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– Buenas noches, Reed.

Miércoles, 29 de noviembre, 22:05 horas

Por fin había vuelto. Estaba claro que le había llevado bastante tiempo.

Creyó que su blanco esperaría dentro de Flannagan durante quince minutos, pero había esperado una hora. Durante la cual él se había escondido en el suelo del coche del hombre, esperando el momento oportuno.

La primera parte le había resultado fácil y rápida. Había llegado pronto y había esperado en las sombras. Había observado cómo el hombre cerraba el coche con llave, lo cual era una broma. Había tardado quince segundos en abrir la cerradura con su fiel varilla. Luego se había tendido en el asiento de atrás, se había puesto el pasamontañas y se había quedado esperando, visualizando en su mente lo que tenía que hacer.

No sería bonito, pero sería rápido, e indoloro, porque su blanco era su amigo y no se merecía retorcerse de dolor, como le ocurriría a la señora Dougherty aquella noche. Pero cada cosa a su tiempo. «Céntrate». Conducirían durante quince minutos. No sería largo.

Quería suspirar, pero se contuvo. Nunca había matado a alguien que le cayera bien. Para todo había una primera vez, pero la Urea no le entusiasmaba.

Se apoyó en un codo y echó una mirada furtiva por la ventanilla contraria. Bien, estaban en una carreterita, con un callejón a cada lado. Cerca había un supermercado de esos que están abiertos toda la noche donde podría robar un coche cuando hubiera acabado. Sacó la navaja.

Había vuelto a afilar la hoja. Quería que fuera rápido. Se incorporó de un salto, trazó un semicírculo con la navaja y la puso en la garganta de su amigo.

– Sal en la próxima farola -le ordenó, manteniendo la voz baja.

Los ojos de su amigo volaron hacia el retrovisor, llenos de terror, pero él sabía que no veía nada salvo el pasamontañas negro.

– Si quieres el coche, te lo doy, pero no me hagas daño.

Pensó que le estaban robando el coche, lo cual era exactamente lo que quería que su amigo pensara. No tenía sentido arriesgarse a que lo identificara, si el plan se iba al garete. Ahora habían salido de la carretera principal. La zona estaba demasiado poblada para su gusto, pero serviría.

Cogió a su amigo por el cabello y le ladeó la cabeza de un tirón.

– Despacio. Así es. Despacio y cuidadito. Métete en el arcén. Más rápido. Ahora para.

– No me mates, por favor. -Estaba llorando-. Por favor, no me mates.

Frunció el ceño. Esperaba que lo tomase con más valentía. ¡Menuda nenaza! A ver si después de todo no iba a resultar tan indoloro… Pero la navaja estaba afilada. Le rebanaría a la menor presión.

– Aparca. Muy bien. Ahora baja la ventanilla.

Entró el aire frío, que le pareció maravilloso en la piel acalorada.

– Quita las llaves del contacto. -Su blanco vaciló y apretó un poco más el cuchillo-. Venga.

El motor del coche se quedó en silencio.

– Ahora tira las llaves por la ventanilla.

Las llaves golpearon la nieve con un amortiguado ruido metálico.

– No te saldrás con la tuya -dijo su blanco, con desesperación en la voz.

Qué estereotipado. Tendría que elegir mejor a sus amigos cuando empezara su nueva vida.

– Creo que sí -respondió con su voz normal, y tuvo un momento para saborear la cara que puso cuando lo reconoció antes de tirar de su cabeza hacia atrás y recorrer con la cuchilla la garganta del hombre. Fuerte.

Empezó a salir sangre a borbotones, a salir a chorros. Llenando el coche de su olor metálico. Movió la cabeza de un lado a otro y descubrió que casi la había cercenado. ¡Guay! Nunca lo había hecho antes.

Soltó el cabello y bajó del asiento de atrás. Limpió el cuchillo con un puñado de nieve, luego recogió las llaves. Las llaves serían un bonito recuerdo.

Tendría que deshacerse de la chaqueta. Tenía la manga llena de sangre. Tendría que conseguir una nueva en algún lado. Tal vez en el centro comercial encontrase un coche con un abrigo dentro. Caminaría hasta el centro comercial, robaría un coche y tendría mucho tiempo para echar una siestecita antes de ocuparse de los Dougherty. Quería estar despejado después de todo.

Miércoles, 29 de noviembre, 23:15 horas

En la casa reinaba el silencio. Beth estaba dormida, y Lauren, en su lado del dúplex. Reed se sentó en el borde de la cama y se estremeció; seguía torturándose con la fantasía, imaginando lo que habría ocurrido si no hubiera tenido que marcharse. La boca de Mia era tan suave, dulce, caliente y apasionada a la vez… Era mejor de lo que se había imaginado. Y solo fueron unos pocos besos cortos. Cuando la tuviera en la cama…

Ella lo deseaba. Él la tendría. Le entró otro escalofrío. Bien. Le dolía de tanto como la deseaba. Se quitó la cadena por el cuello y la sostuvo, el anillo brillaba tenuemente. Había llevado el anillo en el dedo durante los cinco años más felices de su vida, luego durante otros dos había sufrido. Solo tras la preocupada insistencia de su familia había acabado por quitárselo, pero no lo había dejado muy lejos. Desde entonces lo llevaba en una cadena alrededor del cuello. Saber que estaba allí era como conservar un pedacito de Christine consigo. Justo como la poesía de Christine, la mantenía viva en su corazón. Pero aquella noche no eran los sueños de Christine los que ocupaban su mente. Mia estaba allí, firmemente arraigada. Se quedaría allí hasta que averiguase aquello, les llevara a donde les llevase y costara lo que costase.

Dejó que el anillo oscilase, como la moneda de un hipnotizador. Podía ir allí ahora mismo y tenerla. La sangre le latía en la cabeza, ahogando todos los motivos por los cuales no debía hacerlo. Bajó el anillo hasta que se dio con la mesilla de noche y dejó la cadena dentro de él.

Cogió el teléfono y marcó el número de Lauren.

– Necesito que te quedes con Beth.

Lauren bostezó.

– Dame dos minutos. Ahora voy.

Colgó, culpable por el engaño, eclipsado por una necesidad que lo dejaba temblando. Ella lo deseaba, incluso aunque no quería desearlo. Tenía que averiguar por qué.

Miércoles, 29 de noviembre, 23:50 horas

Mia parpadeó. Había leído ese nombre antes. Tenía los ojos cansados. Era hora de dejarlo.

Se recostó en la dura silla y se desperezó, estirando los músculos del cuello. Había repasado un mes de los casos de Burnette, en concreto el mes antes de que enviaran a Manny Rodríguez al Centro de la Esperanza. Había hecho una minuciosa relación de cada nombre, cada lugar mencionado en cada caso que Burnette había supervisado o con el que se había relacionado.

Era una fea lista. No envidiaba a Burnette su clientela de Antivicio. Pero aparte de ser una fea lista, no había nada útil o raro en ella. Ni un solo nombre o lugar que le llamara la atención. Era una labor tediosa, y todavía le quedaban toneladas de papel por leer.

Pero, como sucedía con las labores tediosas, había sido un modo medio decente de olvidarse de Reed Solliday y su seductora boca. Bueno, en realidad olvidarse no se había olvidado. Más bien se había quedado en… una especie de limbo. En la primera fila del limbo, ¡mierda!

Ella lo había besado. Y ahora conocía el sabor de su boca, el contacto de sus labios contra los suyos, cómo se sentía recostándose contra la sólida pared de músculo que él llamaba pecho. Y ahora, después de haberlo probado, quería volver a probarlo. Y quería una buena ración.

Maldita hamburguesa. Culpó a Dana de aquello. Había sido felizmente desgraciada hasta que había empezado a tener antojos de hamburguesa. ¿A ver qué iba a ocurrir cuando Solliday quisiera algo más exclusivo, como pasar de la hamburguesa al solomillo? A ella se le partiría el corazón, eso es lo que ocurriría.

Y tal vez el de Solliday también. Era un poco deprimente, pero no lo bastante como para aniquilar el deseo. No solo quería besarlo. Ahora que ella se había arriesgado… bueno, si entrase por la puerta en aquel preciso instante, sería un hombre muy feliz. Al menos durante un rato. Mia sabía que era bastante buena en el sexo. El sexo en sí nunca había sido un problema. La intimidad sí.