempo. Apretó la mandíbula mientras esperaba que la mujer de la bañera se desangrase. Tenía mucho tiempo hasta que apareciera la poli.

Debido a Brooke Adler, debido a su estupidez, lo descubrirían. Era cuestión de tiempo. No tenía a los Dougherty pero, por Dios, se daría el gustazo. Aún tenía los tres huevos en la mochila y una mierda iba a dejar que se estropeasen.

Primero tenía que ocuparse de aquella mujer. Si la dejaba allí, la descubrirían hacia las doce de la mañana siguiente. La policía no era tan estúpida como para no relacionar a la mujer muerta, que resulta que ocupaba la antigua habitación de los Dougherty, y la otra mujer muerta que resulta que ocupaba la casa vacía de los Dougherty. Ella tenía que desaparecer.

La podía arrastrar fuera, pero era lo bastante voluminosa como para que fuera un incordio. Así que la haría más pequeña. Sostuvo la navaja bajo el raquítico chorro de agua y la lavó antes de probarla con el pulgar. Bien. Aún estaba lo bastante afilada para lo que necesitaba hacer.