Lo único que en el curso de su narración me atemorizaba era, aquella esclava subordinación de su personalidad joven, inteligente y despreocupada por naturaleza, a tan funesta pasión. Creí, por consiguiente, que mi primer deber sería hablar bondadosamente al protegido que de improviso se me había presentado, aconsejándole que se alejara cuanto antes de Montecarlo, donde la tentación era más peligrosa, incitándole a que volviese aquella misma noche a su casa antes de que se notase la desaparición de las joyas y quedara destrozado para siempre su porvenir. Le prometí el dinero que necesitara para realizar el viaje y para rescatar las joyas; pero sólo con una condición: la de que partiera aquella noche y jurara por su honor no tocar jamás un naipe ni arriesgar un céntimo en juegos de azar.
No olvidaré nunca con qué expresión de gratitud, primeramente humilde y luego ardiente, me escuchó aquel desconocido, caído en el abismo; de qué modo bebía mis palabras cuando prometí ayudarlo. Por lo pronto colocó sobre la mesa ambas manos para estrechar las mías con un gesto inenarrable de adoración y al mismo tiempo de solemne promesa. En los brillantes ojos, aunque un tanto extraviados, asomaron las lágrimas; todo su, cuerpo se agitó nerviosamente, conmovido por un incontenible sentimiento de felicidad. Con frecuencia he intentado describirle la capacidad expresiva y única de sus gestos; mas, ése ni siquiera puedo intentar su descripción, por cuanto reflejaba una felicidad ultraterrena, como difícilmente puede ofrecérnosla un rostro humano. Tal expresión sólo es comparable a la sombra blanca en la cual, al despertar de un sueño, a veces, creemos descubrir el rostro de un ángel que se desvanece.
¿Y por qué no confesarlo? No logré resistir aquel gesto. La gratitud nos torna felices porque son muy raras las ocasiones en que se nos hace visible; toda delicadeza nos hace un efecto saludable, y para la mía, fría y mesurada, semejante superabundancia de sentimiento implicaba algo nuevo, agradable y felicísimo.
Pero no era sólo aquel hombre caído y aniquilado sino también el paisaje lo que, después del temporal de la víspera, se serenaba mágicamente. Cuando abandonamos el restaurante, el mar, completamente tranquilo, apareció con toda su magnificencia, bajo el vuelo de las gaviotas cuyas siluetas fugaces se destacaban en el azul purísimo del cielo. Usted conoce perfectamente la Riviera. Se nos presenta siempre bella, bien que monótona; a todas horas brinda un panorama digno de una tarjeta postal. Muestra indolentemente unos colores cansados, una belleza dormida y perezosa que, indiferente, se deja acariciar por todas las miradas, belleza casi orienta¡ en su inmutable y suntuosa disposición. Pero, algunas veces, muy de cuando en cuando, esa belleza reavivase, brilla, avanza, diríamos, hacia nosotros en forma imperativa, alhajada de colores vivos con encendidos destellos, victoriosa, derramando en nosotros sus encantos polícromos, ardiendo toda en sensualidad. Y un día embriagador como éste, fue el siguiente al tempestuoso de la víspera; las avenidas mostraban su blancura, lavadas por ¡a lluvia; el cielo, de un azul turquesa; por doquiera los arbustos, cual antorchas de variados colores, surgían entre húmeda y tierna verdura. Se diría que las montañas, desbordando luz, de pronto habían avanzado, bajo aquel diáfano y espléndido cielo, hacia la población pequeña y pulcra; era posible ver, exteriorizado, las maravillas provocativas y estimulantes que brinda la naturaleza, así como lo inconscientemente que nos atrae hacia ella.
– Tomemos un coche -díjele-; demos una vuelta por la "Corniche".
El joven aceptó complacido. Por primera vez desde su llegada, parecía haberse percatado del paisaje. Hasta aquel instante sólo había conocido la atmósfera viciada del Casino, con aquella concurrencia odiosa y envilecida que se congregaba alrededor de las mesas de juego, así como el mar gris y embravecido de la noche anterior. Ahora, en vez, desplegábase ante nosotros el abanico inmenso de la playa asoleada y las miradas vagaban borrachas de lejanía en lejanía. Paseábamos lentamente (no había aún automóviles en aquellos días) por la ruta carretera, pasando por delante de innumerables chalets y deteniéndose ante perspect¡vas admirables. Cien veces, frente a cada residencia, a cada chalet sombreado por verdes pinos, un recóndito deseo apuntaba en mi mente: ¡Aquí podría vivir tranquila, feliz, apartada del mundo!
¿Fui yo, en mi vida, alguna vez tan dichosa como en aquella hora? No lo sé… A mi vera, en el coche, iba aquel joven, que ayer bajo la zarpa de la fatalidad y de la muerte habla estado; y que, ahora, gozaba maravillado del magnífico espectáculo. Parecía muchísimo más joven. Era como un adolescente, hermosa y delicada criatura, de ojos risueños y juguetones y, al mismo tiempo, saturados de respeto. En él lo que más me seducía era su delicadeza espiritual. Si el coche marchaba cuesta arriba y se cansaban los caballos, apeábase ágilmente para empujarlo por detrás. Si yo nombraba o señalaba alguna flor por el camino, bajaba a buscármela. A un sapito que, maltrecho, penosamente se arrastraba por la carretera, lo levantó y con sumo cuidado lo colocó sobre el pasto del paseo para que no lo aplastara un coche. Mientras tanto, íbame contando jovialmente las cosas más divertidas y graciosas. Paréceme que aquella risa era como una liberación y que de no haber podido reír, hubiera debido saltar, cantar, o realizar cualquier chiquillada. ¡Tanta era su felicidad! Después, cuando nos hallamos en las alturas, ante una pequeña aldea, se descubrió al punto., respetuoso. Me extrañé: ¿a quién saludaba, inquirí, desconocido como era entre desconocidos? A mi pregunta sonrió ligeramente, manifestando en tono de excusa que habíamos pasado por delante de una iglesia y que en Polonia, su patria, como en todo país realmente católico;, están desde la infancia acostumbrados a descubrirse al pasar frente a uno de esos edificios. Tan delicada devoción religiosa conmovióme profundamente.
Al mismo tiempo, como yo me acordase de la cruz de la cual me habla hablado, le pregunté si, en efecto, era creyente. cuando asintió, diciendo que esperaba participar de la gracia divina, tuve de pronto una idea, ante aquellas palabras dichas con un tanto de pudor:
– ¡Párese! -grité al cochero, y descendí del carruaje. El me siguió, entre confuso y sorprendido:
– ¿A dónde vamos? Sólo respondí: -Venga conmigo.
Con él retrocedí hasta la iglesia. Era una capilla de ladrillo. Los muros interiores, pintados con cal, grises y desnudos, reflejaban una claridad difusa: las puertas estaban completamente abiertas, proyectando en la oscuridad un haz de luz amarillenta y cruda. Las sombras rodeaban el altar, envuelto por un nimbo azulado. Dos velas parecían contemplar, con turbia mirada, a través de la penumbra impregnada de incienso. Entramos. El se despojó del sombrero, llevó la mano a la pila de agua bendita, se persignó y dobló la rodilla frente al altar. Apenas se levantó lo atraje hacia mí, diciéndole:
– Arrodíllese ante e¡ altar o frente a cualquiera imagen sagrada y formule la promesa de la cual hemos hablado antes.
Asombrado, casi horrorizado, me contempló. Pero, habiendo comprendido, se acercó rápidamente a un altar, hizo la señal de la cruz y se arrodi!ló obediente.
– Repita las palabras que voy a dictarle -ordené, temblando yo misma de emoción-; diga: "Juro…"
– Juro -repitió-, que nunca más volveré a jugar por dinero; que nunca volveré a sacrificar mi vida ni mi honor a la pasión del juego.
Tembloroso repitió esas palabras: que resonaron claramente en el ámbito del templo desierto. Luego -guardamos silencio, un silencio tan profundo que claramente llegaba hasta nosotros del exterior el murmullo de las ramas de los árboles agitados por el viento. De pronto aquel joven cayó al suelo cual un penitente y comenzó a decir en polaco rápidas y confusas palabras, agitado por un frenesí realmente insólito. Debía tratarse de una plegaria, alguna exaltada plegaria en acción de gracias, pues a cada momento su dolorosa confesión obligábale a inclinar humildemente la cabeza, pronunciando cada vez con mayor exaltación aquellas extrañas palabras y repitiendo constantemente una de ellas con fervor realmente indescriptible. Nunca, ni antes ni después, he visto rezar de tal manera a una persona. Sus crispadas manos arañaban el reclinatorio de madera; el cuerpo parecía agitado por un huracán interior que ya le hacía erguirse poseído de loca excitación, ya abatíase de nuevo contra el suelo. No veía ni oía. Toda su persona parecía encontrarse en otro mundo, en un purgatorio o en el tránsito de elevación hacia una esfera superior. A¡ cabo se levantó lentamente, se persignó y volvió la cabeza con esfuerzo. Sus rodillas temblaban, su rostro estaba muy pálido, como el de un hombre extenuado. Al mirarme, brillaron empero sus ojos y una sonrisa de pura y sincera devoción avivó la expresión exaltada de su semblante. Se aproximó a mí, inclinóse profundamente como suelen hacerlo los rusos, y tomó mis manos para rozarlas devotamente con sus labios.