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En ese momento sus hombres terminaron con sus partes. Hirata impartió órdenes:

– Descubrid si alguna de las armas desaparecidas ha llegado al mercado. Poned un equipo secreto de vigilancia en el salón de té donde los rebeldes tienen amigos.

Los investigadores partieron tras una reverencia. Hirata apretó los dientes para combatir el dolor. Ese día hubiera cambiado de mil amores su nuevo puesto por la salud que en un tiempo diera por descontada. Sentía vergüenza porque hacía poco más que escuchar informes y dar órdenes. Sano había hecho mucho más. Hirata sabía que lo que ordenaba a sus hombres con toda probabilidad se les hubiera ocurrido a ellos solos, aunque siempre fingían necesitar su guía. Amigos leales, nunca evidenciaban que eran conscientes de que él los necesitaba para todo; actuaban como si él estuviera al mando. Se encargaban de las investigaciones que su jefe había realizado en un tiempo… porque él ya no podía.

Caminar o montar a caballo le resultaba tan molesto que Hirata rara vez salía de la mansión. Una breve práctica de artes marciales todos los días lo agotaba. Hasta estar sentado muchas horas ponía a prueba sus energías. A sus veintiocho años era tan endeble como un anciano.

Su esposa Midori entró en la sala. Joven, regordeta y guapa, le sonrió, pero en su cara vio la expresión preocupada que no la abandonaba desde su herida.

– Taeko quiere a su papá. ¿Puedes venir a verla?

– Por supuesto.

Hirata se puso en pie trabajosamente. Se apoyó en su mujer mientras recorrían el pasillo. Era la única persona a la que permitía ver su debilidad. Lo quería demasiado para que eso lo afeara a sus ojos. El la amaba por su atención leal y tierna. Que su herida los hubiera acercado era lo único que realmente lo alegraba. No lamentaba haberse lisiado para salvar a Sano; volvería a hacerlo si hiciera falta. Sin embargo, por mucho que apreciara el honor y las alabanzas, a veces se preguntaba si no hubiera sido mejor dejar la vida en el intento. La muerte le hubiese procurado toda la gloria y nada del sufrimiento.

En el cuarto de la niña, vio a su hija Taeko sentada en el suelo, vestida con un quimono rojo, rodeada de juguetes y atendida por una niñera. Con sus once meses, tenía unos ojos negros redondos y brillantes y el pelo negro y aterciopelado. Dio vocecitas y saltitos al ver a Hirata, que sintió elevarse su ánimo.

– Ven con papá -le dijo mientras se arrodillaba para abrazarla.

Taeko se lanzó a sus brazos y aterrizó de lleno sobre su muslo malo. Hirata aulló de dolor y la apartó de un empujón. Confusa y dolida, la niña rompió a llorar. Hirata salió renqueando y se tendió boqueando en el suelo. Oyó cómo Midori y la niñera calmaban a Taeko. Cuando se hubo tranquilizado, Midori salió a verlo.

– ¿Estás bien? -le preguntó con inquietud.

– ¡No! ¡No estoy bien! ¿Qué clase de hombre no puede siquiera abrazar a su hija? -le espetó con la frustración y autocompasión que por lo general intentaba no dejar traslucir-. Si Taeko puede hacerme tanto daño, ¿qué pasaría si tuviera que luchar con un criminal? ¡Me partiría en dos como una brizna de hierba!

Midori se arrodilló a su lado.

– Por favor, no te sulfures -le dijo-. No pienses en luchar todavía.

La voz le temblaba de miedo porque había estado a punto de perderlo una vez y no quería verlo en peligro de nuevo. Lo cogió de la mano.

– Debes de estar cansado. Ven a la cama y duerme un poco. Te llevaré tu poción para dormir.

– No -dijo Hirata, aunque ansiaba el opio que le traía el bendito alivio del dolor. Se resistía a usar la droga porque le embotaba el entendimiento, la única parte de él que seguía ilesa.

– Ha pasado muy poco tiempo desde que te hirieron -dijo Midori-. Cada día estás más fuerte…

– No lo bastante -replicó Hirata con amargura.

– Pronto podrás luchar tan bien como siempre -insistió su esposa.

– ¿Podré? -Hirata se sentía presa de la desesperación.

Midori agachó la cabeza; no podía prometerle que algún día volvería a ser el mismo. Los médicos les habían dicho que debería conformarse con estar vivo. Sin embargo, dijo con tono sensato:

– No tienes necesidad de luchar, en cualquier caso.

El resopló. Si no era capaz de luchar, ¿cómo podía llamarse samurái?

– Los detectives pueden encargarse de lo que tenga que hacerse -dijo Midori-, hasta que…

– Hasta que surja algo importante que no puedan manejar por su cuenta y yo no consiga ni salir de casa -atajó Hirata-. ¿Y entonces qué?

Oyó que alguien lo llamaba. Se sentó derecho a tiempo de ver que el detective Arai, su vasallo mayor, se le acercaba por el pasillo.

– Ha llegado un mensaje del chambelán -dijo éste-. Requiere vuestra presencia para un asunto urgente. Quiere que os encontréis con él en el hipódromo del castillo de Edo de inmediato.

El honor, el deber y la amistad impulsaron a Hirata hasta el hipódromo. No quedaba lejos de su mansión, pero para cuando llegó con dos detectives y desmontaron dentro de la entrada, la pierna herida le dolía más incluso de lo habitual. Miró hacia el otro lado del recinto y avistó a Sano al fondo, hablando con un grupo de funcionarios. Respiró hondo. Su dolencia decuplicaba la distancia que lo separaba de Sano. Hizo acopio de fuerzas.

– Vamos -le dijo a los detectives Arai e Inoue.

Cuando emprendieron la larga caminata Arai comentó con voz queda, como quien no quiere la cosa:

– Podríamos ir a caballo.

Sus hombres siempre intentaban facilitarle las cosas.

– No -respondió Hirata.

Se trataba de una de sus infrecuentes apariciones en público. La mayoría de sus colegas no lo habían visto desde la herida, y tenía que demostrar que se había recobrado por completo. Exhibir cualquier debilidad sería un menoscabo de su posición. Mientras avanzaba con esfuerzo en dirección a Sano, los funcionarios diseminados por el circuito le hacían reverencias, a las que correspondía con un gesto de la cabeza. Temía que todos notaran cuánto le costaba no cojear. Sano, Marume y Fukida salieron rápidamente al paso de Hirata y sus hombres.

– Honorable chambelán -dijo Hirata, tratando de no jadear para recobrar el aliento.

– Sosakan-sama -saludó Sano.

Intercambiaron reverencias; sus hombres, en un tiempo cámaradas del cuerpo de detectives, se saludaron asimismo. Hirata se alegraba de ver a Sano porque era algo que rara vez sucedía; había pasado tal vez un mes desde su último encuentro. Aunque técnicamente seguía siendo el vasallo mayor de su señor, sus nuevos deberes los mantenían separados. Una rígida formalidad había sustituido la camaradería que en un tiempo compartieran. Las relaciones entre ellos habían sido poco naturales desde la lesión de Hirata.

Sano indicó por señas a sus hombres que se apartaran para concederles algo de intimidad.

– Espero que todo te vaya bien -dijo Sano. La mirada que dedicó a Hirata estaba templada por la preocupación. Que su vasallo le hubiera salvado la vida debería haberlos acercado pero en realidad había obrado el efecto contrario. Que Hirata se hubiera limitado a hacer lo que un samurái debía a su señor no eximía a Sano de remordimientos por estar él entero y su salvador, quebrado. La gratitud y culpabilidad de Sano, y la pérdida de Hirata, abrían una grieta entre ellos.

– Todo me va muy bien. -Hirata se mantenía todo lo derecho que podía; esperaba que Sano no le leyera el dolor grabado en la cara No quería que se sintiera peor; ver sufrir a Sano lo entristecía profundamente-.¿Y vos?

– Nunca he estado mejor -respondió Sano. Hirata reparó en que había perdido el aire ansioso y agobiado que lo distinguía en sus primeros días como chambelán. En verdad, parecía el mismo de los viejos tiempos, cuando los dos empezaban a trabajar juntos. Sin embargo, Hirata no quería pensar en aquella época. -¿Qué ha pasado? -preguntó con un gesto que abarcaba el circuito.