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Apenas se calmó, fue a enseñarle la fotografía a Publio:

– Mira, las niñas la han encontrado entre los escombros de la casa del tío. Gracias a Dios. Todo lo demás me da igual, pero perder esto sí que nos hubiera costado un disgusto, habría sido un poco como perder nuestra memoria, ¿no crees? -le dijo, y luego se puso a mirar el retrato y le dio por recordar aquellos tiempos, la felicidad de estar al fin juntos todo el tiempo posible, las muchas noches de amor alborotado y las infinitas horas de ternura. Letrita no tenía ninguna tendencia a idealizar el pasado. Vivir al lado de Publio y de los hijos que no se le habían muerto le parecía un privilegio del que iba gozando día a día, sin volver la vista atrás. Y si lo hacía, nunca era para añorar sino, por el contrario, para detenerse con satisfacción en la idea de que su vida había sido y era mucho más dichosa de lo que ella jamás habría supuesto. Pero aquella vez, quizá porque mientras recordaba miraba el fondo de los ojos de Publio -donde siempre había encontrado tanto amor- y sólo veía vacío, aquella vez, acaso también por el miedo y la pena silenciosa y la percepción inevitable de la derrota que habría de llegar, sintió una punzada en el corazón. Y le pareció entender, aunque no quiso detenerse en tal idea, que al fin había llegado el tiempo definitivo de la nostalgia.

MARÍA LUISA Y FERNANDO

La puerta del portal responde sin una queja al giro de la llave que Letrita ha sacado de la cadena colgada siempre a su cuello. Adentro, todo sigue igual de oscuro y húmedo, como el vientre viscoso de un pez. María Luisa camina con seguridad hasta el fondo del vestíbulo, aprieta el interruptor. La bombilla se enciende con su luz amarillenta y triste, que apenas alumbra las baldosas pálidas del suelo y el friso pintado de un viejo negro polvoriento. Las escaleras de madera, descolorida a fuerza de frotarla con lejía, rechinan del mismo modo que rechinaban dos años atrás.

La comitiva de mujeres sube despacio. Delante de sus hijas, Letrita se sujeta con firmeza al pasamanos. El sudor hace resbalar su palma sobre la moldura sobada. Tras la puerta del primero izquierda, donde vivían don Manuel y doña Antonia, se oyen voces inesperadas de niños. Por un instante, la mirada de la madre se cruza inquieta con la de María Luisa, que le sonríe animándola. A través del ventanuco que da a la calle entra el rugido creciente de un camión que se dirige a la carretera cercana.

A medida que asciende el tramo de escaleras hacia el segundo piso, las piernas de Letrita parecen volverse de hierro. Apenas respira, aunque siente que se está ahogando. Al llegar al descansillo, se detiene frente a su puerta, y entonces un malestar, como un repentino hormigueo, le recorre el cuerpo de los pies a la cabeza, una ola de pánico y pena que desbarata el latido de su corazón: sobre la madera oscura, encima justo de la mirilla, allí donde antes figuraban las iniciales en latón de Publio Vega, resplandece ahora, limpia y requetelimpia, una placa dorada con el Sagrado Corazón de Jesús en relieve y, debajo, un nombre desconocido, Edelmiro Jiménez.

Letrita tiene que sentarse en la escalera. Intenta recuperar el aliento perdido mientras sus hijas se acercan preocupadas a atenderla. Ella las aleja con sus gestos. Necesita aire. Necesita dejar de oír los golpetazos del corazón. Necesita poder pensar. La casa se ha perdido. Acaba de comprenderlo. Ha vivido durante los últimos tres años recordando cada rincón de esa casa. Todas las mañanas, mientras hacía las faenas en el caserón de Noguera, se imaginaba a sí misma limpiando y ordenando el piso de Castrollano. Recorría mentalmente las habitaciones, abría ventanas, sacudía alfombras, quitaba el polvo a los muebles y a cada uno de los pequeños objetos de adorno, aireaba los cajones de la ropa blanca, recolocaba en las alacenas los platos y las cacerolas y los cubiertos, atizaba el fuego de la cocina y hasta olfateaba los ricos olores de sus propios pucheros. Por alguna oscura razón, durante todo el tiempo de ausencia ha estado convencida de que mientras ella no abandone la casa, la casa no la abandonará a ella. Ésa ha sido su conexión con el pasado, con todo lo que ella y los suyos han venido siendo desde siempre. Necesitaba la persistencia de su memoria, el mantenimiento de esa imaginaria cotidianeidad para creer que la vida, tal y como ella la entiende, seguía siendo igual, que el tiempo que estaba viviendo no era más que un desliz de su historia personal, un resbalón fuera del camino, y que en algún momento volvería a él y recuperaría el curso. Mantuvo intacta esa ilusión incluso después de la muerte de Miguel y hasta de la de su marido, y aún mucho más cuando supo que Fernando estaba en la cárcel y que les tocaba seguir adelante solas. La casa, le parecía, era el lugar de donde extraer energía y valor para enfrentarse al temible misterio del porvenir.

Ni por un segundo, en todo aquel tiempo, se le ha pasado por la cabeza la idea de que doña Petra haya podido arrebatársela y dársela en alquiler a otras personas. Así que ahora de pronto, al comprenderlo, se siente vacía y asustada, como si todos los proyectos hubieran quedado suspendidos en el aire, donde se desvanecerán en unos instantes. Está a punto de romper a llorar, de echar a correr escaleras abajo y ponerse a gritar en plena calle que sus hijas y ella son las de siempre, y que sólo quieren seguir viviendo como siempre han vivido… Pero piensa en Publio, en el Publio firme y tranquilo de antes de la enfermedad: él no se habría dado por vencido en una situación como aquélla. Habría insistido hasta el final. Y ella debe una vez más seguir ese impulso prestado. Se recoloca el cuello del abrigo que, al sentarse, se le ha quedado apretado contra la garganta. Algo más calmada, le entrega a María Luisa la llave que desde hace un rato lleva encerrada dentro de su puño, como si fuera un talismán:

– Inténtalo tú, hija -alcanza a decir. Y María Luisa, aun sabiendo lo que va a suceder, obedece.

La llave ni siquiera entra en la cerradura.

Feda se refugia en un rincón y gimotea suavemente. Merceditas aprieta muy fuerte la mano de su madre, hasta hacerle daño. Letrita se pone ahora en pie, respira hondo, se limpia con su pañuelo el sudor que le brilla en la frente, y se dirige a la puerta. El golpe de la aldaba suena rotundo y largo. No se oyen pasos, pero al cabo de un rato la tapa de la mirilla se mueve y un trozo de rostro -ojo pequeño de ceja espesa- asoma detrás de la celosía. La voz es fuerte:

– ¿Qué quieren ustedes?

– Soy la viuda de Publio Vega.

– ¿Y…?

– ¿Es usted la señora de Jiménez?

– No, no hay nadie. Han ido todos a lode la Virgen. Yo soy la que limpia.

– ¿Sabe si tardarán mucho en volver?

– No creo. A las ocho se reza el rosario.

– Gracias.

Letrita se vuelve hacia sus hijas. No hace falta que diga nada: todas saben que deben esperar. Empujan las maletas contra la pared y aguardan en pie, silenciosas, un minuto y otro y otro, una dura eternidad de muchos y largos y duros minutos. Al fin, el ruido de voces y pasos en la escalera las alerta. Letrita se endereza, se peina un poco con los dedos, sujeta bien una horquilla que se le había aflojado. Alegría y María Luisa se colocan a su lado, mientras Feda permanece en el rincón, intentando arreglar el vestido arrugado de Merceditas y abrocharle los botones de la chaqueta. Las voces, casi susurrantes, se acercan, y luego callan al alcanzar el útimo tramo de la escalera y descubrir al grupo de mujeres, silencioso y quieto, en el descansillo.

Una vieja vestida de negro, con un montón de escapularios al pecho y el largo rosario de nácar colgado del brazo -tan blanco y suave sobre su abrigo de paño rasposo-, se adelanta al resto y se planta, tiesa como un palo, provocadora, frente a Letrita.

– Buenas tardes, doña Petra -dice ésta, sin molestarse en tender una mano que está segura será rechazada.