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Rahim Kan habría querido que me quedase con él unos días más para planificarlo todo con mayor detalle, pero yo sabía que debía partir lo antes posible. Me daba miedo cambiar de idea. Me daba miedo deliberar, rumiar, agonizar, racionalizar y decirme a mí mismo que no iba. Me daba miedo que la atracción que sentía hacia mi vida en América pudiera echarme atrás e invitarme a vadear de nuevo ese descomunal río, olvidándolo todo, dejando que todo lo que había descubierto aquellos últimos días se hundiese en el fondo. Me daba miedo dejar que las aguas me arrastrasen hasta alejarme de lo que debía hacer. De Hassan. De la llamada del pasado. Y de esa última oportunidad de redención. Así que partí antes de que apareciese cualquier posibilidad de que aquello ocurriera. En cuanto a Soraya, no podía decirle que volvía a Afganistán. De haberlo hecho, ella habría reservado inmediatamente un billete para el siguiente vuelo hacia Pakistán.

Habíamos cruzado la frontera y los signos de pobreza aparecían por doquier. A ambos lados de la carretera se veían cadenas de pueblecitos dispersos aquí y allá, como juguetes abandonados entre las piedras, casas de adobe destrozadas y cabañas construidas con cuatro palos y un pedazo de tela que hacía las veces de tejado. En el exterior de las cabañas se veían niños vestidos con andrajos detrás de un balón de fútbol. Varios kilómetros más adelante vi a un grupo de hombres sentados en cuclillas, como cuervos puestos en fila, sobre el cadáver de un viejo tanque soviético quemado. El viento azotaba los extremos de sus mantos. Detrás de ellos, una mujer con burka marrón cargaba al hombro una gran tinaja de arcilla y se dirigía por un trillado sendero hacia una hilera de casas de adobe.

– Es curioso… -comenté.

– ¿El qué?

– Me siento como un turista en mi propio país -dije, fascinado ante la visión de un cabrero que iba por la carretera encabezando un cortejo de media docena de cabras escuálidas. Farid rió con disimulo y tiró el cigarrillo.

– ¿Todavía consideras este lugar como tu país?

– Creo que una parte de mí lo considerará siempre así -contesté más a la defensiva de lo que pretendía.

– ¿Después de veinte años en América? -repuso, dando un volantazo para esquivar un bache del tamaño de una pelota de playa.

Asentí con la cabeza.

– Me crié en Afganistán. -Farid volvió a reír disimuladamente-. ¿Por qué haces esto?

– No importa -murmuró.

– No, quiero saberlo. ¿Por qué haces esto?

Vi por el retrovisor un brillo en su mirada.

– ¿Quieres que te lo diga? -me preguntó con sarcasmo-. Deja que me lo imagine, agha Sahib. Seguramente vivías en una gran casa de dos o tres pisos con un bonito jardín que tu jardinero sembraba de flores y árboles frutales. Todo rodeado por una verja, naturalmente. Tu padre conduciría un coche americano. Tendrías criados, probablemente hazaras. Tus padres contratarían empleados para decorar la casa con motivo de las elegantes mehmanis que ofrecerían, para que de ese modo sus amigos pudieran ir a beber y a fanfarronear de sus viajes por Europa y América. Y apostaría los ojos de mi primer hijo a que es la primera vez en tu vida que llevas un pakol. -Me sonrió, dejando al descubierto una boca llena de dientes podridos prematuramente-. ¿Voy bien?

– ¿Por qué dices todo eso?

– Porque tú querías saberlo -me espetó. Señaló en dirección a un anciano vestido con harapos que avanzaba con dificultad por un camino de tierra y que llevaba atado a la espalda un gran saco de arpillera lleno de malas hierbas-. Éste es el Afganistán de verdad, agha Sahib. Éste es el Afganistán que yo conozco. Tú siempre has sido un turista aquí, sólo que no eras consciente de ello.

Rahim Kan me había puesto sobre aviso en cuanto a que no debía esperar una cálida bienvenida en Afganistán por parte de los que se quedaron allí y lucharon en las guerras.

– Siento lo de tu padre -dije-. Siento lo de tus hijas y lo de tu mano.

– Eso no significa nada para mí -replicó, y sacudió la cabeza negativamente-. ¿A qué has vuelto? ¿Para vender las tierras de tu Baba? ¿Para embolsarte el dinero y regresar corriendo a América con tu madre?

– Mi madre murió cuando yo nací. -Suspiró y encendió un nuevo cigarrillo. No dijo nada-. Detente.

– ¿Qué?

– ¡Que te detengas, maldita sea! Me estoy mareando… -Salí precipitadamente del camión en el mismo momento en que se detenía sobre la gravilla del arcén.

A última hora de la tarde, el paisaje había cambiado de los picos azotados por el sol y los riscos estériles a otro más verde, más rural. La carretera principal descendía desde Landi Kotal hasta Landi Kana a través de territorio Shinwari. Habíamos entrado en Afganistán por Torkham. La carretera estaba flanqueada por pinos, menos de los que yo recordaba y muchos de ellos completamente desnudos, pero ver árboles de nuevo después del arduo trayecto del paso Khyber era una sensación placentera. Nos acercábamos a Jalalabad, donde Farid tenía un hermano que nos hospedaría aquella noche.

Cuando entramos en Jalalabad, capital del estado de Nangarhar, ciudad famosa por su fruta y su cálido clima, el sol estaba ocultándose. Farid pasó de largo los edificios y las casas de piedra del centro de la ciudad. No había tantas palmeras como recordaba y algunas de las casas habían quedado reducidas a cuatro paredes sin tejado y montañas de escombros.

Farid entró en una calle estrecha sin asfaltar y aparcó el Land Cruiser junto a un arroyo seco. Salté del vehículo, me desperecé y respiré hondo. En los viejos tiempos, los vientos soplaban en las irrigadas planicies de Jalalabad, donde los granjeros cultivaban la caña de azúcar, impregnando la atmósfera de la ciudad con su dulce perfume. Cerré los ojos en busca de aquella dulzura. No la encontré.

– Vamos -dijo Farid impaciente.

Echamos a andar por la calle de tierra, pasamos junto a unos sauces sin hojas y avanzamos entre muros de adobe derrumbados. Farid me condujo hasta una desvencijada casa de una sola planta y llamó a una puerta hecha con tablas.

Asomó la cabeza una mujer joven con los ojos de color verde mar. Un pañuelo blanco le enmarcaba el rostro. Me vio a mí primero y retrocedió, pero luego vio a Farid y sus ojos resplandecieron.

– ¡Salaam alaykum, Kaka Farid!

– Salaam, Maryam jan -respondió Farid, y le ofreció algo que llevaba el día entero negándome a mí: una cálida sonrisa. Le estampó un beso en la coronilla. La mujer se hizo a un lado y me observó con cierta aprensión mientras seguía a Farid hacia el interior de la casa.

El tejado de adobe era bajo, las paredes estaban completamente desnudas y la única luz que había procedía de un par de lámparas colocadas en una esquina. Nos despojamos de los zapatos y pisamos la estera de paja que cubría el suelo. Junto a una de las paredes había tres niños sentados sobre un colchón que estaba cubierto con una manta deshilachada. Se levantó a saludarnos un hombre alto y barbudo, de espaldas anchas. Farid y él se abrazaron y se dieron un beso en la mejilla. Farid me lo presentó como Wahid, su hermano mayor.

– Es de América -le dijo a Wahid, señalándome con el pulgar. Luego nos dejó solos y fue a saludar a los niños.

Wahid se sentó conmigo junto a la pared opuesta a donde estaban los niños, los cuales habían cogido por sorpresa a Farid y le habían saltado a la espalda. A pesar de mis protestas, Wahid ordenó a uno de los niños que fuese a buscar otra manta para que estuviese más cómodo sentado en el suelo y le pidió a Maryam que me sirviera un poco de té. Me preguntó sobre el viaje desde Peshawar y el trayecto por el paso de Khyber.

– Espero que no os cruzarais con los dozds -dijo. El paso de Khyber era tan famoso por su duro terreno como por los bandidos que asaltaban a los viajeros. Antes de que me diera tiempo a responder, me guiñó el ojo y dijo en voz alta-: Aunque, por supuesto, ningún dozd perdería el tiempo con un coche tan feo como el de mi hermano.