Blomkvist mostró una pálida sonrisa, consciente de lo absurda que sonaba su historia.
– Un ex agente ruso. Puedo documentar todas mis afirmaciones.
– Sigue.
– En los años setenta, Zalachenko era un espía muy importante. Desertó y la Säpo le dio asilo. Según tengo entendido, no se trata de una situación del todo única en el comienzo de la decadencia de la Unión Soviética.
– Entiendo.
– Como ya te he dicho, no sé exactamente qué ha pasado aquí esta noche, pero Lisbeth ha dado con su padre, al que no veía desde hacía quince años. Él maltrató a la madre de Lisbeth hasta tal punto que tuvieron que ingresarla en una residencia, donde, al cabo de los años, acabó falleciendo. Intentó también matar a Lisbeth y, a través de Ronald Niedermann, ha estado detrás de los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Además, fue el responsable del secuestro de la amiga de Lisbeth, Miriam Wu; el famoso combate de Paolo Roberto en Nykvarn…
– Pues si Lisbeth Salander le ha dado a su padre un hachazo en la cabeza, no es precisamente inocente.
– Tiene tres impactos de bala en el cuerpo. Creo que se puede alegar algo de defensa propia. Me pregunto…
– ¿Sí?
– Lisbeth estaba tan sucia de tierra y lodo que su pelo daba la sensación de ser un casco de barro. Tenía tierra hasta por dentro de la ropa. Era como si la hubiesen enterrado. Y, al parecer, Niedermann cuenta con cierta experiencia enterrando gente. La policía de Södertälje ha descubierto dos tumbas en aquel almacén de las afueras de Nykvarn propiedad de Svavelsjö MC.
– La verdad es que son tres: anoche encontraron otra más. Pero si le pegaron tres tiros a Lisbeth Salander y luego la enterraron, ¿qué hacía ella de pie con un hacha en la mano?
– Bueno, no sé lo que pasaría, pero Lisbeth es una mujer de muchos recursos. Intenté convencer a Paulsson para que trajera una jauría de perros…
– Están en camino.
– Bien.
– Paulsson te ha arrestado por haberlo insultado.
– Protesto. Lo llamé idiota, idiota incompetente y tonto de remate. A la vista de los hechos, ninguno de esos calificativos son insultos.
– Mmm. Pero también estás detenido por tenencia ilícita de armas.
– Cometí el error de intentar entregarle un arma. Pero no quiero hacer más declaraciones sobre ello sin consultarlo antes con mi abogado.
– De acuerdo. Dejemos eso de lado por el momento; tenemos cosas más importantes de las que hablar. ¿Qué sabes de ese tal Niedermann?
– Es un asesino. Le pasa algo, no es un tío normal. Mide más de dos metros y tiene una constitución física similar a la de un robot a prueba de bombas. Pregúntale a Paolo Roberto, que ha boxeado con él. Sufre analgesia congenita. Es una enfermedad que provoca que la sustancia transmisora de las fibras no funcione como debiera y, por consiguiente, el que la tiene no puede sentir dolor. Es alemán, nació en Hamburgo y durante sus años de adolescencia fue un cabeza rapada. Es extremadamente peligroso y anda suelto.
– ¿Tienes alguna idea de adonde podría huir?
– No. Sólo sé que lo tenía todo preparado para que os lo llevarais cuando ese tonto de remate de Trolhättan asumió el mando.
Poco antes de las cinco de la mañana, el doctor Anders Jonasson se quitó sus embadurnados guantes de látex y los tiró a la basura. Una enfermera aplicó compresas sobre la herida de la cadera de la paciente. La operación había durado tres horas. Se quedó observando la rapada y maltrecha cabeza de Lisbeth Salander, hecha ya un paquete de vendas.
Experimentó una repentina ternura como la que a menudo sentía por los pacientes que operaba. Según la prensa, Lisbeth Salander era una psicópata asesina en masa, pero a sus ojos parecía más bien un gorrión malherido. Movió la cabeza de un lado a otro y luego miró a Frank Ellis, que lo contemplaba entretenido.
– Eres un cirujano excelente -dijo éste.
– ¿Te puedo invitar a desayunar?
– ¿Hay algún sitio por aquí donde sirvan tortitas con mermelada?
– Gofres -sentenció Anders Jonasson-. En mi casa. Cogeremos un taxi, pero antes déjame que haga una llamada para avisar a mi mujer. -Se detuvo y miró el reloj-. Pensándolo bien, creo que es mejor que no llamemos.
La abogada Annika Giannini se despertó sobresaltada. Volvió la cabeza a la derecha y constató que eran las seis menos dos minutos. La primera reunión del día la tenía a las ocho con un cliente. Volvió la cabeza a la izquierda y miró a su marido, Enrico Giannini, que dormía plácidamente y que, en el mejor de los casos, se despertaría sobre las ocho. Parpadeó con fuerza un par de veces, se levantó y puso la cafetera antes de meterse bajo la ducha. Se tomó su tiempo en el cuarto de baño y se vistió con unos pantalones negros, un jersey blanco de cuello alto y una americana roja. Tostó dos rebanadas de pan, les puso queso, mermelada de naranja y un aguacate cortado en rodajas y se llevó el desayuno al salón, justo a tiempo para ver en la tele las noticias de las seis y media. Tomó un sorbo de café y apenas acababa de abrir la boca para pegarle un bocado a una tostada cuando oyó el titular de la principal noticia de la mañana:
«Un policía muerto y otro gravemente herido. Noche de dramáticos acontecimientos en la detención de la triple asesina Lisbeth Salander.»
Al principio le costó entender la situación, ya que su primera impresión fue que era Lisbeth Salander la que había matado al policía. La información resultaba escasa, pero unos instantes después se dio cuenta de que se buscaba a un hombre por el asesinato del policía. Se había dictado una orden nacional de busca y captura de un hombre de treinta y siete años cuyo nombre aún no había sido facilitado. Al parecer, Lisbeth Salander se hallaba ingresada en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo con heridas de gravedad.
Annika cambió de cadena pero no le aclararon la situación mucho más. Fue a por su móvil y marcó el número de su hermano, Mikael Blomkvist. Le saltó el mensaje de que en ese momento el abonado no se encontraba disponible. Sintió una punzada de miedo. Mikael la había llamado la noche anterior de camino a Gotemburgo; iba en busca de Lisbeth Salander. Y de un asesino llamado Ronald Niedermann.
Cuando se hizo de día, un observador de la policía halló restos de sangre en el terreno que quedaba tras el leñero. Un perro policía siguió el rastro hasta una fosa cavada en un claro del bosque, a unos cuatrocientos metros al noreste de la granja de Gosseberga.
Mikael acompañó al inspector Erlander. Meditabundos, estudiaron el lugar. No tardaron nada en descubrir una gran cantidad de sangre en la fosa y alrededores.
También encontraron una deteriorada pitillera que, al parecer, había sido usada como pala. Erlander la metió en una bolsa de pruebas y etiquetó el hallazgo. Asimismo recogió muestras de terrones manchados de sangre. Un policía uniformado le llamó la atención sobre una colilla sin filtro de la marca Pall Mall que se hallaba a unos metros de la fosa. La colilla fue igualmente introducida en una bolsa y etiquetada. Mikael recordó que había visto un paquete de Pall Mall en el fregadero de la casa de Zalachenko.
Erlander elevó la vista al cielo y vio unas oscuras nubes que amenazaban lluvia. Según parecía, la tormenta que la noche anterior había azotado Gotemburgo se desplazaba por el sur de la región de Nossebro y sólo era cuestión de tiempo que empezara a llover. Se volvió a un agente uniformado y le pidió que buscara una lona para cubrir la fosa.
– Creo que tienes razón -dijo finalmente Erlander a Mikael-. Es probable que el análisis de la sangre determine que Lisbeth Salander ha estado aquí, y supongo que encontraremos sus huellas dactilares en la pitillera. Le pegaron un tiro y la enterraron pero, Dios sabe cómo, sobrevivió, consiguió salir y…
– … y volvió a la granja y le estampó el hacha a Zalachenko en toda la cabeza -concluyó Mikael-. Es una tía con bastante mala leche.