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– Es usted un derrotista. -Con la boca abierta, Firner se rió sonoramente ante mi rostro.

– Si Korten opina que el caso está resuelto, naturalmente puede quitármelo de las manos en cualquier momento. Pero yo creo que sus conclusiones son precipitadas. Y que tampoco van del todo en serio. ¿O es que han prescindido ya de su programa-trampa?

Firner no se inmutó.

– Rutina, señor Selb, rutina. Naturalmente que dejamos el programa como está. Pero por lo pronto el asunto está resuelto. Tan sólo tenemos que aclarar algunos detalles, sobre todo cómo pudo realizar Schneider sus manipulaciones.

– Estoy seguro de que pronto me volverán a llamar.

– Veremos, señor Selb. -Firner metió el pulgar en el chaleco de su terno y con los dedos restantes acompañaba el tarareo del Yankee Doodle.

En el taxi de vuelta a casa pensé en Schneider. ¿Era yo culpable de su muerte? ¿O la culpa era de Eberhard, que había traído demasiado burdeos, y por eso ese día estaba yo con resaca y había tratado groseramente a Schneider? ¿O del jefe de cocina con su Forster Bischofsgarten cosecha tardía, que nos había dado la puntilla? ¿O de la lluvia y del reuma? La cadena de culpas y de causas podría continuar infinitamente.

Schneider, con su bata blanca de laboratorio, ocupó a menudo mis pensamientos en los días siguientes. Mucho que hacer no tenía. Goedeke exigía otro informe, más detallado, sobre el director de sucursal desleal, y otro cliente se dirigió a mí porque no sabía que habría podido recibir la misma información en las dependencias del Ayuntamiento.

El miércoles, mi brazo estaba en vías de recuperación, pude al fin recoger mi coche del aparcamiento de la RCW El cloro había atacado la pintura, eso lo cargaría en la factura. El portero me saludó y me preguntó si me había gustado el pastel. Lo había olvidado el lunes en el taxi.

12. ENTRE LOS MOCHUELOS…

El problema de las cadenas de culpas y de causas lo expuse ante mis amigos mientras jugábamos a la cabeza doble [4]. Varias veces al año nos juntamos para jugar el miércoles en las Badische Weinstuben. Eberhard, el campeón de ajedrez, Willy, ornitólogo y emérito de la Universidad de Heidelberg, Philipp, cirujano en el hospital municipal, y yo.

Philipp, con sus cincuenta y siete años, es nuestro benjamín; Eberhard, de setenta y dos años, nuestro Néstor. Willy es medio año más joven que yo. Con el juego de la cabeza doble nunca llegamos muy lejos, nos gusta demasiado charlar.

Yo les conté la vida de Schneider, su pasión por el juego y las sospechas que tenía sobre él, en las que yo mismo no creía del todo, pero por cuya causa le había apretado las tuercas.

– Dos horas después se ahorca el hombre, no creo que fuera por mis sospechas, sino porque temía que se descubriera su pasión por el juego, que no había dejado. ¿Soy culpable de su muerte?

– El jurista eres tú -dijo Philipp-. ¿No tenéis criterios para casos como éste?

– Jurídicamente no soy culpable. Pero me interesa el problema humano.

Los tres se me quedaron mirando sin saber qué decir. Eberhard cavilaba.

– Visto así yo no debería ganar más al ajedrez, porque mi rival podría ser sensible y tomarse tan a pecho la derrota que se matara por ello.

– Vamos a ver, si sabes que la derrota es la gota que colma el vaso de la depresión, entonces déjalo estar y búscate otro rival.

Eberhard no se mostró satisfecho con esta respuesta de Philipp.

– ¿Y qué hago yo en un campeonato donde no puedo elegir a mi rival?

– Bueno, entre los mochuelos… -intervino Willy-. Cada vez veo más claro por qué me gustan tanto los mochuelos. Cazan ratones y gorriones, alimentan a sus crías, viven en sus agujeros en los árboles o en la tierra, no necesitan sociedad ni Estado, son valerosos y resueltos, fieles a su familia, sus ojos reflejan una profunda sabiduría, y nunca he oído entre ellos peroratas así de lloronas sobre crimen y castigo. Además, si para vosotros no se trata de lo jurídico, sino de lo humano: todos los seres humanos son culpables de todo.

– Ponte tú un día bajo mi bisturí. Si se me escapa porque la enfermera me pone cachondo, ¿serán culpables todos los que están aquí? -Philipp hizo un movimiento amplio con la mano. El camarero interpretó que le pedíamos una nueva ronda y trajo una Pils, una copa de vino noble de Laufen, un Vulkanfelsen de Ihring y un grog de ron para Willy, que estaba resfriado.

– Bueno, en todo caso tendrás que vértelas con todos nosotros si cortas a Willy en trocitos.

Brindé con Willy. Él no pudo responder al brindis, su grog estaba todavía demasiado caliente.

– No tengáis miedo, tonto no soy. Si hago algo a Willy, desde luego ya no podremos jugar a la cabeza doble.

– Exacto, juguemos otra ronda -dijo Eberhard. Pero ya antes de que se pudiera declarar bodas y anunciar cerdito [5] juntó pensativo sus cartas y puso el montoncito sobre la mesa-. Ahora en serio, yo, como el más viejo de todos, puedo decirlo el primero. ¿Qué sería de nosotros si alguno…, bueno, si alguno…?, ya me entendéis.

– ¿Si sólo quedáramos tres de nosotros? -sonrió irónicamente Philipp-. Entonces jugaríamos al skat.

– ¿No conocemos a nadie que pudiera hacer de cuarto, alguien que a lo mejor podríamos incorporar ya como quinto?

– Un párroco estaría pero que muy bien, a nuestra edad.

– No tenemos por qué estar jugando siempre, después de todo tampoco ahora lo hacemos. Sencillamente, podríamos ir de vez en cuando a comer o intentar alguna cosa con mujeres. Os traigo una enfermera a cada uno, si queréis.

– Mujeres -dijo Eberhard con desaprobación, y volvió a desplegar sus cartas.

– En cualquier caso eso de comer es una buena idea. -Willy hizo que trajeran la carta. Todos pedimos. La comida fue buena, y olvidamos la culpa y la muerte.

De vuelta a casa advertí que me había distanciado del suicidio de Schneider. Ya tan sólo sentía curiosidad por saber cuándo me volvería a llamar Firner.

13. ¿LE INTERESAN LOS DETALLES?

No ocurre muchas veces que me quede en casa por la mañana. No sólo porque ando mucho de un sitio para otro, sino porque no puedo evitar ir al despacho, incluso cuando no tengo nada que hacer allí. Esto es un vestigio de mis tiempos de fiscal. Quizá influya también el hecho de que de niño no vi a mi padre ni un solo día laborable en casa, y entonces la semana laboral tenía todavía seis días.

El jueves salté sobre mi propia sombra. La víspera había recogido mi aparato de vídeo del taller de reparación. Había alquilado algunas cintas. Aunque hace años que apenas se ruedan y se proyectan películas del Oeste, yo he permanecido fiel a ellas.

Eran las diez. Había puesto La puerta del cielo, que me había perdido en el cine y que probablemente ya no repondrían, y estaba viendo a los graduados de Harvard vestidos de frac en plena carrera por llegar a la fiesta de fin de estudios. Kris Kristofferson estaba bien situado. Entonces sonó el teléfono.

– Qué bien que le encuentre, señor Selb.

– ¿No habrá pensado que con este tiempo estarla en el Adriático, señora Buchendorff? -Fuera llovía a cántaros.

– Siempre el mismo viejo adulador. Le paso con el señor Firner.

– Se le saluda, señor Selb. Creíamos que el caso estaba resuelto, pero ahora me dice el señor Oelmüller que algo vuelve a pasar en el sistema. Me alegraría si pudiera usted venir por aquí, a ser posible hoy. ¿Cómo está su agenda de compromisos?

Acordamos que sería a las cuatro. La puerta del cielo duraba casi cuatro horas, y no debe venderse barata la propia piel.

Camino de la fábrica estuve preguntándome por qué había llorado Kris Kristofferson al final. ¿Porque las viejas heridas no cicatrizan nunca? ¿Porque cicatrizan y un día son sólo pálidos recuerdos?