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Brigitte entró en el dormitorio, desnuda, sólo con el pendiente en el lóbulo de la oreja derecha y el esparadrapo en el de la izquierda. Silbaba al compás la música de George Winston. Era un poco pesada de caderas, tenía pechos que, por su dimensión y con la mejor voluntad, no podían menos de caer ligeramente, hombros amplios y unas clavículas salientes que le conferían algo de vulnerabilidad. Se deslizó en la cama, hasta el hueco de mis brazos.

– ¿Qué tienes en la oreja? -pregunté.

– Ah -rió confundida-, peinándome me arranqué como quien dice el pendiente. No me ha hecho daño, sólo que he sangrado como una cerda. Pasado mañana tengo hora con el cirujano. Va a alisar el desgarrón cortando y luego lo compone otra vez.

– ¿Puedo quitarte el otro pendiente? Porque, si no, tendré miedo de arrancártelo.

– ¿Tan apasionado eres? -Ella misma se lo quitó-. Ven, Gerhard, déjame que te quite el reloj. -Era hermosa la forma como se inclinó sobre mí y palpaba mi antebrazo. Tiré de ella hacia abajo, hacia mí. Su piel era suave y perfumada-. Tengo sueño -dijo con voz de somnolencia-. ¿Me cuentas una historia para dormir?

Me sentía bien.

– Había una vez un pequeño cuervo. Tenía, como todos los cuervos, una madre. -Me desplazó al lado con los codos-. La madre era negra y guapa. Era tan negra que los demás cuervos frente a ella eran grises, y era tan guapa que todos los demás frente a ella eran feos. Ella misma no sabía eso. Su hijo, el pequeño cuervo, lo veía y lo sabía bien. Sabía además muchas otras cosas: que negro y guapo es mejor que gris y feo, que los cuervos padres son tan buenos y tan malos como los cuervos madres, que se puede estar indebidamente en el lugar debido y debidamente en el indebido. Un día, después de la escuela, el pequeño cuervo se extravió volando. Desde luego se dijo que a él no le podía pasar nada: en una dirección tendría que dar en algún momento con su padre y en la otra en algún momento con su madre. A pesar de ello tenía miedo. Por debajo de él vio un país amplio, amplio, con pueblecitos pequeños y grandes lagos brillantes. Para verlo era divertido, pero a él le resultaba espantosamente desconocido. Y voló, voló, voló… -La respiración de Brigitte se había hecho regular. Se acomodó de nuevo entre mis brazos y con la boca ligeramente abierta empezó a roncar. Saqué cuidadosamente el brazo de debajo de su cabeza y apagué la luz. Ella se volvió de lado. Yo también, así que estábamos como las cucharillas en el estuche de los cubiertos.

Cuando desperté eran las siete pasadas, y ella dormía todavía. Salí furtivamente del dormitorio, cerré la puerta detrás de mí, busqué y encontré la cafetera, la puse en marcha, me puse la camisa y el pantalón, cogí el llavero de Brigitte de la cómoda y compré cruasanes en la Lange Rötterstrasse. Volví a la cama con la bandeja, el café y los cruasanes antes de que despertara.

Fue un hermoso desayuno. Y tras ello también fue hermoso encontrarse de nuevo juntos bajo la manta. Luego ella tuvo que atender a sus pacientes de la mañana del sábado. Quise dejarla en su consulta de masajista del Collini-Center, pero ella prefirió ir a pie. No quedamos para otro día. Pero cuando nos abrazamos delante del portal de la casa nos costó separarnos.

9. LARGO TIEMPO PERPLEJO

Hacía ya mucho tiempo que no había pasado la noche con una mujer. El regreso a la propia casa es, entonces, como el regreso a la propia ciudad después de las vacaciones. Un corto estado de suspensión antes de que la normalidad le coja a uno de nuevo.

Me preparé un té para el reuma, puramente preventivo, y volví a enfrascarme en el archivador de Mischkey. Primero de todo el artículo de periódico fotocopiado que estaba en el escritorio de Mischkey y que yo había metido en el archivador. Leí el correspondiente artículo del volumen de conmemoración, que llevaba el título «Los doce años oscuros». Trataba sólo sucintamente del trabajo forzado de químicos judíos. Sí, los hubo, pero además de los químicos judíos también la RCW padeció por esa situación impuesta. Al contrario que en otras grandes empresas alemanas, los trabajadores forzados fueron generosamente indemnizados nada más acabar la guerra. Haciendo referencia a Sudáfrica, el autor exponía que a la empresa industrial moderna le es sustancialmente ajeno cualquier estado de cosas que implique relaciones de empleo coactivas. Además, siempre según el artículo, con el empleo en la fábrica se consiguió aminorar lo que hubieran sido los padecimientos en los campos de concentración; la cuota de supervivencia de los trabajadores forzados de la RCW fue demostradamente superior a la de la población media de los campos de concentración. El autor trataba por extenso la participación de la RCW en la resistencia, recordaba a los trabajadores comunistas condenados y describía detenidamente el proceso contra el que luego sería director general Tyberg y su antiguo colaborador Dohmke.

El proceso me vino otra vez a la memoria. Yo instruí la causa entonces, la acusación estaba representada por mi jefe, el procurador general Södelknecht. Los dos químicos de la RCW habían sido condenados a muerte por sabotaje y una infracción de las leyes raciales que ya no recordaba. Tyberg consiguió escapar; Dohmke fue ejecutado. Todo ello tuvo que ser a finales de 1943 o comienzos de 1944. A principio de los cincuenta Tyberg regresó de los Estados Unidos, donde había conseguido un éxito muy rápido con su propia empresa química, entró de nuevo en la RCW y poco después fue nombrado su director general.

Gran parte del artículo estaba dedicado al incendio de marzo de 1978. La prensa había estimado los daños en cuarenta millones de marcos, no mencionaba muertos ni heridos y había reproducido declaraciones de la RCW según las cuales el veneno liberado por la combustión de los pesticidas era absolutamente inofensivo para el organismo humano. Me fascinan esos juicios de la industria química: un determinado veneno destruye a la cucaracha, que, según todos los indicios, sobrevivirá al holocausto atómico, y para nosotros, seres humanos, no es más perjudicial que el humo de una barbacoa de carbón vegetal. En el Stadtstreicher se podía encontrar sobre esto una documentación del grupo Los Verdes Clorhídricos de acuerdo con la cual en el incendio se habían liberado ácidos como los de Seveso: TCDD, hexaclorofeno y tricloretileno. Múltiples obreros heridos habrían sido conducidos al sanatorio que la propia empresa posee en el Luberon en una operación ejecutada al amparo de la noche. Luego había una serie de copias y recortes sobre participaciones de capital de la RCW y sobre una reclamación de la Oficina Federal Antimonopolio que al final no tuvo éxito. Se refería al papel de la empresa en el mercado de los fármacos.

Permanecí largo tiempo perplejo ante las hojas de impresora. Encontré datos, nombres, números, curvas y abreviaturas para mí incomprensibles como BAS, BOE y HST. ¿Eran éstas las copias de los archivos que Mischkey tenía muy privadamente en el RRZ? Tenía que hablar con Gremlich.

A las once empecé a llamar a los números que se hallaban en las contestaciones al anuncio de Mischkey. Yo era el profesor Selk, de la Universidad de Hamburgo, que quería retomar los contactos que había establecido su colega para el proyecto de investigación histórico-social e histórico-económico. Mis interlocutores se mostraron desconcertados, puesto que mi colega les había dicho que sus testimonios verbales no aportaban nada al proyecto de investigación. Yo estaba irritado; una llamada tras otra con el mismo resultado. En todo caso, en algunos casos me enteré de que Mischkey no concedía ningún valor a sus declaraciones porque habían empezado a trabajar en la RCW sólo después de 1945. Estaban enojados porque mi colega les podía haber evitado las molestias de la carta con una indicación del fin de la guerra como fecha tope.

– Se hablaba de reembolso de gastos, ¿nos va a dar nuestro dinero ahora?