Изменить стиль страницы

«Ven. Hay una forma de volver a ser bueno», me había dicho Rahim Kan justo antes de colgar el teléfono. Lo dijo de pasada, como una ocurrencia de última hora.

Una forma de volver a ser bueno.

Cuando llegué a casa, Soraya estaba hablando por teléfono con su madre.

– No estará mucho tiempo, madar jan. Una semana, tal vez dos… Si, tú y padar podéis venir a casa…

Hacía dos años, el general se había fracturado la cadera derecha. Sufría una de sus habituales migrañas y, al salir de su habitación, con ojos legañosos y aturdido, había tropezado con el borde de una alfombra. El grito que dio hizo que Khala Jamila saliese corriendo de la cocina. «Fue como un jaroo, un palo de escoba que se parte por la mitad», decía ella siempre, a pesar de que el médico había dicho que era poco probable que hubiera oído nada parecido. La cadera hecha añicos del general (y todas las complicaciones posteriores, la neumonía, la infección, la prolongada estancia en el hospital) acabó con los eternos soliloquios de Khala Jamila sobre su propia salud. E inició otros nuevos sobre la del general. Explicaba a todo aquel que quisiera escucharla que los médicos habían dicho que los riñones empezaban a fallarle. «Sin embargo, ellos no han visto nunca unos riñones afganos, ¿no es así?», decía con orgullo. Lo que mejor recuerdo de la estancia del general en el hospital es a Khala Jamila esperando que se quedara dormido para luego cantarle canciones que yo recordaba de Kabul, que sonaban en la vieja radio llena de interferencias de Baba.

La fragilidad, y también la edad, del general habían suavizado las cosas entre él y Soraya. Paseaban juntos, salían a comer los sábados y, a veces, el general asistía a alguna de sus clases. Se sentaba en el fondo del aula, vestido con su traje gris lleno de brillos, el bastón de madera en el regazo y una sonrisa. A veces incluso tomaba apuntes.

Aquella noche nos acostamos Soraya y yo, ella dándome la espalda, y yo con la cara hundida en su melena. Recordaba cuando nos acostábamos el uno de cara al otro y compartíamos besos y susurros de placer hasta que se nos cerraban los ojos, hablábamos de pies diminutos, primeras sonrisas, primeras palabras, primeros pasos. A veces todavía lo hacíamos, pero hablábamos de la escuela o de mi nuevo libro, o nos reíamos de algún vestido ridículo que habíamos visto en una fiesta. Cuando hacíamos el amor seguía siendo bueno, en ocasiones mejor que bueno, pero algunas noches lo único que sentía era la sensación de desahogo de haberlo hecho, de ser libre para dejarme ir y olvidar, al menos por un rato, la inutilidad de lo que acababa de hacer. Ella no lo decía, pero yo sabía que también Soraya se sentía a veces de aquel modo. Esas noches recuperábamos cada uno nuestro lado de la cama y dejábamos que nuestro salvador se apoderara de nosotros. El de Soraya era el sueño. El mío, como siempre, era un libro.

La noche que llamó Rahim Kan, amparado por la oscuridad, recorrí con la mirada las líneas paralelas de plata que trazaba en la pared la luz de la luna que se filtraba por las persianas. En algún momento, tal vez justo antes de que amaneciera, logré conciliar el sueño. Y soñé con Hassan, que corría arrastrando el dobladillo del chapan verde y haciendo crujir la nieve bajo el peso de sus botas de caucho de color negro. Gritaba por encima del hombro: «¡Por ti lo haría mil veces más!»

Una semana después, me encontraba sentado a bordo de un avión de Pakistani International Airlines, observando cómo un par de empleados uniformados de la compañía retiraban los calzos de las ruedas. El avión se alejó de la terminal y enseguida estuvimos en el aire, atravesando las nubes. Reposé la cabeza en la ventanilla y esperé en vano la llegada del sueño.

15

Tres horas después de que mi vuelo aterrizase en Peshawar, me encontré sentado en la tapicería hecha jirones del asiento trasero de un taxi lleno de humo. El chófer, un hombrecillo sudoroso que fumaba como un carretero y que se presentó como Gholam, conducía con negligencia y de modo temerario, evitando las colisiones por los pelos, todo ello sin permitir la mínima pausa al incesante torrente de palabras que vomitaba su boca:

– …es terrible lo que está pasando en su país, yar. Los afganos y los paquistaníes son como hermanos, se lo digo yo. Los musulmanes deben ayudar a los musulmanes…

Dejé de prestarle atención y pasé a la educada actitud de asentir con la cabeza. Recordaba bastante bien Peshawar de los meses que Baba y yo estuvimos allí durante 1981. Después de pasar por El Cuartel y sus lujosas casas rodeadas de muros elevados, nos dirigíamos hacia el oeste por la calle Jamrud. El desordenado bullicio que presenciaba mientras circulaba por la ciudad me recordaba a una versión más activa y más poblada del Kabul que yo conocí, sobre todo del Kocheh-Morgha, o bazar del pollo, donde Hassan y yo solíamos comprar patatas con salsa chutney y agua de cerezas. En las calles había montones de ciclistas, peatones apresurados y rickshaws que desprendían un humo azulado, todos ellos abriéndose paso a través de un laberinto de callejuelas y pasajes. Los mercaderes barbudos, envueltos en túnicas finas e instalados en pequeños y atiborrados puestos colocados uno junto al otro, vendían pantallas de lámpara hechas con cuero, alfombras, chales bordados y cacharros de latón. La ciudad era un hervidero de sonidos; los gritos de los vendedores resonaban en mis oídos entremezclados con las trompetas de la música hindú, el chisporreteo de los rickshaws y las campanillas de los carros tirados por caballos. A través de la ventanilla me llegaban efluvios intensos, tanto agradables como desagradables; el especiado aroma del pakora y del nihari que tanto adoraba Baba se fundía con el olor punzante de los vapores del diesel y el hedor a podrido, basura y heces.

Poco después de pasar por delante de los edificios de ladrillo rojo de la universidad de Peshawar, nos adentramos en una zona a la que mi gárrulo taxista denominó «Barrio Afgano». Vi tiendas de dulces y vendedores de alfombras, puestos de kabob, niños con las manos sucias vendiendo cigarrillos, restaurantes diminutos con mapas de Afganistán pintados en los cristales…, todo ello salpicado de puestos de asistencia en las callejuelas secundarias.

– Muchos hermanos en esta zona, yar. Abren negocios, pero la mayoría son muy pobres. -Chasqueó la lengua y suspiró-. Bueno, ya estamos llegando.

Pensé en la última vez que había visto a Rahim Kan, en 1981. Vino a despedirse la noche en que Baba y yo huimos de Kabul. Me acordé de que Baba y él se abrazaron en el vestíbulo y lloraron. Baba y Rahim Kan mantuvieron el contacto después de nuestra llegada a Estados Unidos. Hablaban cuatro o cinco veces al año y, de vez en cuando, Baba me pasaba el auricular. La última vez que hablé con Rahim Kan fue poco después de la muerte de Baba. La noticia había llegado a Kabul y había llamado. Hablamos sólo unos minutos y se cortó la conexión.

El taxista se detuvo delante de un edificio estrecho, situado en una transitada esquina donde se cruzaban dos calles sinuosas. Le pagué, cogí mi solitaria maleta y me dirigí hacia una puerta tallada con intrincados dibujos. El edificio tenía balcones de madera y todas las contraventanas estaban abiertas. En muchos de los balcones había ropa tendida. Subí los crujientes peldaños hasta llegar al segundo piso y recorrí un pasillo en penumbra hasta alcanzar la última puerta de la derecha. Comprobé la dirección que llevaba apuntada en el papel que tenía en la mano. Llamé.

Entonces, algo hecho de piel y huesos que pretendía ser Rahim Kan abrió la puerta.

Un profesor de Creación Literaria de San Jose solía decir de los clichés: «Evitadlos como a la peste.» Y luego se reía de su propia gracia. La clase reía con él, pero yo siempre he pensado que los clichés han sido acusados en falso. Porque, a menudo, son exactos. Aunque la bondad del cliché queda eclipsada por la naturaleza de lo que se dice como cliché. Por ejemplo, tenemos el cliché de «la tensión se podía cortar con un cuchillo». Sin embargo, nada podía describir mejor los momentos iniciales de mi reunión con Rahim Kan.