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– Había estado en cuatro orfanatos antes de que me adoptaran. De los dos últimos huí. Estuve a punto de que me enviasen a un centro como este.

– En ese caso, es mucho lo que le debemos a los Solliday -declaró Mia con delicadeza y vio que Reed tragaba saliva.

– Sí, les debemos mucho. -El teniente se volvió y se sentó en el brazo de uno de los sillones-. Mejor dicho, les debo mucho.

– A veces la divisoria entre ser bueno y ser malo es muy sutil. Basta una buena experiencia y un alma amable para marcar una diferencia radical.

Solliday sonrió a medias.

– Sigo pensando que la buena gente se preocupa y la mala no.

– Lo que dices es demasiado simplista, pero dejaremos el debate para mejor ocasión. Alguien se acerca.

Se abrió la puerta y Mia se encontró cara a cara con la mujer del vídeo, que era muy joven.

– ¿Señorita Adler? -preguntó.

La mujer asintió con los ojos desmesuradamente abiertos y cara de susto.

Brooke entró en la estancia y Bixby le pisó los talones.

– Sí. ¿Qué quiere de mí?

– Soy la detective Mitchell y este es mi compañero, el teniente Solliday. Nos gustaría hablar con usted -explicó Mia ecuánimemente-. ¿Sería tan amable de salir con nosotros?

Bixby carraspeó e intervino:

– Detectives, hace frío y aquí estaremos más cómodos.

– No soy detective -precisó Solliday afablemente-. Soy investigador jefe de incendios.

Adler se quedó pálida y Bixby la observó con gesto de contrariedad.

– Señorita Adler, ¿qué pasa? -preguntó el director.

Brooke cruzó los dedos.

– ¿Bart Secrest habló ayer con usted?

Bixby apretó los labios de forma casi imperceptible.

– Señorita Adler, ¿qué ha hecho?

Fue una maniobra muy poco sutil para distanciarse de su empleada. Adler dio un respingo y se humedeció los labios.

– Fui a ver una de las casas de los artículos. Eso es todo.

Mia avanzó un paso y dijo:

– Humm… hola. Nos gustaría saber qué está pasando.

El doctor Bixby lanzó a la detective una mirada severa que esta supuso que habría provocado el llanto de la señorita Adler y cogió el teléfono que había sobre el escritorio de madera.

– Marcy, llame a Bart y a Julian y que se reúnan inmediatamente con nosotros en mi despacho.

– Señorita Adler, en primer lugar nos gustaría hablar a solas con usted -aseguró Mia-. No tardaremos mucho. No tenemos problemas en esperarla mientras va a buscar el abrigo.

Mitchell mantuvo la puerta abierta y no hizo caso del director, que abrió y cerró la boca sin pronunciar palabra.

Adler negó con la cabeza.

– No es necesario, así estoy bien.

Miércoles, 29 de noviembre, 13:25 horas

Desde la ventana veía el aparcamiento. El hombre estaba allí y observó a las tres personas que salieron del edificio y se detuvieron bajo el sol. Dos, un hombre y una mujer, habían entrado hacía pocos minutos. La mujer era la detective Mia Mitchell. La reconoció por la foto publicada en el periódico. Por lo tanto, el hombre solo podía ser el teniente Solliday. Su corazón seguiría latiendo al ritmo normal y no perdería la cabeza.

Hablaban con Brooke Adler porque la muy tonta había visitado el escenario del incendio. No es que supieran nada. No tenían la menor idea y carecían de pruebas y de sospechosos. No había nada que temer. Ya podían registrar el centro que no encontrarían nada… pues no había nada. Sonrió y pensó: «Salvo yo».

Mitchell y Solliday mantendrían una charla con Adler y averiguarían lo que ya sabían todos: que la nueva profesora de literatura era una ratita cabeza hueca e insignificante. No le quedó más remedio que reconocer que también tenía unos pechos extraordinarios. A menudo había pensado en su cuerpo, lo había disfrutado e incluso la había imaginado gozando. Claro que ahora eso tendría que cambiar… al menos en lo que al disfrute de ella se refería. Adler tendría que pagar por haber conducido a Mitchell y a Solliday hasta el centro.

La juerga tendría que esperar. En ese momento había policías en el centro. No se quedarían mucho. Cuando comprobasen que no había nada, Mitchell y Solliday se retirarían. «Y yo seguiré mi camino». Esa noche remataría a la señora Dougherty. Se excitó de solo pensar en el nuevo desafío.

Una vez más, la diversión debía esperar. A esa hora tenía que estar en otro lugar.

Miércoles, 29 de noviembre, 13:25 horas

Brooke hizo un esfuerzo sobrehumano para que los dientes no le castañeteasen cuando la detective la miró irónicamente e inquirió:

– Anoche estuvo en el escenario del crimen. ¿Por qué?

– Verá… -Adler se humedeció los labios, pero el aire frío los secó en el acto-. Por curiosidad.

– Señorita Adler, ¿está nerviosa? -preguntó con afabilidad el investigador jefe.

Aunque no dedicaba mucho tiempo a la televisión, Brooke había visto lo suficiente como para saber que el hombre era el poli bueno. La rubia menuda interpretaba a la perfección el papel de poli mala.

– No he hecho nada -se defendió, pero sus palabras sonaron a reconocimiento de culpa-. Si entran les explicaré todo.

– Enseguida entraremos -aseguró el investigador jefe.

Brooke se dijo que debía recordar que era el teniente Solliday. Debía recordar que no había hecho nada malo y dejar de comportarse como si fuera tonta.

El teniente volvió a tomar la palabra:

– Antes cuéntenos por qué anoche visitó la casa incendiada. -Solliday esbozó una afable sonrisa-. La vimos en las noticias de las diez.

Brooke había tenido un mal presentimiento cuando descubrió que salía en las noticias. Su mayor temor radicaba en que Bixby o Julian también la vieran, pero lo que estaba ocurriendo era peor.

– Ya he dicho que sentí curiosidad. Me enteré de los incendios y quise verlos con mis propios ojos.

– ¿Quién es Bart Secrest y qué le dijo a Bixby? -preguntó la detective.

– Haga el favor de preguntárselo al doctor Bixby. -Brooke miró por encima del hombro y vio a Bixby junto a la puerta de entrada y con cara de pocos amigos-. Lograrán que me despida -musitó.

Solliday no dejó de sonreír con gran amabilidad y apostilló:

– La llevaremos a comisaría si insiste en que sigamos perdiendo el tiempo.

Brooke parpadeó ante el choque entre el tono amable y las palabras tajantes del teniente. Se le aceleró el pulso y comenzó a sudar a pesar de que hacía mucho frío.

– No pueden, no he hecho nada.

– Mírenos -exigió Reed suavemente-. Señorita Adler, dos mujeres han muerto. Tal vez sabe algo útil o quizá no. Si lo sabe, dígalo de una vez. En caso contrario, ponga fin a este juego porque cada minuto que seguimos aquí es un minuto más que el asesino tiene para planificar otro ataque. Volveré a preguntárselo: ¿por qué fue a la casa incendiada?

A Brooke se le secó la boca cuando pensó en que había dos muertas.

– Uno de nuestros alumnos recortó artículos periodísticos que se referían a los incendios. Se lo comuniqué a Bart Secrest, el encargado de seguridad. El resto tendrá que preguntárselo a él.

La detective entornó los ojos y espetó:

– ¿A él? ¿Quién es él? ¿Se refiere a Secrest o al alumno?

Brooke cerró los ojos y visualizó la expresión impávida que Manny había mantenido a lo largo de la mañana. Dudó de que alguien pudiese sacarle una sola palabra a Manny.

– A Secrest -replicó Brooke y se estremeció de la cabeza a los pies-. Realmente he dicho todo lo que sé.

Los investigadores cruzaron una mirada y el teniente Solliday asintió antes de concluir:

– Está bien, señorita Adler. Hablaremos con el doctor Bixby.

Miércoles, 29 de noviembre, 13:30 horas

Bixby los esperaba en el vestíbulo. Dirigió a Adler una gélida mirada y Mia compadeció a la profesora.

Los condujo a un despacho tan suntuoso como discreta había sido la sala de espera. Señaló los sillones de cuero que rodeaban la gran mesa de caoba. Había dos hombres sentados. Uno rondaba los cuarenta y cinco años y su rostro denotaba simpatía. Daba la impresión de que, como entretenimiento, el otro se golpeaba la calva contra las paredes.