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La interpretación de Ostenteich del accidente de la víspera casi me había hecho olvidar que todavía llevaba el brazo en cabestrillo. Brindé con los señores y me dirigí al buffet. Iba rumbo a la mesa de Firner con las costillas de cordero con corteza de hierbas en el plato precalentado cuando Schmalz me interpeló.

– Señor doctor, a mi mujer y a mí nos gustaría que viniera algún día a casa a tomar café. -Evidentemente Schmalz había averiguado que tengo el título de doctor, y lo utilizaba gustosamente para evitar más sonidos sibilantes.

– Muy amable por su parte, señor Schmalz -le agradecí-. Pero entienda por favor que no puedo disponer de mi tiempo hasta que haya terminado el caso.

– Bien, quizá en otra ocasión. -Schmalz pareció desdichado, pero entendió que la empresa era lo primero.

Busqué a Firner con la mirada y lo vi regresando a su mesa con un plato. Se detuvo un momento.

– Se le saluda, ¿ha encontrado algo? -Mantenía el plato torpemente a la altura del pecho para tapar una mancha de vino tinto en la camisa.

– Sí -dije sencillamente-. ¿Y usted?

– ¿Cómo debo entender eso, señor Selb?

– Imagínese que hay un chantajista que quiere demostrar su superioridad primero manipulando el sistema MBI y luego provocando una explosión de gas. A continuación exige diez millones de marcos de la RCW ¿Quién de la empresa sería el primero en recibir esa exigencia en la mesa del despacho?

– Korten. Porque sólo él podría decidir sobre un importe de esa magnitud. -Arrugó la frente y miró instintivamente hacia la mesa, algo elevada, donde Korten estaba sentado en compañía del jefe de la delegación china, el presidente del Land y otras personalidades. Esperé en vano un tranquilizador «pero, señor Selb, qué cosas piensa usted». Bajó el plato de forma inconsciente, y la mancha de vino tinto hizo lo suyo para que, tras la fachada de tranquila soberanía, apareciera un Firner tenso e inseguro. Como si yo ya no estuviera allí, dio unos pasos en dirección a la ventana abierta perdido en sus pensamientos. Luego se sobrepuso, presentó militarmente el plato delante del pecho, me saludó con la cabeza y se fue con paso decidido a su mesa. Yo fui al retrete.

– Bien, mi querido Selb, ¿avanza la cosa? -Korten se plantó ante el otro mingitorio y se llevó los dedos a la bragueta.

– ¿Te refieres al caso o a la próstata?

Orinó y se echó a reír. Reía cada vez más alto, de forma que se tenía que apoyar con la mano en los azulejos, y entonces me contagié también yo. Ya habíamos estado una vez así juntos en el urinario del Instituto Federico Guillermo. Había sido una medida preparatoria para hacer novillos; Brecher, cuando el profesor advirtiera nuestra ausencia, tenía que ponerse en pie y decir: «Korten y Selb se encontraban mal y están en el servicio, voy corriendo a ver cómo están.» Pero el profesor en persona fue a ver cómo estábamos, nos encontró allí tan alegres y como castigo nos hizo seguir de pie la hora entera, controlados de vez en cuando por el bedel.

– Ahora mismo viene el profesor Brecher con el monóculo -dijo Korten reventando de risa.

– El Vomiteras, que viene el Vomiteras. -Me vino a la cabeza el mote y nos encontramos de pie con la bragueta abierta y dándonos palmadas en los hombros, y a mí se me saltaron las lágrimas y me dolía la tripa de tanto reír. Aquella vez las cosas estuvieron a punto de acabar mal. Brecher se lo había dicho al rector, y yo estaba viendo ya bramar a mi padre y llorar a mi madre y la beca irse al garete. Pero Korten asumió toda la responsabilidad: lo había provocado él, yo sólo le había seguido. Así que la carta en casa la recibió él, y su padre se limitó a reír.

– Tengo que volver. -Korten se abotonó la bragueta.

– ¿Ya? -Yo volví a reír. Pero las bromas habían acabado, y los chinos esperaban.

10. RECUERDOS DEL ADRIÁTICO AZUL

Cuando volví a la sala todos estaban en retirada. Al pasar la señora Buchendorff me preguntó cómo pensaba ir a casa, puesto que evidentemente no podía conducir con aquel brazo.

– Antes he venido en taxi.

– Le llevo con mucho gusto, y además somos vecinos. ¿En un cuarto de hora en la salida?

Las mesas estaban vacías, se formaban y se disolvían grupos de gente de pie. La pelirroja tenía todavía dispuesta una botella, pero todos habían bebido ya suficiente.

– Hola -le dije.

– ¿Le ha gustado la recepción?

– El buffet ha estado bien. Me sorprende que todavía sobre algo. Pero aprovechando que sobra, ¿podría encargar para mí una bolsita para mi picnic de mañana?

– ¿Para cuántas personas sería? -Esbozó una reverencia irónica.

– Si tiene usted tiempo, para dos.

– Oh, no es posible. Pero a pesar de todo encargaré que le preparen un paquete para dos. Un momento. -Desapareció por las puertas oscilantes. Cuando reapareció, llevaba un cartón grande-. Tenía que haber visto usted la cara de nuestro cocinero jefe. He tenido que decirle que usted es raro, pero importante. -Rió entre dientes-. Como ha estado comiendo con el señor director general, ha puesto también una Forster Bischofsgarten cosecha tardía.

Cuando la señora Buchendorff me vio con el cartón, enarcó las cejas.

– He empaquetado a la experta china en seguridad. ¿Ha visto usted lo pequeña y delicada que era? El jefe de la delegación no la hubiera dejado marcharse conmigo.

Con ella sólo se me ocurrían bromas estúpidas. Si me hubiera ocurrido eso treinta años antes, habría tenido que confesarme que estaba enamorado. Pero ¿qué pensar de ello a una edad en que ya no me enamoro?

La señora Buchendorff conducía un Alfa Romeo Spider viejo sin el desagradable spoiler trasero.

– ¿Cierro la capota?

– Normalmente voy en moto en bañador, incluso en invierno. -Las cosas se ponían cada vez peor. Para colmo además se produjo un malentendido, puesto que se disponía a cerrar la capota. Y todo porque no me había atrevido a decir que para mí no hay cosa más bella que viajar en una noche tibia de verano al volante de un Cabriolet con una mujer hermosa-. No, déjelo, señora Buchendorff, me gusta viajar en un deportivo abierto en las noches tibias de verano.

Pasamos por el puente colgante nuevo, bajo nosotros el Rin y el puerto. Miré hacia arriba, al cielo y a los cables. La noche era clara y estrellada. Al doblar desde el puente y antes de sumergirnos en las calles, por un momento Mannheim, con sus torres, sus iglesias y sus bloques de vivienda elevados, se ofreció ante nosotros. Tuvimos que esperar en un semáforo; una moto pesada se detuvo junto a nosotros. «Venga, seguimos hasta el Adriático», gritó la muchacha desde atrás junto al casco de su amigo para hacerse oír por encima del ruido del motor. En el cálido verano de 1946 fui a menudo al lago artificial, resultado de unas excavaciones, al cual los habitantes de Mannheim y Ludwigshafen le han dado el nombre de Adriático por su nostalgia del sur. Entonces mi mujer y yo todavía éramos felices, y yo disfrutaba del sentimiento de solidaridad, de la paz y de los primeros cigarrillos. Así que todos iban siempre allí, hoy es más rápido y más fácil, después del cine para darse un breve chapuzón. No habíamos hablado en todo el viaje. La señora Buchendorff había conducido con rapidez y concentración. Ahora encendía un cigarrillo.

– El Adriático azul…, cuando era pequeña fuimos allí algunas veces con el Opel Olympia. Llevábamos café de malta en el termo, chuletas frías y además un tarro de conservas con natillas. Mi hermano mayor era lo que se llamaba un gamberro; con su Victoria Avanti ya andaba por su cuenta. Entonces empezó la moda de los chapuzones nocturnos. Todo me resulta tan idílico, cuando pienso en ello ahora, pero de niña siempre sufría durante aquellas excursiones.

Habíamos llegado ya frente a mi casa, pero yo quería saborear todavía un poco la nostalgia que nos había embargado a los dos.