Изменить стиль страницы

– Sí, sí, estoy aquí.

– Nick, lo siento mucho. Sé que es horrible que te digan una cosa así sin más. Pero Jocasta está en mi casa, si quieres detenerla.

– Por supuesto que quiero detenerla, por el amor de Dios.

– Pues llámala, ¿Tienes el número? Creo que tienes darte prisa, Nick…

Pero Nick ya había colgado.

– Señor Hartley, hola, soy Ed. Ed Forrest. He hablado con mi madre y me ha dicho que quizá tendrían que internar a la señora Hartley. Lo siento mucho. ¿Cómo está?

– Qué bien que hayas llamado, Ed. No está muy bien. Está muy desanimada. Como tú, supongo. ¿Cómo estás?

– Voy tirando -dijo Ed rápidamente. No le gustaba hablar de lo mucho que sufría. Eso era privado, una parte de Martha y de lo mucho que la había amado. No lo compartiría con nadie.

– Tus visitas son lo único que parece animar a mi esposa. Te lo agradezco mucho, Ed. Por cierto, ¿podrías darle las gracias a Kate de nuestra parte? Su carta también pareció ayudarla. Fue un gran detalle que escribiera. Quería contestarle, pero he estado muy ocupado. Creo que Grace siente que los amigos de Martha se la devuelven un poco.

– Sí, claro, me alegro. Se lo diré a Kate. No sé si podré volver a subir este fin de semana, señor Hartley, pero si voy pasaré a verla otra vez. Cuídese mucho.

– Es Grace la que necesita cuidarse. Pero gracias, Ed, muchas gracias.

Pobre hombre. Pobre. Llamaría a Kate. Era una buena chica. Guapa. Un poco quisquillosa. Como su madre.

– Señorita Forbes, ¿verdad? Sí. Tiene hora para… un aborto, esta mañana. Y una esterilización.

La enfermera le sonrió de un modo alentador.

– Sí -dijo Jocasta-. Sí.

– Si quiere acompañarme, la llevaré a su habitación. Rellenaremos el ingreso, veremos que todo esté en orden, me firmará un consentimiento, y todo eso. ¿Desde las seis no ha tomado nada? Ni comer ni beber.

– No, no he tomado nada.

– Bien. Empezaré tomándole la tensión.

– Lo siento, señor Marshall, pero Jocasta se ha ido. -La niñera parecía nerviosa-. Sí. Se ha marchado… No sé, hace media hora. Lo siento, no. ¿Qué? En taxi. Sí. No, era un minitaxi. No tengo ni idea, lo siento. Espere, ha dejado una tarjeta. Siempre hacen lo mismo, ¿verdad? Oh, lo siento, sí, Clapham Cars, ¿le suena? ¿Sí? A ver, tiene un teléfono…

Kate iba a ver a Fergus. Había decidido firmar el contrato, si Smith no había encontrado a otra. Sólo eran tres años y mucho dinero. Le solucionaría la vida, tal vez como fotógrafa, o cualquier cosa que decidiera ser.

Josh ya podía decir que no lo hiciera si la aburría: él tenía mucho dinero. Y Kate veía que el dinero ayudaría a sus padres, y a Juliet, al menos. Ahora se sentía mucho mejor con la vida, pensaba que podría soportar la publicidad.

Sabía que Fergus estaría contento. Y sería más rico, además. Así que todos saldrían ganando. Al fin y al cabo, sólo eran tres años.

Peter estaba abriendo la correspondencia cuando Grace le llamó.

– ¿Podrías darme un analgésico, Peter, por favor? Me duele mucho la cabeza.

– Claro, ahora te lo subo.

Cuando Peter entró, Grace tenía muy mala cara.

– Pobrecita mía. Toma. Te daré dos.

Sonó el teléfono.

– Me los tomaré, Peter, gracias.

Cogió dos tabletas y se las tragó, y estaba tapando el frasco cuando algo la detuvo. Se quedó mirando el frasco. Había muchas más. Podía tomarse un puñado. Con eso acabaría: rápidamente. La otra forma era demasiado lenta y la hacía sentir muy mal. Qué suerte que hubiera llamado alguien entonces. Qué suerte…

– ¿Se llama señorita Forbes?

– Supongo que sí. Sí.

– Déjeme ver. Cambió la reserva, de Haines Road a Old Town, recogida, sí, aquí está. Lo cambió por Gower Street. ¿Le suena?

– Sí, sin duda.

– Vale. Clínica GG & O, Gower Street. Al lado de UCH. Recogida esta tarde, hora por confirmar.

– Gracias -dijo Nick-, muchas gracias.

Si pensaba hacer aquella cosa horrible esa mañana, estarían a punto. Podrían estar haciéndolo en ese momento. Tenía que darse prisa, como había dicho Josh.

– Kate, cariño, pasa. Estás tan guapa como siempre. ¿Cómo va todo?

– Bien, Fergus. Vaya, perdona, lo siento.

Era extraordinaria la forma como los jóvenes respondían al móvil, pensó Fergus, como si todas las llamadas fueran cruciales, mucho más cruciales que cualquier otra cosa que estuvieran haciendo. Les veías sentados en grupo, en un gran grupo, y la mitad, en cualquier momento, estaban hablando por el móvil. Era curioso. Y no parecían pensar que interrumpir una conversación fuera ni remotamente de mala educación.

– Lo siento. Lo apagaré. Era Ed. ¿Conoces a Ed? El novio de Martha.

– Sí. Y recuerdo que era muy guapo.

– ¡Y que lo digas! Sí. En fin, dice que la señora Hartley, la madre de Martha, está muy deprimida. Es que yo les escribí, a los señores Hartley, porque pensaba que ella era mi abuela, ¿sabes?, mi otra abuela, y parecía muy buena y me dio mucha pena, y el señor Hartley le ha dicho a Ed que mi carta la había animado un poco, no sé por qué, y que me lo dijera. Es una lástima que no podamos decírselo, en cierto modo…

– Espero que no lo hagas -dijo Fergus nervioso-, a mí no me parece una buena idea en absoluto.

– ¡Fergus! No soy tan tonta. En fin, he venido para hablar del contrato con Smith. Creo que tendría que firmarlo, ahora me siento muy diferente y…

Nick atravesó Knightsbridge a toda velocidad y atajó por el parque. Por favor, que no estuvieran los policías montados. Estaban. Esperó un momento atormentándose, y después dio la vuelta haciendo chirriar las ruedas y atajó por Bayswater Road. Allí también había un tráfico denso: lo cruzó rápidamente, y cogió una calle secundaria, serpenteando por calles estrechas y placitas, adelantando a otros conductores (sorprendido por su indignación; él conducía como siempre, sólo que más deprisa). Estuvo a punto de matar a dos perros, un gato y casi mató del susto a una viejecita de aspecto majestuoso que bajó a la calzada sin mirar, como suelen hacer las viejecitas majestuosas. Ella le amenazó con el puño, y cuando miró por el retrovisor, la vio apuntándole con el dedo a otro transeúnte. Cortó por Baker Street, se abrió camino hasta Welbeck Street, y después tomó la dirección norte, con la mente centrada en que tenía que llegar a Gower Street a tiempo. En cierto momento se encontró frente a un rótulo de prohibida la entrada en una calle de un sentido. Le pareció lo más lógico seguir adelante. Tuvo suerte.

En Gower Street tuvo que localizar la clínica, que según el hombre estaba al final de la calle: ¿dónde?, maldita sea. Ah, ya. No había parquímetros, por supuesto, sólo líneas amarillas por todas partes.

Dejó el coche y se enfrentó a un guardia de tráfico que le preguntó qué hacía.

– Salvar una vida -dijo Nick.

El hombre ya lo había oído antes.

– Tengo que ponerle una multa -dijo.

– Bien. Vale. Me encantará. Adelante.

El guardia le miró fijamente y después escribió la multa, meneando la cabeza.

Ahí estaba, una puerta discreta y recién pintada: con una placa de bronce que decía GG & O. Qué estupidez de nombre para una clínica. Apretó el timbre. La puerta se abrió con un zumbido pretencioso.

Había una mesa de recepción en la entrada, con un gran jarrón de flores. A la izquierda del jarrón había una mujer joven y sonriente con un traje azul marino y una blusa de flores y un lazo en el cuello.

– Buenos días -dijo-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Diciéndome dónde… dónde está mi esposa -dijo Nick.

Le pareció que estarían más dispuestos a ayudarle si asumía la posición de su marido. Se sentó respirando con dificultad. Se sentía raro.