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Se miró desconsolada. Nada tenía para dar. Sólo llevaba puestos una camiseta, unos pantalones cortos y un canasto atado a la espalda. Al revisar su cuerpo se dio cuenta por primera vez de arañazos, magulladuras y heridas abiertas que le habían producido las rocas al ascender la montaña. Su sangre, donde se concentraba la energía vital que le había permitido llegar hasta allí, era tal vez su única posesión valiosa. Se aproximó, presentando su cuerpo adolorido para que la sangre goteara sobre el nido. Unas manchitas rojas salpicaron las suaves plumas. Al inclinarse sintió el talismán contra su pecho y comprendió de inmediato que ése era el precio que debía pagar por los huevos. Dudó por largos minutos. Entregarlo significaba renunciar a los poderes mágicos de protección, que ella atribuía al hueso tallado, regalo del chamán. Nunca tendría nada tan mágico como ese amuleto, era mucho más importante para ella que los huevos, cuya utilidad no podía siquiera imaginar. No, no podía desprenderse de eso, decidió.

Nadia cerró los ojos, agotada, mientras el sol que se filtraba por las nubes iba cambiando de color. Por unos instantes regresó al sueño alucinante de la ayahuasca, que tuvo en el funeral de Mokarita y volvió a ser el águila volando por un cielo blanco, suspendida por el viento, ligera y poderosa. Vio los huevos desde arriba, brillando en el nido, como en esa visión, y tuvo la misma certeza de entonces: esos huevos contenían la salvación para la gente de la neblina. Por último, abrió los ojos con un suspiro, se quitó el talismán del cuello y lo colocó sobre el nido. Enseguida estiró la mano y tocó uno de los huevos, que al punto cedió y pudo levantarlo sin esfuerzo. Los otros dos fueron igualmente fáciles de tomar. Colocó los tres con cuidado en su canasto y se dispuso a descender por donde había subido. Aún se filtraba luz de sol a través de las nubes; calculó que el descenso debía ser más rápido y que llegaría abajo antes del anochecer, como le había advertido Walimaí.

EL AGUA DE LA SALUD

Mientras Nadia Santos ascendía a la cima del tepui, Alexander Coid bajaba por un pasaje angosto hacia el vientre de la tierra, un mundo cerrado, caliente, oscuro y palpitante, como sus peores pesadillas. Si al menos tuviera una linterna… Debía avanzar a tientas, gateando a veces y arrastrándose otras, en completa oscuridad. Sus ojos no se acostumbraron, porque las tinieblas eran absolutas. Extendía una mano palpando la roca para calcular la dirección y el ancho del túnel, luego movía el cuerpo, culebreando hacia adentro, centímetro a centímetro. A medida que avanzaba el túnel parecía angostarse y pensó que no podría dar la vuelta para salir. El poco aire que había era sofocante y fétido; era como estar enterrado en una tumba. Allí de nada le servían los atributos del jaguar negro; necesitaba otro animal totémico, algo así como un topo, una rata o un gusano. Se detuvo muchas veces con intención de retroceder antes de que fuera demasiado tarde, pero cada vez siguió adelante impulsado por el recuerdo de su madre. Con cada minuto transcurrido aumentaba la opresión en su pecho y el terror se hacia más y más insondable. Volvió a oír el sordo golpeteo de un corazón, que había escuchado en el laberinto con Walimaí. Su mente, enloquecida, barajaba los innumerables peligros que lo acechaban; el peor de todos era quedar sepultado vivo en las entrañas de esa montaña. ¿Cuán largo era ese pasaje? ¿Llegaría hasta el final o caería vencido por el camino? ¿Le alcanzaría el oxigeno o moriría asfixiado?

En un momento Alexander cayó tendido de bruces, agotado, gimiendo. Tenía los músculos tensos, la sangre agolpada en las sienes, cada nervio de su cuerpo adolorido; no podía razonar, sentía que su cabeza iba a explotar por falta de aire. Nunca había tenido tanto miedo, ni siquiera durante la larga noche de su iniciación entre los indios. Trató de recordar las emociones que lo sacudían cuando quedó colgando de una cuerda en El Capitán, pero no era comparable. Entonces estaba en el pico de una montaña, ahora estaba en su interior. Allí estaba con su padre, aquí estaba absolutamente solo. Se abandonó a la desesperación, temblando, extenuado. Por un tiempo eterno las tinieblas penetraron en su mente y perdió el rumbo, llamando sin voz a la muerte, derrotado. Y entonces, cuando su espíritu se alejaba en la oscuridad, la voz de su padre se abrió camino por las brumas de su cerebro y le llegó, primero como un susurro casi imperceptible, luego con más claridad. ¿Qué le había dicho su padre muchas veces cuando le enseñaba a escalar rocas? «Quieto, Alexander, busca el centro de ti mismo, donde está tu fuerza. Respira. Al inhalar te cargas de energía, al exhalar te desprendes de la tensión. No pienses, obedece tu instinto.» Era lo que él mismo le había aconsejado a Nadia cuando subieron al Ojo del Mundo. ¿Cómo lo había olvidado?

Se concentró en respirar: inhalar energía, sin pensar en la falta de oxigeno, exhalar su terror, relajarse, rechazar los pensamientos negativos que lo paralizaban. Puedo hacerlo, puedo hacerlo…, repitió. Poco a poco regresó a su cuerpo. Visualizó los dedos de sus pies y los fue relajando uno a uno, luego las piernas, las rodillas, las caderas, la espalda, los brazos hasta las puntas de los dedos, la nuca, la mandíbula, los párpados. Ya podía respirar mejor, dejó de sollozar. Ubicó el centro de sí mismo, un lugar rojo y vibrante a la altura del ombligo. Escuchó los latidos de su corazón. Sintió un cosquilleo en la piel, luego un calor por las venas, finalmente la fuerza regresó a su cuerpo, sus sentidos y su mente.

Alexander Coid lanzó una exclamación de alivio. El sonido tardó unos instantes en rebotar contra algo y volver a sus oídos. Se dio cuenta que así actuaba el sonar de los murciélagos, permitiéndoles desplazarse en la oscuridad. Repitió la exclamación, esperó que volviera indicándole la distancia y la dirección, así pudo «oír con el corazón», como le había dicho tantas veces Nadia. Había descubierto la forma de avanzar en las tinieblas. El resto del viaje por el túnel transcurrió en un estado de semiinconsciencia, en el cual su cuerpo se movía solo, como si conociera el camino. De vez en cuando Alex se conectaba brevemente con su pensamiento lógico y en un chispazo deducía que ese aire cargado de gases desconocidos debía afectarle la mente. Más tarde pensaría que vivió un sueño.

Cuando parecía que el angosto pasaje no terminaría nunca, el muchacho oyó un rumor de agua, como un río, y una bocanada de aire caliente alcanzó sus agotados pulmones. Eso renovó sus fuerzas. Se impulsó hacia delante y en un recodo del subterráneo percibió que sus ojos alcanzaban a distinguir algo en la negrura. Una claridad, muy tenue al principio, fue surgiendo poco a poco. Siguió arrastrándose, esperanzado, y vio que la luz y el aire aumentaban. Pronto se encontró en una cueva que debía estar conectada al exterior de alguna manera, porque aparecía débilmente iluminada. Un extraño olor le dio en las narices, persistente, un poco nauseabundo, como de vinagre y flores podridas. La cueva tenía las mismas formaciones de relucientes minerales que viera en el laberinto. Las facetas labradas de esas estructuras actuaban como espejos, reflejando y multiplicando la escasa luz que penetraba hasta allí. Se encontró a la orilla de una pequeña laguna, alimentada por un riachuelo de aguas blancas, como leche magra. Viniendo de la tumba donde había estado, esa laguna y ese río blancos le parecieron lo más hermoso que había visto en su vida. ¿Sería ésa la fuente de la eterna juventud? El olor lo mareaba, pensó que debía ser un gas que se desprendía de las profundidades, tal vez un gas tóxico que le embotaba el cerebro.

Una voz susurrante y acariciadora llamó su atención. Sorprendido, percibió algo en la otra orilla de la pequeña laguna, a pocos metros de distancia, y cuando logró ajustar sus pupilas a la poca luz de la cueva, distinguió una figura humana. No podía verla bien, pero la forma y la voz eran de una muchacha. Imposible, dijo, las sirenas no existen, me estoy volviendo loco, es el gas, el olor; pero la muchacha parecía real, su largo cabello se movía, su piel irradiaba luz, sus gestos eran humanos, su voz seductora. Quiso lanzarse al agua blanca para beber hasta saciarse y para lavarse la tierra que lo cubría, así como la sangre de las magulladuras en sus codos y rodillas. La tentación de acercarse a la bella criatura que lo llamaba y abandonarse al placer era insoportable. Iba a hacerlo cuando notó que la aparición era igual a Cecilia Burns, su mismo cabello castaño, sus mismos ojos azules, sus mismos gestos lánguidos. Una parte aún consciente de su cerebro le advirtió que esa sirena era una creación de su mente, tal como lo eran esas medusas de mar, gelatinosas y transparentes, que flotaban en el aire pálido de la caverna. Recordó lo que había oído de la mitología de los indios, las historias que había contado Walimaí sobre los orígenes del universo, donde figuraba el Río de Leche que contenía todas las semillas de la vida, pero también putrefacción y muerte. No, ésa no era el agua milagrosa que devolvería la salud a su madre, decidió; era una jugarreta de su mente para distraerlo de su misión. No había tiempo para perder, cada minuto era precioso. Se tapó la nariz con la camiseta, luchando contra la penetrante fragancia que lo aturdía. Vio que a lo largo de la orilla donde estaba se extendía un angosto pasaje, que se perdía siguiendo el curso del riachuelo, y por allí escapó. Alexander Coid siguió el sendero, dejando atrás la laguna y la prodigiosa aparición de la muchacha. Le sorprendió que la tenue claridad persistía, al menos ya no debía ir arrastrándose y a tientas. El aroma fue haciéndose más tenue, hasta desaparecer del todo. Avanzó lo más deprisa que pudo, agachado, procurando no golpear la cabeza contra el techo y manteniendo el equilibrio en la estrecha cornisa, pensando que si caía al río más abajo tal vez sería arrastrado. Lamentó no disponer de tiempo para averiguar qué era ese liquido blanco parecido a la leche y con olor a aliño para ensalada. El largo sendero estaba cubierto de un moho resbaloso donde hervía un millar de criaturas minúsculas, larvas, insectos, gusanos y grandes sapos azulados, con la piel tan transparente que se podían ver los órganos internos palpitando. Sus largas lenguas, como de serpiente, intentaban alcanzar sus piernas. Alex echaba de menos sus botas, porque debía patearlos descalzo y sus cuerpos blandos y fríos como gelatina le daban un asco incontrolable. Doscientos metros más allá la capa de moho y los sapos desaparecieron y el sendero se volvió más ancho. Aliviado, pudo echar una mirada a su alrededor y entonces notó por primera vez que las paredes estaban salpicadas de hermosos colores. Al examinarlas de cerca comprendió que eran piedras preciosas y vetas de ricos metales. Abrió su navaja del Ejército suizo y escarbó en la roca, comprobando que las piedras se desprendían con cierta facilidad. ¿Qué eran? Reconoció algunos colores, como el verde intenso de las esmeraldas y el rojo puro de los rubíes. Estaba rodeado de un fabuloso tesoro: ése era el verdadero El Dorado, codiciado por aventureros durante siglos.