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– Mamá, tienes que ver Diva cuando la pongan otra vez.

Jugamos a la liebre y el erizo, y a las doce y media el juego estaba en una fase crítica y el Riesling se había acabado. Cogí mi linterna y fui a la bodega. No recuerdo haber bajado antes sin luz la gran escalera de la casa. Pero en los muchos años mis piernas se habían aprendido de tal modo el camino que me sentí completamente seguro. Hasta que llegué al penúltimo descansillo. Aquí el arquitecto, quizá para hacer más representativo y elevado el piso principal, en lugar de los doce escalones del resto de la escalera había puesto catorce. Yo nunca había prestado atención a ello, tampoco mis piernas habían advertido ese detalle de mi escalera, y después de doce escalones di un paso largo hacia delante en vez de uno corto y hacia abajo. Di un traspié y, aunque me pude agarrar a la barandilla, sentí el dolor en el espinazo. Me incorporé, di un nuevo paso a tientas y encendí la linterna. Me di un susto de muerte. En el penúltimo descansillo la pared frontal está ocupada por un espejo con marco de escayola, y en él se encontraba frente a mí un hombre que me dirigía un rayo de luz cegadoramente claro. Duró sólo unas décimas de segundo, hasta que me reconocí. Pero el dolor y el susto fueron suficientes para hacerme continuar el descenso a la bodega con el corazón palpitante y el paso inseguro.

Jugamos hasta las dos y media. Después de que los recogiera el taxi, superara yo de nuevo la escalera a oscuras y llevara la vajilla a la cocina, permanecí todavía lo que dura un cigarrillo ante el teléfono. Tenía ganas de llamar a Brigitte. Pero venció la vieja escuela.

13. ¿ESTÁ BUENO?

Me pasé la mañana sin hacer nada. En la cama hojeé el archivador de Mischkey y seguí dando vueltas en la cabeza a las causas posibles por las que guardó todo aquello; estuve bebiendo el café a sorbos y mordisqueando el pastel de hojaldre que había comprado la víspera anticipando el domingo. Luego leí en la Zeit el artículo de debate de Theo Sommer, el melodrama de la condesa Marion Dönhoff, reflexiones políticas de nuestro mundialmente famoso ex canciller y lo inevitable de Gerd Bucerius. Volvía a saber de qué iba la cosa, así que no fue necesario que me metiera en el cuerpo la recensión de Reich-Ranicki del libro de Wolfram Siebeck sobre la aireada cocina de los que viajan en globo. Luego estuve haciendo caricias a Turbo. Brigitte seguía sin coger el teléfono. A las diez y media tocó el timbre Röschen, que venia a recoger el coche. Me eché la bata sobre la camiseta y le ofrecí un jerez. El peinado posmoderno estaba a esa hora temprana de la mañana reducido a escombros.

Al final me cansé de perder el tiempo y cogí el coche para ir al puente entre Eppelheim y Wieblingen donde Mischkey había encontrado la muerte. Era un día soleado de comienzos de otoño; fui por los pueblos, sobre el Neckar había niebla, en los campos se recogían patatas a pesar de ser domingo, las primeras hojas adquirían tonos multicolores y de las chimeneas de las fondas ascendía el humo.

El puente en sí no me dijo más de lo que ya sabía por el informe policial. Miré a las vías que se encontraban unos cinco metros por debajo de mí, y pensé en el Citroën que se precipitó sobre ellas. Un ferrobús iba en dirección a Edingen. Ya en el otro lado, caminando sobre el tablero del puente miré hacia abajo y descubrí la antigua estación. Un bonito edificio de piedra de aproximadamente un siglo con tres pisos, arcos redondos en las ventanas del primero y una pequeña torre. La cantina de la estación parecía todavía en servicio. Entré. El local era lúgubre, de las diez mesas estaban ocupadas tres, en el lado derecho había una máquina de discos, una flipper y dos videojuegos, sobre la barra, restaurada al estilo tradicional alemán, languidecía una palmera de interior, y a su sombra se encontraba la patrona. Me senté junto a la mesa libre de la ventana que daba al andén y a las vías, me dieron la carta con escalopes a la vienesa, a la cazadora y a la gitana, con patatas fritas en cada caso, y pregunté a la dueña por el plato del día, plat du jour, para hablar como Ostenteich. Podía ofrecer estofado, albóndigas y lombarda, consomé con médula de hueso.

– Muy bien -dije, y pedí también un vino de Wiesloch.

Una muchacha joven me trajo el vino. Tendría unos dieciséis años y era de una exuberancia lasciva que no se debía únicamente a la combinación de los vaqueros demasiado estrechos, la blusa demasiado ceñida y los labios demasiado rojos. A cualquier hombre por debajo de los cincuenta le hubiera puesto a tono. A mí no.

– Que aproveche -dijo aburrida.

Cuando la madre trajo la sopa le pregunté por el accidente de principios de septiembre.

– ¿Se enteraron ustedes de algo?

– Eso tendré que preguntárselo a mi marido.

– ¿Qué diría él?

– Bueno, ya estábamos en la cama, y de repente oímos ese ruido. Y poco después otro más. Yo le dije a mi marido: «Espero que no haya pasado nada.» Él se levantó enseguida y cogió la pistola de gas porque aquí en el local siempre entran por las máquinas expendedoras. Pero no pasaba nada aquí con las máquinas, era arriba, en el puente. ¿Es usted de la prensa?

– Soy de la compañía de seguros. ¿Llamó su marido entonces a la policía?

– Pero si mi marido no sabía nada de nada. Como en el local no pasaba nada, subió y se puso algo encima. Luego salió a las vías, pero en ese momento oyó la sirena de la ambulancia. ¿Para qué tenía que llamar?

La hija, rubia y guapetona, trajo el estofado y escuchó con atención. La madre la envió otra vez a la cocina.

– ¿Su hija no se enteró de nada? -Era evidente que la madre tenía un problema con la hija.

– Nunca se entera de nada. Sólo se queda mirando cada pantalón que pasa, no sé si me entiende. Yo cuando tenía su edad no era así. -Ahora era demasiado tarde. En su mirada había una avidez estéril-. ¿Está bueno?

– Como en casa de mi madre -dije.

Sonó un timbre en la cocina, y su cuerpo presto se separó de mi mesa. Me di prisa con el estofado y el vino. De camino al coche oí unos pasos rápidos detrás de mí.

– ¡Eh, usted! -La pequeña de la cantina llegó sin respiración a la carrera-. Usted quiere saber cosas del accidente. ¿Hay un billete de cien para mí?

– Depende de lo que tengas que decirme. -Era una furcia redomada.

– Cincuenta ahora mismo, antes no empiezo a hablar.

Yo quería saberlo y saqué dos billetes de cincuenta de la cartera. Uno se lo di, y el otro lo arrugué hasta formar una bolita.

– Bueno, fue así. El jueves Struppi me trajo a casa, con su Manta. Cuando llegamos al puente estaba allí la camioneta. A mí me extrañó, qué estaría haciendo en el puente. Entonces Struppi y yo, bueno…, pues seguimos con lo nuestro. Y cuando oímos el estallido le dije a Struppi que se marchara porque pensé que iba a venir mi padre. Mis padres tienen algo contra Struppi, porque está así como casado. Pero yo le quiero. Pero es igual, en todo caso vi cómo la camioneta se iba.

Le di la bolita.

– ¿Qué aspecto tenía la camioneta?

– Tenía algo raro. De ésas ya no hay por aquí. Pero no puedo decirle más. Tampoco tenía las luces encendidas.

Desde la puerta de la cantina la madre nos observaba.

– ¿Vas a venir, Dina? ¡Deja a ese hombre en paz!

– Ya voy.

Dina volvió con provocadora lentitud. La compasión y la curiosidad me impulsaron a conocer al hombre que tenía por mujer e hija a aquellos fardos. En la cocina encontré a un hombrecito delgado y sudoroso ocupado con pucheros, cacerolas y sartenes. Probablemente ya había intentado de forma repetida cometer suicidio con su pistola de gas.

– No lo haga. Ninguna de las dos lo merece.

En el camino de vuelta estuve buscando con la vista camionetas de las que ya no hay por aquí. Pero no vi nada, era domingo. Si era cierto lo que me había contado Dina, querría decir que sobre la muerte de Mischkey quedaban por saber más cosas de las que figuraban en el informe policial.