Desde luego, en mi nuevo encuentro con él se imponía de mi parte un gran esfuerzo. Porque todo cuanto había acontecido la noche anterior habíase desenvuelto en la obscuridad, en lo profundo de un abismo, al modo de dos piedras que ruedan juntas por un torrente y violentamente chocan una contra otra. Nos habíamos hablado cara a cara y no tenía siquiera la seguridad de que e+ desconocido me reconociese. El día anterior todo había sido un azar, una embriaguez; el arrebato de locura de dos seres que desvarían. Aquella mañana, en cambio, tenía que entregarme a él más abiertamente, presentándole a la luz del día mi rostro y mi persona, como un ser real y viviente.

Pero todo se produjo más fácilmente de lo que yo me imaginaba. A la hora convenida, cuando me dirigí al Casino, un hombre joven se levantó rápidamente de un banco y corrió a mi encuentro. Fue tan espontáneo, tan infantil, tan feliz en su expresión admirativa como en cada uno de sus elocuentes gestos de la víspera. Vólo hacia mí con un vivaz destello de alegría, de reconocimiento y a la vez de respeto expresado en los ojos, los cuales delicadamente bajó al ver los míos confusos ante su presencia. Raramente se llega a observar la gratitud de los hombres; los agradecidos no saben por lo común cómo exteriorizarlo, se sienten cohibidos, callan avergonzados y, con harta frecuencia, desean ocultar sus sentimientos y se muestran con una extrema torpeza. Pero en aquel joven al cual Dios había otorgado, según parece, la facultad de exteriorizar todos sus sentimientos en una forma bella, espiritual y plástica, el gesto expresivo de la gratitud irradiaba de todo su cuerpo como una pasión. Inclinóse, tomándome la mano, y así, noblemente curvada la línea gentil de su busto, se mantuvo por espacio de unos segundos depositando un respetuoso beso que apenas me rozó los dedos. Luego, ya erguido otra vez, me preguntó cómo seguía, me miró conmovido, y fue tal y tanta la corrección de cada una de sus palabras, que al cabo de pocos minutos el resto de inquietud que en mí subsistía, se desvaneció enteramente.

Como un reflejo de la limpidez de nuestros sentimientos, la Naturaleza quiso brillar en torno nuestro con su máximo esplendor. El mar, ayer furiosamente agitado, permanecía ahora tan sereno, silencioso e iluminado que cada una de las pulidas y blancas piedras del fondo descubríase a nuestra mirada. El Casino, caverna infernal y siniestra, aparecía con una brillantez morisca bajo el cielo diáfano. Y el quiosco, bajo cuya marquesina la estrepitosa lluvia de la víspera nos obligó a cobijarnos, se había trocado en una tienda de flores, que exhibía su policromía y cuya venta atendía una joven de blusa encarnada.

Invité al desconocido a almorzar conmigo en un pequeño restaurante. Allí me narró su trágica aventura. Fue una cabal confirmación de mi primera sospecha, cuando por vez primera vi sus manos trémulas y crispadas sobre la mesa de juego.

Pertenecía a una noble y antigua familia de la Polonia austríaca. Cursaba la carrera diplomática en Viena y hacía un mes que había pasado el primer examen con extraordinario éxito. Para celebrar ese acontecimiento, un tío suyo, alto oficial del estado mayor, que vivía con él, le llevó a las carreras de caballos. El tío, hombre afortunado en el juego, ganó tres carreras seguidas, y con el dinero ganado fueron a cenar a un restaurante de moda. Al día siguiente, como recompensa por el éxito logrado en su primer examen, el padre le envió en un cheque la paga de una de sus mensualidades. Dos días antes esa suma le hubiera parecido elevada; pero ahora, después de la facilidad con que vio ganar una fortuna a su tío, la encontró insignificante y reducida. Así, pues, después de la comida, volvió a las carreras de caballos. Jugó anheloso y apasionado y quiso su suerte, o quizá su mala suerte, que ganara el triple de la vez anterior. A partir de entonces se apoderó de él la locura del juego; jugó en las carreras, en los cafés, en el club, dejando de estudiar y consumiendo tiempo, nervios y, sobre todo, dinero. No podía pensar ni dormir tranquilamente; no lograba dominarse a sí mismo. Una vez, durante la noche, al regresar del club a su casa, creyendo haberlo perdido todo, encontró todavía, mientras se desnudaba, olvidado un billete en uno de los bolsillos del chaleco. No logró contenerse: volvió a vestirse y vagó por los cafés hasta que, en uno de ellos, encontró a algunos jugadores. Allí permaneció jugando hasta la madrugada. En otra oportunidad, una hermana casada le ayudó a pagar sus deudas a los usureros, los cuales se mostraban siempre dispuestos a conceder crédito al que sabían heredero de una rica familia aristocrática. Durante cierto tiempo volvió a sonreírle la suerte; pero después perdió indefectiblemente todos los días. Cuanto más perdía, más febrilmente buscaba el desquite salvador, obligado como estaba por sus descubiertos compromisos y sus palabras de honor empeñadas. Tiempo hacía que se había jugado el reloj y sus trajes. Finalmente llegó a lo inevitable: robó de un armario a una tía suya dos valiosos "boutons" que ella lucía raramente. Uno de ellos lo empeñó por una suma considerable, la que logró cuadruplicar aquella noche en el juego. Pero, en lugar de redimir la joya, continuó jugando y lo perdió todo. A la hora de su partida el robo no había sido descubierto todavía, así es que vendió también el segundo. Obedeciendo a una repentina inspiración, salió para Montecarlo, donde en la ruleta esperaba hallar la soñada fortuna. Aquí había vendido ya sus baúles, sus trajes, sus paraguas; no le restaba más que el revólver con cuatro proyectiles y una cruz diminuta incrustada de piedras preciosas, obsequio de su madrina, la duquesa X., de la cual no quería desprenderse. Mas también aquella tarde había vendido la cruz por cincuenta francos, sólo por probar, por la noche, en desesperado esfuerzo, una vez más, a vida o muerte, el capricho veleidoso de la suerte.

Todo me lo contaba-con la arrebatadora gracia en él peculiar. Lo escuchaba conmovida, trastornada y con el ánimo oprimido; empero ni un solo momento me asaltó la idea de indignarme ante el hecho de que el hombre que se sentaba a mi lado fuese precisamente un ladrón. Si el día antes cualquiera me hubiese dicho a mí, una dama intachable y que imponía en su trato la máxima seriedad, que iba a sentarme a la mesa en compañía de un joven desconocido, no mayor que mis propios hijos, y que había' robado unas joyas, lo hubiese tomado por un loco. Mas, ni un solo momento, durante su relato, experimenté el más leve sentimiento de repugnancia. Hablaba él con tanta naturalidad y pasión, que su acto, más que un hecho delictuoso, semejaba la descripción de un proceso febril o del curso de una enfermedad. Más todavía: para quien, como yo, la víspera había obrado de una manera tan desastrosamente inesperada en una persona de mi posición, la palabra "imposible" parecía haber perdido de pronto su sentido. En aquellas dieciséis horas había aprendido más de la realidad de la vida que en cuarenta años de apacible y ejemplar existencia burguesa…

No obstante, había algo que me atemorizaba en la confesión del joven: me refiero a la mirada febril de sus ojos y que, cada vez que hacía alusión a su pasión por el juego, contraía vivamente todos los músculos de su rostro. Mientras se expresaba en esta forma, excitábase nuevamente; con terrible claridad dibujábanse en la plástica expresión de su semblante varios matices de alegría o de pesimismo. Inconscientemente, sus manos (admirables manos delgadas y nerviosas), como cuando estaba en la mesa de juego, trocábanse en dos animales de presa que se acometen uno a otro n se rehuyen mutuamente. Las veía temblar desde la muñeca hasta la punta de los dedos, retorcerse, abatirse y caer una sobre otra con energía, para separarse de golpe y volver a juntarse formando como un ovillo.

cuando hizo alusión al robo de los "boutons", a pesar mío me estremecí. Entonces las manos, saltando con rapidez propia del rayo; esbozaron el ademán del ladrón al apoderarse de un objeto. Pude ver perfectamente cómo los dedos, muy abiertos, ávidamente, agarraban las joyas ocultándolas presto en el hueco del puño. Y con un sentimiento de terror indefinible llegué a reconocer que aquel hombre tenía envenenada por la demoníaca pasión hasta la última gota de su sangre.