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Seguía espantosamente despejada, y espantosamente asustada. Miró el reloj. Sólo eran las doce y media. ¿Cómo iba a pasar el resto de la noche? Mierda. Era horrible.

Pero era la última. La última vez.

Nick se despertó temprano. Había sido un trayecto infernal, pero había llegado a medianoche a Hampstead, agotado, y se había acostado. El dolor del brazo le había despertado. Fue a la cocina y se tomó un par de analgésicos. Eran bastante fuertes y le hicieron sentir muy aturdido. Se preparó un té. Podía salir a dar una vuelta para aclararse la cabeza. Se moría de ganas de poder volver a correr. Por ahora le dolía demasiado el brazo y destruía todo el placer. Iría a dar una vuelta, compraría los periódicos, volvería, desayunaría y después se acercaría a Westminster. Seguro que se cocía algo y sería agradable volver a poner los pies allí. Lo echaba de menos, como si fuera su casa.

Fue caminando hasta Heath Street, compró el Times, el Guardian y el Daily Mail. Con eso se pondría al día de lo que ocurría en el país. Sus padres sólo compraban el Telegraph. Después entró en una tienda a comprar un par de cruasanes y volvió a casa.

Estaba terminando con el segundo cuando un artículo del Mail le llamó la atención: «Equipo para escapadas», decía, y era sobre lo que tenías que ponerte para viajar y cómo estar tan guapo -o tan feo- como los ricos y famosos. Había muchas fotos de personajes saliendo de los aeropuertos, en los últimos días: Madonna, Nicole Appleton, Kate Moss, Jude Law, Jonathan Ross, Jasper Conran, y Gideon Keeble. Como siempre, extraordinariamente elegante, bastante más que muchos de los otros, con un traje de hilo y un sombrero panamá. Cabrón. Además de todo su dinero, era guapo y tenía clase.

Los pies de foto decían adónde iba cada uno, la mayoría al sol. El adicto al trabajo Keeble, como le llamaban, se iba a Melbourne de viaje de negocios. Vaya, eso sí era ser un adicto al trabajo. Jocasta no se veía por ninguna parte; no era bastante famosa, imaginó. Keeble tampoco lo era, en realidad.

Debían de necesitar una persona más para llenar la página y habían aprovechado. Puede que ella no hubiera ido. Puede que estuviera en Londres, en aquella absurda mansión. O en Wiltshire. ¿O era Bershire?

Podía probar. Podía llamarla. Ella le había llamado y le había dejado un mensaje y él no le había contestado. La verdad es que su mensaje había sido un poco frío e inequívoco en su intención, y le había molestado bastante, también, que tardara tanto en acusar recibo de sus postales. Pero podía llamarla, decirle que estaba bien, que volvía a estar en Londres si le necesitaba… No, eso no, para qué iba a necesitarle. En fin, que había vuelto, y que gracias por llamar.

Tardó cinco minutos en decidirse. Finalmente, se dijo que habían acordado ser amigos, y que eso era lo que haría un amigo, y la llamó al móvil.

Estaba apagado.

Bien, pues sería mejor dejarlo. O podía intentar llamarla a casa. A ver si estaba. ¿Por qué no? No había ninguna razón para no hacerlo, era mucho menos clandestino, en realidad, que llamarla al móvil. Era una demostración de lo inocente de su llamada. La llamada de un amigo.

Marcó el número de la casa grande, y se puso una voz desconocida. Una voz desconocida con acento filipino.

– Residencia del señor Keeble.

Era una fraseología un poco rara. Ahora debería ser la residencia de los señores Keeble.

– Buenos días. ¿Está la señora Keeble?

– ¿La señora Keeble? No, la señora Keeble no está.

– Ah, bien. ¿Está de viaje con el señor Keeble? ¿O está en el campo?

– La señora Keeble no vive aquí. Ella…

Se oyó una breve disputa y entonces se puso la señora Hutching. Nick reconoció su voz.

– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?

El corazón de Nick se estaba acelerando de una forma peculiar.

– Es la señora Hutching, ¿verdad? Buenos días. No se acordará de mí, soy un amigo de la señora Keeble. Nicholas Marshall. He ido un par de veces. Quería hablar con ella, si está en casa.

– Lo siento, señor Marshall, no está. Está fuera.

– ¿Con el señor Keeble? ¿En el campo?

– No estoy segura. Si quiere dejarle un recado…

Nick dejó el mensaje y colgó. Estaba un poco aturdido. Sería el efecto de las pastillas. Pero la primera mujer había dicho que Jocasta ya no vivía allí. Era extranjera, eso sí, y quizá quería decir otra cosa, como que no vivía allí en ese momento. Sin embargo, la señora Hutching había estado bastante rara, también. Sin duda.

Mierda. ¿Había dejado Jocasta a Gideon? No podía haberle dejado. No podía. Se lo habría dicho. Seguro. Si no se lo había dicho, sus perspectivas no eran muy halagüeñas.

Nick se levantó, paseó por la pequeña cocina y después llamó a Clio. Ella lo sabría. Ella se lo diría.

Jocasta estaba despierta desde hacía tres horas, las tres horas más largas que podía recordar. Se había quedado en la cama mirando cómo pasaban los segundos, deseando que fuera más tarde. Se tomó su tiempo. Sólo eran las seis y media. Se encontraba fatal. Tenía un dolor de cabeza más fuerte y unas náuseas terribles. Si eso eran las náuseas del embarazo, suerte que sería el último día que las sentía.

Estaba asustada y se sentía muy sola. Si al menos tuviera alguien con quien hablar. Que le dijera que estuviera tranquila, que hacía lo correcto, que todo iría bien. Incluso Clio diciéndole que se equivocaba habría sido preferible a eso.

Pero no había nadie. Y le faltaban tres horas interminables.

No podía soportarlo más. Decidió salir a dar una vuelta.

Lo primero que pensó Clio cuando se despertó fue en Jocasta. Cómo debía de sentirse. Por mucho que dijera, ella sabía que estaría asustada y preocupada. Cuanto más hablaba y protestaba Jocasta, más angustiada estaba. Y hablaba por los codos. La llamaría y le diría que iría a verla por la noche. Aunque no estuviera angustiada se encontraría fatal, dolorida y cansada. Y aunque algunos lo dijeran, Clio sabía por experiencia que no era verdad que las mujeres sintieran sobre todo alivio después de un aborto. Sí se sentían aliviadas, pero también culpables y se sentían mal y se hacían reproches.

La llamó a casa pero saltó el contestador.

– Soy yo -dijo-. Sólo quería saber si estabas bien y desearte suerte. He pensado que iré a verte esta noche. No hace falta que llames, pasaré sobre las siete. A menos que no quieras. Un beso.

Miró el reloj: eran casi las siete. Ya no valía la pena volver a dormirse. Empezaría el día con buen pie. Se duchó, y comenzaba a vestirse cuando sonó el teléfono. Sería Jocasta, que había oído su mensaje.

Pero no era Jocasta. Era Nick.

Jocasta estaba en medio de Clapham Common cuando se mareó. Se acuclilló, bajó la cabeza y respiró hondo e intentó no dejarse llevar por el pánico. ¿Qué haría ahora?

– ¿Te encuentras bien? -Una chica, una corredora, se había parado y se inclinaba sobre ella.

Jocasta la miró, intentó sonreír y vomitó en la hierba.

– Lo siento -dijo-, lo siento mucho. Sí, quiero decir, no. No me encuentro bien. ¿Tienes móvil?

– Sí. -La chica buscó en la riñonera y le pasó el teléfono a Jocasta.

Casi no se veía con fuerzas de hacer la llamada.

Clio se sentía fatal. Era la peor mentirosa del mundo. Había hecho lo que había podido, había soltado su historia de que hacía unos días que no veía a Jocasta, que no sabía si seguía con Gideon y que no sabía dónde estaba. Le había salido de pena. Se lo había dicho el propio Nick. Con bastante amabilidad le había dicho:

– Clio, esto es penoso. Sabes perfectamente dónde está. Venga ya. ¿Está en casa? En Clapham. Mira, veo que la proteges por algún motivo. Seguramente te ha hecho jurar no decírmelo. Si no dices nada daré por supuesto que está en Clapham. ¿Vale?