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Bastaba tallar las paredes con su cuchillo para cosechar una fortuna. Si llenaba la calabaza que le había dado Walimaí con esas piedras preciosas, regresaría a California convertido en millonario, podría pagar los mejores tratamientos para la enfermedad de su madre, comprar una casa nueva para sus padres, educar a sus hermanas. ¿Y para él? Se compraría un coche de carrera para matar de envidia a sus amigos y dejar a Cecilia Burns con la boca abierta. Esas joyas eran la solución de su vida: podría dedicarse a la música, a escalar montañas o a lo que quisiera, sin tener que preocuparse de ganar un sueldo… ¡No! ¿Qué estaba pensando? Esas piedras preciosas no eran sólo suyas, debían servir para ayudar a los indios. Con esa increíble riqueza obtendría poder para cumplir con la misión que le había asignado Iyomi: negociar con los nahab. Se convertiría en el protector de la tribu y de sus bosques y cascadas; con la pluma de su abuela y su dinero transformarían el Ojo del Mundo en la reserva natural más extensa del mundo. En unas pocas horas podría llenar la calabaza y cambiar el destino de la gente de la neblina y de su propia familia.

El muchacho empezó a hurgar con la punta de su cuchillo en torno a una piedra verde, haciendo saltar pedacitos de la roca. Minutos más tarde logró soltarla y cuando la tuvo entre los dedos pudo verla bien. No tenía el brillo de una esmeralda pulida, como las de los anillos, pero sin duda era del mismo color. Iba a ponerla en la calabaza, cuando recordó el propósito de esa misión al fondo de la tierra: llenar la calabaza con el agua de la salud. No. No serían joyas las que comprarían la salud de su madre; se requería algo milagroso. Con un suspiro guardó la piedra verde en el bolsillo del pantalón y siguió adelante, preocupado porque había perdido minutos preciosos y no sabía cuánto más debería andar hasta llegar a la fuente maravillosa.

De súbito el sendero terminó ante un cúmulo de piedras. Alex tanteó seguro que debía haber una forma de seguir adelante, no podía ser que su viaje terminara de esa manera tan abrupta. Si Walimaí lo había enviado a ese infernal viaje a las profundidades de la montaña era porque la fuente existía, todo era cuestión de encontrarla; pero podría ser que hubiera tomado el camino equivocado, que en alguna bifurcación del túnel se hubiera desviado. Tal vez debió cruzar la laguna de leche, porque la muchacha no era una tentación para distraerlo, sino su guía para encontrar el agua de la salud… Las dudas empezaron a retumbar como gritos a todo volumen en su cerebro. Se llevó las manos a las sienes, procurando calmarse, repitió la respiración profunda que había practicado en el túnel, y prestó oídos a la voz remota de su padre, que lo guiaba. Debo situarme en el centro de mí mismo, donde hay calma y fuerza, murmuró. Decidió no perder energía contemplando los posibles errores cometidos, sino en el obstáculo que tenía por delante. Durante el invierno del año anterior, su madre le había pedido que trasladara una gran pila de leña del patio al fondo del garaje. Cuando él alegó que ni Hércules podía hacerlo, su madre le mostró la forma: un palo a la vez. El joven fue quitando piedras, primero los guijarros, luego las rocas medianas, que se soltaban con facilidad, finalmente los peñascos grandes. Fue un trabajo lento y pesado, pero al cabo de un tiempo había abierto un boquete. Una bocanada de vapor caliente le dio en el rostro, como si hubiera abierto la puerta de un horno, obligándolo a retroceder. Esperó, sin saber cuál era el paso siguiente, mientras salía el chorro de aire. Nada sabía de minería, pero había leído que en el interior de las minas suele haber escapes de gas y supuso que, si de eso se trataba, estaba condenado. Se dio cuenta que a los pocos minutos el chorro disminuía, como si hubiera estado a presión, y finalmente desaparecía. Aguardó un rato y luego asomó la cabeza por el hueco.

Al otro lado había una caverna con un pozo profundo en el centro, de donde surgían humaredas y una luz rojiza. Se oían pequeñas explosiones, como si abajo hirviera algo espeso, que reventaba en burbujas. No tuvo que acercarse para adivinar que debía ser lava ardiente, tal vez los últimos residuos de actividad de un antiquísimo volcán. Estaba en el corazón del cráter. Contempló la posibilidad de que los vapores fueran tóxicos, pero como no olían mal decidió que podía adentrarse en la caverna. Pasó el resto del cuerpo por la apertura y se encontró sobre un suelo de piedra caliente. Aventuró un paso, luego otro más, decidido a explorar el recinto. El calor era peor que una sauna y pronto estuvo completamente bañado en sudor, pero había suficiente aire para respirar. Se quitó la camiseta y se la amarró en torno a la boca y la nariz. Le lloraban los ojos. Comprendió que debía avanzar con extrema prudencia para no resbalar al pozo.

La caverna era amplia y de forma irregular, alumbrada por la luz rojiza y titilante del fuego que crepitaba abajo. Hacia su derecha se abría otra sala, que exploró tentativamente, descubriendo que era más oscura, porque apenas llegaba la luz que alumbraba la primera. En ella la temperatura resultaba más soportable, tal vez por alguna fisura entraba aire fresco. El muchacho estaba en el limite de su resistencia, empapado de sudor y sediento, convencido de que las fuerzas no le alcanzarían para regresar por el largo camino que ya había recorrido. ¿Dónde estaba la fuente que buscaba?

En ese momento sintió una fuerte brisa y de inmediato una vibración espantosa que resonó en sus nervios, como si estuviera dentro de un gran tambor metálico. Se tapó los oídos en forma instintiva, pero no era ruido, sino una insoportable energía y no había forma de defenderse de ella. Se volvió buscando la causa. Y entonces lo vio. Era un murciélago gigantesco, cuyas alas extendidas debían medir unos cinco metros de punta a punta. Su cuerpo de rata era dos veces más grande que su perro Poncho y en su cabezota se abría un hocico provisto de largos colmillos de fiera. No era negro, sino totalmente blanco, un murciélago albino.

Aterrado, Alex comprendió que ese animal, como las Bestias, era el último sobreviviente de una edad muy antigua, cuando los primeros seres humanos levantaron la frente del suelo para mirar asombrados a las estrellas, miles y miles de años atrás. La ceguera del animal no era una ventaja para él, porque esa vibración era su sistema de sonar: el vampiro sabía exactamente cómo era y dónde se encontraba el intruso. La ventolera se repitió: eran las alas agitándose, listas para el ataque. ¿Era ése el Rahakanariwa de los indios, el terrible pájaro chupasangre?

Su mente echó a volar. Sabía que sus posibilidades de escapar eran casi nulas, porque no podía retroceder a la otra sala y echar a correr en ese terreno traicionero sin riesgo de caer al pozo de lava. En forma instintiva se llevó la mano a la navaja del Ejército suizo que tenía en la cintura, aunque sabía que era un arma ridícula comparada con el tamaño de su enemigo. Sus dedos tropezaron con la flauta colgada de su cinturón, y sin pensarlo dos veces la desató y se la llevó a los labios. Alcanzó a murmurar el nombre de su abuelo Joseph Coid, pidiéndole ayuda en ese instante de peligro mortal, y luego comenzó a tocar.

Las primeras notas resonaron cristalinas, frescas, puras, en aquel recinto maléfico. El enorme vampiro, extremadamente sensible a los sonidos, recogió las alas y pareció encogerse de tamaño. Había vivido tal vez varios siglos en la soledad y el silencio de ese mundo subterráneo, aquellos sonidos tuvieron el efecto de una explosión en su cerebro, se sintió acribillado por millones de punzantes dardos. Lanzó otro grito en su onda inaudible para oídos humanos, aunque claramente dolorosa, pero la vibración se confundió con la música y el vampiro, desconcertado, no pudo interpretarla en su sonar.

Mientras Alex tocaba su flauta, el gran murciélago blanco se movió hacia atrás, retrocediendo poco a poco, hasta quedar inmóvil en un rincón, como un oso blanco alado, los colmillos y las garras a la vista, pero paralizado. Una vez más el muchacho se maravilló del poder de esa flauta, que lo había acompañado en cada momento crucial de su aventura. Al moverse el animal, vio un tenue hilo de agua que chorreaba por la pared de la caverna y entonces supo que había llegado al fin de su camino: estaba frente a la fuente de la eterna juventud. No era el abundante manantial en medio de un jardín, que describía la leyenda. Eran apenas unas gotas humildes deslizándose por la roca viva. Alexander Coid avanzó con cautela, un paso a la vez, sin dejar de tocar la flauta, acercándose al monstruoso vampiro, procurando pensar con el corazón y no con la cabeza. Era ésa una experiencia tan extraordinaria, que no podía confiar sólo en la razón o la lógica, había llegado el momento de utilizar el mismo recurso que le servía para escalar montañas y crear música: la intuición. Trató de imaginar cómo sentía el animal y concluyó que debía estar tan aterrado como él mismo lo estaba. Se encontraba por primera vez ante un ser humano, nunca había escuchado sonidos como el de la flauta y el ruido debía ser atronador en su sonar, por eso estaba como hipnotizado. Recordó que debía recoger el agua en la calabaza y regresar antes del anochecer. Resultaba imposible calcular cuántas horas había estado en el mundo subterráneo, pero lo único que deseaba era salir de allí lo antes posible.