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Farid consiguió tirar al suelo al niño más pequeño y le hizo cosquillas en las costillas con su mano buena. El niño reía y pataleaba.

– Al menos tengo un coche -repuso jadeando Farid-. ¿Cómo va tu burro últimamente?

– Mi burro es mejor montura que tu todoterreno.

– Khar khara mishnassah -le disparó Farid a modo de respuesta. «Sólo un burro reconoce a otro burro.» Empezaron a reír y yo me uní a ellos. Oí voces femeninas en la habitación contigua. Desde donde estaba sentado veía la mitad de dicha habitación. Maryam y una mujer mayor vestida con un hijab de color marrón, presumiblemente su madre, hablaban en voz baja y vertían el té de una tetera a un puchero.

– ¿Y a qué te dedicas en América, Amir agha? -inquirió Wahid.

– Soy escritor -respondí. Me pareció oír a Farid riéndose a escondidas ante mi respuesta.

– ¿Escritor? -dijo Wahid claramente impresionado-. ¿Escribes sobre Afganistán?

– Sí, lo he hecho. Pero no en este momento -puntualicé.

Mi última novela, Una estación para las cenizas, trataba sobre un profesor universitario que se unía a un grupo de bohemios después de descubrir a su mujer en la cama con uno de sus alumnos. No era un libro malo. Algunos críticos lo calificaron como «un buen libro», y uno incluso utilizó la palabra «fascinante». Pero de pronto me sentía violento por ello. Esperaba que Wahid no me preguntase de qué iba.

– Tal vez deberías volver a escribir sobre Afganistán -dijo Wahid-. Contarle al resto del mundo lo que los talibanes están haciendo con nuestro país.

– Bueno, es que no…, no soy exactamente ese tipo de escritor.

– Oh -repuso Wahid sacudiendo la cabeza y sonrojándose ligeramente-. Tú eres quien mejor lo sabe, naturalmente. No soy nadie para sugerir…

Justo en ese momento entraron en la habitación Maryam y la otra mujer con un par de tazas y una tetera en una pequeña bandeja. Me levanté como señal de respeto, me llevé la mano al pecho e incliné la cabeza.

– Salaam Alaykum -dije.

La mujer mayor, que se había tapado la mitad inferior de la cara con su hijab, inclinó también la cabeza.

– Salaam -respondió en un susurro casi inaudible. Nunca nos miramos directamente. Sirvió el té mientras yo permanecía de pie.

La mujer dejó la taza de té hirviendo delante de mí y salió de la habitación. Iba descalza y por ese motivo no emitió ningún tipo de sonido al desaparecer. Me senté y di un sorbo de aquel té negro y fuerte. Wahid rompió finalmente el incómodo silencio que siguió.

– Bueno, entonces ¿qué es lo que te trae de vuelta a Afganistán?

– ¿Qué es lo que los trae a todos de vuelta a Afganistán, querido hermano? -dijo Farid, dirigiéndose a Wahid, pero sin apartar en ningún momento de mí una mirada despectiva.

– Bas! -replicó bruscamente Wahid.

– Siempre es lo mismo -dijo Farid-. Vender esta tierra, vender aquella casa, recoger el dinero y salir corriendo como una rata. Regresar a América y gastar el dinero en unas vacaciones en México con la familia.

– ¡Farid! -rugió Wahid. Sus hijos, e incluso Farid, se estremecieron-. ¿Has olvidado tus modales? ¡Estás en mi casa! ¡Amir agha es mi invitado esta noche y no permitiré que me deshonres de esta manera!

Farid abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó y no dijo nada. Se dejó caer contra la pared, murmuró algo en voz baja y cruzó su pie mutilado por encima del bueno. Su mirada acusadora no me abandonaba ni un instante.

– Perdónanos, Amir agha -me pidió Wahid-. Desde que era un niño, la boca de mi hermano ha ido siempre dos pasos por delante de su cabeza.

– En realidad es culpa mía -dije intentando esbozar una sonrisa bajo la intensa mirada de Farid-. No me siento ofendido. Debería haberle explicado qué es lo que vengo a hacer a Afganistán. No estoy aquí para vender ninguna propiedad. Me dirijo a Kabul para encontrar a un niño.

– A un niño… -repitió Wahid.

– Sí.

Saqué la Polaroid del bolsillo de mi camisa. Ver de nuevo la fotografía de Hassan abrió de nuevo en mi cabeza la herida aún fresca que la noticia de su muerte me había dejado. Tuve que apartar la vista. Se la entregué a Wahid y éste la examinó. Luego me miró a mí, volvió a mirar la fotografía y de nuevo a mí.

– ¿A este niño?

Asentí con la cabeza.

– ¿A este niño hazara?

– Sí.

– ¿Qué significa para ti?

– Su padre significaba mucho para mí. Es el hombre que aparece en la fotografía. Está muerto.

Wahid pestañeó.

– ¿Era amigo tuyo?

Iba a responder que sí instintivamente, como si, en un nivel profundo de mi persona, yo también deseara proteger el secreto de Baba. Pero ya bastaba de mentiras.

– Era mi hermanastro. -Tragué saliva y añadí-: Mi hermanastro ilegítimo.

Le di vueltas a la taza de té y jugueteé con el asa.

– No pretendía entrometerme en tus asuntos.

– No te entrometes en absoluto -dije.

– ¿Qué harás con él?

– Llevarlo a Peshawar. Allí hay gente que cuidará de él.

Wahid me devolvió la fotografía y me puso una mano sobre un hombro.

– Eres un hombre honorable, Amir agha. Un verdadero afgano. -Me encogí interiormente-. Me siento orgulloso de hospedarte esta noche en mi casa -dijo Wahid.

Le di las gracias y miré de reojo a Farid. Estaba cabizbajo, jugando con los bordes rotos de la estera de paja.

•••

Un poco más tarde, Maryam y su madre aparecieron con dos boles muy calientes llenos de shorwa vegetal y dos barras de pan.

– Siento no poder ofrecerte carne -se disculpó Wahid-. Hoy en día, sólo los talibanes pueden permitirse la carne.

– Tiene un aspecto estupendo -comenté.

Y era cierto. Le ofrecí un poco, y también a los niños, pero Wahid dijo que la familia había comido antes de que llegáramos. Farid y yo nos remangamos, mojamos el pan en el shorwa y comimos con las manos.

Mientras comía, vi que los niños de Wahid, los tres muy delgados, con la cara sucia y cabello castaño corto y rizado bajo sus casquetes, lanzaban miradas furtivas a mi reloj digital. El más pequeño le susurró algo al oído a su hermano mediano. Éste asintió con la cabeza, sin apartar los ojos de mi reloj. El mayor (supongo que tendría unos doce años) se balanceaba de un lado a otro, sin despegar tampoco la vista de mi muñeca. Después de cenar y de lavarme las manos con el agua que me ofreció Maryam en un cuenco de barro, pedí permiso a Wahid para darle un hadia, un regalo, a sus hijos. Dijo que no, pero, ante mi insistencia, acabó aceptando a regañadientes. Me quité el reloj y se lo di al más pequeño, que murmuró un tímido «tashakor».

– Te dice la hora que es en cualquier ciudad del mundo -le expliqué. Los niños asintieron educadamente con la cabeza, se pasaron el reloj y fueron probándoselo por turnos. Pero enseguida perdieron el interés y muy pronto el reloj quedó abandonado sobre la estera de paja.

– Podrías habérmelo contado -dijo posteriormente Farid. Estábamos acostados el uno junto al otro sobre los jergones de paja que la esposa de Wahid nos había preparado.

– ¿Contarte qué?

– Por qué motivo habías regresado a Afganistán. -Su voz había perdido el tono áspero que había mostrado desde el momento en que lo había conocido.

– No me lo preguntaste.

– Deberías habérmelo contado.

– No me lo preguntaste.

Se dio la vuelta para mirarme y apoyó la cabeza en el brazo doblado.

– Tal vez te ayude a encontrar a ese niño.

– Gracias, Farid -dije.

– Me equivoqué en mi suposición.

Suspiré.

– No te preocupes. Estás más en lo cierto de lo que imaginas.

Tiene las manos atadas a la espalda con una cuerda toscamente tejida que le corta la carne de las muñecas. Tiene los ojos vendados con un trapo de color negro. Está arrodillado en la calle, junto a una cuneta con agua estancada, la cabeza gacha. Avanza de rodillas por el suelo y la sangre traspasa sus pantalones mientras se balancea rezando. Es la última hora de la tarde y su sombra se proyecta en la gravilla con un movimiento de vaivén hacia delante y hacia atrás. Murmura algo entre dientes. Me acerco. «Mil veces más -murmura-. Por ti lo haría mil veces más.» Se balancea hacia delante y hacia atrás. Levanta la cara. Veo una cicatriz desdibujada sobre su labio superior.