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– ¿Qué quieres decir?

– Que me da tanto miedo que hasta me asusta haber pedido la información.

Lassiter no sabía qué decir.

– Déjame que te haga una pregunta -dijo Woody. – ¿Has hecho alguna otra averiguación sobre él?

– Sí. Tenemos a alguien en Roma que nos echa una mano cuando hace falta. ¿Pasa algo?

– A mí no, pero quizá debieras mandar a tu contacto de vacaciones.

– ¿Lo dices en serio?

– Y tan en serio.

Lassiter no podía creer lo que estaba oyendo.

– Pero ¡si no ha encontrado nada!

– Pues claro que no. Eso es lo que intento decirte: estamos ante un profesional. Seguro que vuestro tipo sólo encontró la información que figura en el censo, ¿no?

El silencio de Lassiter contestó la pregunta con mayor claridad que cualquier cosa que pudiera haber dicho. Después guardaron silencio al teléfono como sólo pueden hacerlo dos buenos amigos.

– Déjame que te haga otra pregunta -dijo Woody por fin.

– ¿Qué?

– ¿En qué estaba metida tu hermana?

– ¿Metida? No estaba metida en nada. ¡Woody! Tenía un hijo. Tenía un trabajo. Veía «Friends» en la tele. Le gustaba comer helado. ¡Tú la conocías perfectamente!

Woody respiró hondo.

– Bueno, puede que se equivocara de mujer.

– Puede. Pero no mató sólo a una mujer. Por lo poco que pude ver, prácticamente degolló a Brandon. -Volvieron a guardar silencio. Esta vez fue Lassiter quien lo interrumpió. -Pero, dime, ¿qué has averiguado?

– Franco Grimaldi es lo que nosotros llamamos un peso pesado. De hecho, tiene una pegada mortal. Asesina a gente. Aunque, pensándolo bien, eso ya lo sabes. ¿Has oído hablar del SISMI?

– No. ¿Qué es?

Voy a mandarte algo. Escúchame bien. Mañana por la tarde pasará por tu despacho un agente del gobierno con un maletín esposado a la muñeca. Sacará un sobre, te lo dará y se irá. Ábrelo. Lee el informe, destrúyelo y quémalo. Y asegúrate de remover bien las cenizas.

Lassiter estaba de pie junto a la ventana, pensando en el tono de voz de Woody, cuando su secretaria se asomó a la puerta.

– Lo llama por teléfono un tal agente Pisarcik.

– Pásemelo. -Cogió el teléfono. – ¿Sí?

– ¿Señor Lassiter?

– Sí.

– Soy el agente Pisarcik, de la policía de Fairfax. ¿Cómo está usted?

– Bien, gracias.

– Lo llamo porque tenemos buenas noticias.

– ¿De verdad?

– ¡Así es! Hemos identificado al sospechoso del asesinato de su hermana, a Sin Nombre. Se trata de un ciudadano italiano: Frank Grimaldi. El detective Riordan me ha pedido que se lo comunicara inmediatamente.

– Fantástico.

– La otra razón por la que lo llamo es que… Creo que ya lo sabe. De ahora en adelante el detective Riordan ya no se encargará del caso.

– Eso he oído.

– Como a partir de ahora me ocuparé yo, he pensado que sería buena idea que usted y yo nos conociéramos.

– Está bien. ¿Podría usted pasarse por aquí? ¿Sabe dónde está mi oficina?

– ¡Por supuesto! Pero, eh… Me temo que hoy me va a resultar imposible. ¿Puedo decirle algo de forma confidencial?

– Sí, por supuesto.

– Vamos a trasladar al prisionero a las cuatro y media…

– Ah.

– Sí. Lo trasladamos al cuarto blindado del hospital general de Fairfax. Y después tengo que asistir a una charla en la comisaría: «Género, raza y ley.»

– Entonces, será mejor que lo dejemos para otro día -dijo Lassiter.

– Sí.

Lassiter colgó y miró la hora. Eran las cuatro en punto y empezaba a nevar débilmente. Aun así, pensó que podría llegar a tiempo.

Normalmente, Lassiter conducía despacio, pero esta vez pisó el acelerador a fondo. El Honda Acura serpenteó entre el tráfico, con los limpiaparabrisas moviéndose a toda prisa, de camino al hospital.

Lo que estaba haciendo no tenía sentido. Lo sabía perfectamente, pero le daba igual. Quería ver al asesino de su hermana de cerca. Y no sólo verlo. Quería enfrentarse a él. Más que eso: quería coger al muy hijo de puta y aplastarle la cara contra el suelo.

Eso era lo que realmente le hubiera gustado hacer. Pero se conformaría con menos. Se conformaría con decirle… No sabía bien qué. Puede que sólo dijera: «Oye, Franco», para ver la expresión de su cara al oír su nombre en boca de un desconocido. «Franco Grimaldi.»

Mientras Lassiter luchaba con el tráfico, en el hospital Fair Oaks el agente Dwayne Tompkins se estaba preparando para el traslado del sospechoso al cuarto blindado del hospital general de Fairfax. En el cuerpo se conocía al agente Tompkins simplemente como «Uvedoble» porque, cuando le preguntaban cómo se llamaba, siempre decía: «Dwayne, con uve doble.»

Miró el reloj. Estaba esperando a que el auxiliar le llevara la silla de ruedas. No es que el prisionero fuera incapaz de andar. Los fisioterapeutas llevaban diez días haciéndolo caminar por los pasillos, y Dwayne había estado a su lado a cada paso. Aun así, las normas del hospital exigían que los pacientes salieran en silla de ruedas, por muy bien que pudieran caminar.

Cuando llegara la silla, todavía tendría que esperar a que Pisarcik le comunicara que el furgón policial estaba esperando.

La misión de Dwayne consistía en acompañar al prisionero hasta la planta baja, donde lo estaría esperando Pisarcik. Entonces firmarían los formularios de rigor, y el cuerpo de policía del condado de Fairfax se haría cargo oficialmente de la custodia del prisionero.

Dwayne iría sentado al lado del prisionero en el furgón mientras Pisarcik los seguía en un coche patrulla. Ése era el procedimiento. Al llegar al hospital general de Fairfax pondrían a Sin Nombre en otra silla de ruedas, y Dwayne y Pisarcik lo escoltarían hasta el cuarto blindado. Entonces, y sólo entonces, permitirían que el prisionero se pusiera de pie. Lo encerrarían en el cuarto blindado y ya está; no tendría que volver a ver al maldito Sin Nombre.

Dwayne estaba encantado de que por fin hubiera llegado el momento del traslado. Así acabaría la que sin duda había sido la misión más aburrida de su corta carrera. Llevaba más de tres semanas sentado en una silla. ¡Ocho horas al día sentado delante de la puerta de la habitación de ese maldito tipo! Lo más emocionante que había hecho era comprobar las credenciales de las enfermeras y los médicos que entraban en la habitación. Los dejaba entrar y luego los dejaba salir. Si necesitaba ir al baño tenía que llamar a una enfermera; era humillante. Al poco tiempo, se encontró a sí mismo reduciendo la cantidad de líquidos que bebía. Y, para colmo, ¡ni siquiera podía ir a buscar algo de comer! Le llevaban la comida. Comida de hospital. Y tenía que comérsela allí mismo, sin levantarse de la silla, equilibrando la bandeja sobre las rodillas.

Aunque, claro, al menos estaba esa pequeña enfermera. Juliette. Iba a echarla de menos.

El médico hizo una última comprobación, Dwayne firmó un formulario, y la pequeña Juliette ayudó a Sin Nombre a sentarse en la silla de ruedas.

– ¿Cómo hacen el traslado exactamente? -le preguntó el médico. -Lo llevarán en un furgón, ¿no?

– Depende. A este tipo sí. Pero a otros se los traslada en ambulancia.

– Bueno, por mí ya pueden empezar.

– Empieza la juerga -dijo Dwayne. Llamó a Pisarcik por su walkie-talkie y le dijo que iban de camino. Después siguió a Juliette mientras ella empujaba la silla de ruedas por el pasillo. Era realmente atractiva, pensó Dwayne. Pero una de las otras enfermeras le había dicho que era una beata religiosa, así que podía ir olvidándose de ella.

Incluso así, cuando llegaron al ascensor, después de apretar el botón de bajada, se dio la vuelta y le guiñó un ojo. Nunca se sabe. Tal vez era su día de suerte.

Había más tráfico del que Lassiter había imaginado. Cuando detuvo el coche en el aparcamiento del hospital ya eran las cinco menos cuarto. Lassiter dejó el Acura en una plaza reservada para «empleados del hospital» y se dirigió hacia el lateral del edificio. Delante de la puerta de urgencias, un policía fumaba un cigarrillo, de pie, apoyado en un gran furgón blindado.