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5. CON ARISTÓTELES, SCHWARZ, MENDELÉIEV Y KEKULÉ

Con la acreditación especial encontré fácilmente un aparcamiento para mi Kadett en el recinto de la fábrica. Un joven guardia de seguridad me condujo hasta su jefe.

Danckelmann llevaba escrito en la frente que lamentaba no ser un policía auténtico, no digamos ya un agente del servicio secreto. Pasa lo mismo con todo el personal de seguridad de las empresas. Ya antes de que le pudiera hacer mis preguntas me había contado que dejó el ejército sólo porque le parecía demasiado poco estricto.

– Su informe me ha impresionado mucho -dije-. Alude usted a contrariedades con comunistas y ecologistas, ¿no?

– Los tipos son difíciles de pescar. Pero quien sabe sumar dos y dos sabe también quién es cada uno y de dónde viene. Por lo demás tengo que decirle que no entiendo bien por qué lo han traído a usted de fuera. Nosotros mismos hubiéramos podido aclarar esto.

Su asistente entró en la habitación. Thomas, así me fue presentado, parecía competente, inteligente y eficaz. Comprendí por qué Danckelmann podía afirmarse como jefe de seguridad de la empresa.

– ¿Tiene usted algo que añadir al informe, señor Thomas?

– Debe usted saber que no le cederemos el terreno tan fácilmente. Nadie es más adecuado que nosotros para coger al autor.

– ¿Y cómo quiere hacerlo?

– No creo, señor Selb, que quiera decírselo.

– Pues sí, quiere y tiene que decírmelo. No me obligue a entrar en detalles del encargo que se me ha hecho y de las atribuciones que tengo.

– Con gente así hay que ponerse formalista.

Thomas habría seguido en sus trece. Pero Danckelmann intervino:

– Todo está en orden, Heinz. Firner ha llamado esta mañana y ha requerido nuestra colaboración sin reservas.

Thomas dio un respingo.

– Hemos pensado en poner un cebo a modo de trampa con la ayuda del centro de cálculo. Vamos a informar a todos los usuarios del sistema sobre la puesta en funcionamiento de una base de datos nueva, estrictamente confidencial y, éste es el quid de la cuestión, absolutamente segura. Esta base de admisión de datos especialmente clasificados, sin embargo, funciona en vacío; rigurosamente hablando no existe porque las correspondientes informaciones no se encontrarán. Me sorprendería que el anuncio de su absoluta seguridad no incitara al autor a poner a prueba sus habilidades y procurarse un acceso a la base de datos. En cuanto alguien intenta llegar a ella, el ordenador central registra las características del usuario, con lo que el caso puede considerarse resuelto.

Sonaba sencillo.

– ¿Por qué ha esperado hasta ahora para hacerlo?

– Toda esta historia no ha interesado a nadie hasta hace una o dos semanas. Y, además -su frente se arrugó-, los de seguridad no somos los primeros en ser informados. Sabe usted, en esta empresa a los de seguridad se nos considera como un montón de policías retirados o, peor aún, expulsados del cuerpo, en condiciones de lanzar a los perros sobre alguien que escale la valla, desde luego, pero sin nada en la cabeza. Y sin embargo somos personal especializado en todas las cuestiones de la seguridad de una empresa, desde la protección de bienes hasta la de personas, y, particularmente, también la protección de datos. Justo ahora estamos organizando en la Escuela Técnica Superior de Mannheim un programa de estudios que permitirá obtener un diploma como agente de seguridad. Los americanos aquí, como siempre, van…

– Por delante de nosotros -completé-. ¿Cuándo estará lista la trampa?

– Hoy es jueves. El director del centro de cálculo quiere ocuparse personalmente del asunto el fin de semana, y el lunes por la mañana se informará a los usuarios.

La perspectiva de poder cerrar el caso ya el lunes era seductora, aun cuando si eso ocurría no sería un éxito mío. Pero de cualquier forma a alguien como yo no se le ha perdido nada en un mundo de agentes diplomados en seguridad.

No quise abandonar tan pronto, y pregunté:

– En mi dossier he encontrado una lista con aproximadamente cien sospechosos. ¿Tiene conocimiento seguridad de algún otro que no haya sido incluido en el informe?

– Está bien que saque el tema, señor Selb -dijo Danckelmann. Se levantó apoyándose en su silla de escritorio, y cuando se acercó a mí vi que cojeaba. Él se dio cuenta de mi mirada-. Vorkutá. En 1945, con dieciocho años, caí prisionero de los rusos y volví en 1953. Sin el viejo de Rhöndorf [1] todavía estaría allí. Pero para volver a su pregunta: de hecho tenemos conocimiento de varios sospechosos que no quisimos incluir en el informe. Hay algunos por asuntos políticos sobre los que nos mantiene al corriente la Oficina de Defensa Constitucional por la vía administrativa. Y otros cuantos con dificultades en la vida privada, mujeres, deudas, esas cosas.

Me dio once nombres. Cuando repasamos la lista advertí pronto que entre los llamados políticos constaban tan sólo las habituales menudencias: haber firmado durante la carrera el panfleto indebido, haber sido candidato del grupo indebido, haber participado en la manifestación indebida. Me pareció interesante que allí también estuviera la señora Buchendorff. Junto con otras mujeres, se había esposado a la verja de la casa del ministro de la Familia.

– ¿De qué se trataba entonces? -pregunté a Danckelmann.

– Eso no nos lo ha dicho la Oficina de Defensa Constitucional. Después de separarse de su marido, que probablemente fue el que la metió en estas cosas, no ha vuelto nunca a llamar la atención. Pero yo digo siempre que quien se ha metido en política una vez, puede volver a hacerlo de un día para otro.

El más interesante de todos se encontraba en la lista de los «fracasados de la vida», como los llamaba Danckelmann. Un químico, Franz Schneider, a mitad de los cuarenta, separado varias veces y jugador apasionado. Había llamado la atención por haber solicitado con demasiada frecuencia adelantos en contabilidad.

– ¿Cómo han llegado hasta él? -pregunté.

– Es el procedimiento habitual. En cuanto alguien pide un adelanto por tercera vez, lo examinamos más de cerca.

– ¿Y qué significa eso exactamente?

– La cosa puede llegar, como en este caso, hasta el seguimiento. Si quiere puede hablar con el señor Schmalz, que fue quien lo hizo.

Hice que informaran a Schmalz de que lo esperaba en el Casino para almorzar a las doce. Quise añadir que lo esperaría junto al arce de la entrada, pero Danckelmann hizo un gesto de denegación.

– Déjelo, Schmalz es de los mejores que tenemos. Él le encontrará.

– Por una buena colaboración -dijo Thomas-. No me tome a mal que me ponga un poco sensible cuando se nos retiran competencias en materia de seguridad. Y además usted viene de fuera. Pero me alegra haber tenido esta agradable charla, y -su risa desarmaba- nuestras referencias sobre usted son excelentes.

Al abandonar el edificio de ladrillo que ocupaba el servicio de seguridad me desorienté. Quizá tomé la escalera que no debía. Me encontré en un patio en el que estaban aparcados a ambos lados los vehículos de dicho servicio, de esmalte azul y con el logotipo de la empresa en las puertas, el anillo de benceno de plata con las letras RCW en su interior. El acceso del lado frontal tenía forma de portal con dos columnas de piedra arenisca y cuatro medallones del mismo material, desde los que, ennegrecidos y tristes, me miraban Aristóteles, Schwarz, Mendeléiev y Kekulé. Por lo visto me encontraba ante el antiguo edificio principal de administración. Abandoné el patio para pasar a otro, cuyas fachadas estaban completamente cubiertas por emparrados de viña rusa. Había un silencio extraño, mis pasos por el adoquinado resonaban intensamente. Las casas parecían deshabitadas. Cuando me golpeó algo en la espalda me volví asustado. Ante mí daba botes una pelota de colores chillones y un niño llegó corriendo. Recogí la pelota y me dirigí al chico. Entonces vi las ventanas con cortinas en la esquina del patio, tras un rosal, y la bicicleta junto a la puerta abierta. El niño me cogió la pelota de la mano, dijo «gracias» y se fue corriendo a la casa. En el letrero de la puerta reconocí el apellido Schmalz. Una mujer de edad me miró con desconfianza y cerró la puerta. Volvió el completo silencio.