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Y, por boca de Soraya, conocí los detalles de lo sucedido en Virginia.

Estábamos en una boda. El tío de Soraya, Sharif, el que trabajaba para el INS, casaba a su hijo con una joven afgana de Newark. La boda tenía lugar en el mismo salón donde, seis meses antes, Soraya y yo habíamos celebrado nuestro awroussi. Nos encontrábamos entre un grupo de invitados observando cómo la novia aceptaba los anillos por parte de la familia del novio, cuando oímos la conversación de dos mujeres de mediana edad que nos daban la espalda en esos momentos.

– Qué novia más encantadora -dijo una de ellas-. Mírala. Tan maghbool como la luna.

– Sí -dijo la otra-. Y pura, además. Virtuosa. Sin novios.

– Lo sé. Te digo que este chico hizo bien no casándose con su prima.

Soraya estalló en el camino de vuelta a casa. Frené el Ford y paré bajo la luz de una farola en Fremont Boulevard.

– No pasa nada -dije, retirándole el cabello de la cara-. ¿A quién le importa eso?

– Es malditamente injusto -me espetó.

– Olvídalo.

– Sus hijos salen de discotecas en busca de ganado, dejan preñadas a las muchachas y tienen hijos fuera del matrimonio. Y nadie hace un maldito comentario. ¡Oh, sólo son hombres que se divierten! Yo cometo un error, y de repente todo el mundo habla de nang y namoos y tienen que restregármelo por la cara el resto de mi vida. -Con el pulgar le sequé una lágrima que le resbalaba por la barbilla, justo por encima de su marca de nacimiento-. No te lo dije -continuó Soraya, frotándose los ojos-, pero aquella noche apareció mi padre con una pistola. Le dijo… que tenía dos balas en la recámara, una para él y otra para él mismo si yo no regresaba a casa. Yo gritaba, llamé a mi padre por todos los nombres imaginables, le dije que no podía tenerme encerrada bajo llave para siempre, que deseaba su muerte. -Las lágrimas luchaban por salir de entre sus párpados-. De hecho, le dije que deseaba que estuviese muerto. Cuando me llevó a casa, mi madre me abrazó y se echó a llorar. Hablaba, pero yo no podía entender nada porque apenas era capaz de articular las palabras. Mi padre me llevó a mi habitación y me sentó delante del espejo del vestidor. Me entregó un par de tijeras y, con toda la calma, me pidió que me cortara el pelo. Me observó mientras lo hacía. Pasé semanas sin salir de casa. Y cuando lo hice, oía murmuraciones, o creía oírlas, por todas partes. De eso hace cuatro años. Ahora estamos a cinco mil kilómetros de distancia y aún sigo oyéndolas.

– Que se jodan -dije.

Emitió un sonido que era medio sollozo, medio risa.

– Cuando te lo conté por teléfono la noche del khastegari, estaba convencida de que cambiarías de idea.

– Ni pensarlo, Soraya.

Me sonrió y me cogió la mano.

– Tengo mucha suerte de haberte encontrado. Eres muy distinto de cualquier chico afgano que haya conocido.

– No hablemos nunca más de esto, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

La besé en la mejilla y puse el coche en marcha. Mientras conducía, me preguntaba por qué yo era distinto de los demás afganos. Tal vez porque me había educado entre hombres, en lugar de entre mujeres, y nunca había estado directamente expuesto al doble rasero con que a veces las trataba la sociedad afgana. Tal vez porque Baba había sido un padre afgano poco común, un liberal que había vivido siguiendo sus propias reglas, un inconformista que había despreciado o aceptado las costumbres sociales según le había convenido.

Pero creo que gran parte de la razón por la que no me importaba el pasado de Soraya era porque yo también lo tenía. Porque conocía perfectamente lo que era el remordimiento.

Poco después de la muerte de Baba, Soraya y yo nos trasladamos a un apartamento en Fremont, a escasas manzanas de la casa del general y Khala Jamila. Como parte del ajuar, los padres de Soraya nos compraron un sofá de piel marrón y una vajilla de Micaza. El general me sorprendió con un regalo adicional, una máquina de escribir IBM por estrenar. En la caja había escrito una nota en farsi:

Amir jan:

Espero que con estas teclas descubras muchas novelas.

General Iqbal Taheri

Vendí el autobús VW de Baba y, hasta la fecha, no he regresado al mercadillo. Todos los viernes me acercaba a su tumba y a veces encontraba junto a la lápida un ramo de freesias recién cortadas, con lo que sabía que Soraya también había estado allí.

Soraya y yo iniciamos la rutina (y las pequeñas preguntas) de la vida de casados. Compartíamos cepillos de dientes y calcetines, y compartíamos el periódico de la mañana. Ella dormía en el lado derecho de la cama, yo prefería el izquierdo. A ella le gustaban las almohadas mullidas, a mí las duras. A modo de aperitivo, ella comía cereales secos y yo los rociaba con leche.

Aquel verano me aceptaron en San Jose State y decidí especializarme en lengua inglesa. Acepté un puesto como vigilante de seguridad en un almacén de muebles de Sunnyvale. El trabajo era tremendamente aburrido, pero sus ventajas eran considerables: cuando a las seis de la tarde todo el mundo desaparecía y las sombras empezaban a cernirse sobre los pasillos de sofás tapados con plásticos y apilados hasta el techo, yo sacaba mis libros y estudiaba. Fue en el despacho de olor a pino de aquel almacén de muebles donde empecé mi primera novela.

Al año siguiente, Soraya siguió mis pasos en San Jose State y se matriculó, con gran disgusto de su padre, en magisterio.

– No sé por qué desperdicias tu talento de esa manera -dijo una noche el general durante la cena-. ¿Sabías, Amir jan, que en la escuela superior todas las notas que obtenía eran sobresalientes? -Se volvió hacia ella-. Una chica inteligente como tú podría ser abogada, o política. Y así, Inshallah, cuando Afganistán sea libre, podrías ayudar a redactar la nueva constitución. Entonces se necesitarán jóvenes afganos con talento como tú. Y viniendo de la familia que vienes, podrían incluso darte un puesto en el ministerio.

Vi cómo Soraya reprimía su ira.

– No soy una niña, padar. Soy una mujer casada. Además, también necesitarán maestros.

– Cualquiera puede ser maestro.

– ¿Queda más arroz, madar? -preguntó Soraya.

Después de que el general se disculpara porque tenía que ir a visitar a unos amigos en Hayward, Khala Jamila intentó consolar a su hija.

– Te quiere bien -dijo-. Lo único que desea es que tengas éxito.

– Para fanfarronear con los amigos de que tiene una hija abogada. Otra medalla para el general -comentó Soraya.

– ¡Qué tonterías dices!

– ¡Éxito!… -exclamó entre dientes Soraya-. Al menos no soy como él, que se pasa la vida sentado, mientras otros luchan contra los shorawi, a la espera de que las aguas vuelvan a su cauce para regresar y reclamar su pomposo puestecillo en el gobierno. Tal vez los maestros no cobren mucho, pero ¡es lo que quiero hacer! Es lo que me gusta y, por cierto, es muchísimo mejor que cobrar de la beneficencia.

Khala Jamila se mordió la lengua.

– Si te oye decir eso alguna vez, nunca volverá a hablarte.

– No te preocupes -soltó Soraya, tirando la servilleta en el plato-. No machacaré su precioso ego.

En verano de 1988, unos seis meses antes de que los soviéticos se retiraran de Afganistán, di por finalizada mi primera novela, una historia entre padre e hijo, con Kabul como escenario, escrita en su mayor parte con la máquina de escribir que me regaló el general. Envié cartas a una docena de agencias y me quedé perplejo cuando, un día de agosto, abrí el buzón y encontré una carta de una agencia de Nueva York que me solicitaba una copia del original. Lo envié por correo al día siguiente. Soraya estampó un beso en el perfectamente embalado manuscrito y Khala Jamila insistió en pasarlo por debajo del Corán. Me dijo que haría un nazr para mí, un juramento que consistía en sacrificar un cordero y regalar la carne a un pobre si aceptaban mi libro.