Judy asintió. Después frunció el ceño.
– ¿Por qué lo estás haciendo? ¿Por Kathy? ¿No sería mejor intentar aguantar una temporada?
– No -repuso Lassiter. -Quiero hacerlo. Supongo que lo de Kathy tiene algo que ver, pero… la verdad es que ya no me estoy divirtiendo. Tengo la sensación de que me paso el día dándole la mano a clientes, discutiendo con abogados y… Bueno, ya sabes. Es todo cuestión de investigar con minuciosidad a la parte contraria. Y, si te paras a mirar las cosas con objetividad, la mayoría de las veces estamos en el lado equivocado.
Judy sonrió.
– Así que tú también te has dado cuenta de eso, ¿eh? ¿Por qué crees que es?
– Bueno, la verdad, no es ningún misterio. Es porque cobramos unos honorarios tan altos que los malos son los únicos que pueden pagarnos.
– ¿Así que de verdad vas a vender?
– Sí. Soy lo que se suele llamar un «vendedor motivado».
– Vale. Esperaré a recibir tu memoria y me pondré a trabajar en ello.
– También podría invitarte a comer. Así te lo podría contar todo hoy.
– ¿Elijo yo el restaurante?
– Sí, siempre que sea etíope o vietnamita. ¿Te parece bien a la una?
– Perfecto. -Apuntó algo en la agenda que había sobre su mesa y volvió a mirar a Lassiter. -Has dicho que querías contarme un par de cosas. ¿Qué más necesitas?
A Judy le gustaba parecer desorganizada, dar la sensación de que los acontecimientos la desbordaban, pero realmente era la eficacia personificada. Lassiter se sacó del bolsillo de la chaqueta una fotocopia del pasaporte de Grimaldi y la dejó sobre la mesa.
– Esto es personal -dijo. -Quiero que te pongas en contacto con quienquiera que tengamos en Roma, a ver qué pueden averiguar sobre este tipo.
– Oh… Dios… mío -exclamó con dramatismo. – ¿Es él?
– Sí.
– Me pondré con ello inmediatamente, pero… -De repente parecía preocupada.
– Ya lo sé. Es fin de semana -dijo Lassiter.
– Peor todavía. Es Italia. Nuestro contacto trabaja, pero, ¿la burocracia? Ni lo sueñes.
Lassiter se encogió de hombros.
– Bueno. Haz todo lo que puedas. -Hizo una pausa. -Y dile a tu contacto que no haga demasiado ruido.
El domingo llegó y se marchó. El lunes Lassiter estuvo una ñora reunido con sus subdirectores, que, como era de esperar, aceptaron sus nuevas responsabilidades con una actitud de «grave entusiasmo».
Al acabar la reunión, Lassiter volvió a su despacho, aparentemente para recoger sus cosas, aunque realmente esperaba una llamada telefónica de Nick Woodburn.
Pero la llamada no llegaba y la mañana se iba consumiendo lentamente. A las dos y media, un mensajero demando viejo para llevar mallas elásticas y botas de ciclista le llevó un sobre de Riordan. Contenía un puñado de fotos de 20 por 25 del extraño frasco que la policía había encontrado en el bolsillo de Franco Grimaldi. Ahora que conocía la identidad del asesino, el frasco parecía casi irrelevante, pero Lassiter presionó la tecla del intercomunicador y le pidió a su secretaria que mirara a ver si Freddy Dexter estaba en la oficina.
Algunos de los investigadores que trabajaban para la empresa eran especialmente buenos en el cara a cara. Otros sobresalían en el análisis de documentos; no sólo toleraban la búsqueda de suciedad entre montones de alegatos, declaraciones juradas y demás material de archivo, sino que, de hecho, disfrutaban con ella. Freddy, que tan sólo hacía tres años que se había graduado en el Boston College, destacaba en ambas cosas.
Cuando entró en el despacho, Lassiter le dio las fotos y le hizo un par de sugerencias.
– Haz unas copias y dedícale todo el tiempo que necesites. Quiero saber quién lo ha fabricado, para qué es…; cualquier cosa que puedas descubrir. Tiene que haber un museo del cristal en alguna parte. Corning, Steuben, Waterford; alguien tiene que saberlo.
– Miraré en la biblioteca del Congreso y en el Smithsonian -dijo Freddy. -Si no tienen la información, seguro que sabrán quién puede ayudarme.
– También puedes probar en Sotheby’s o en alguna otra casa de subastas. Es muy probable que tengan un especialista en cristal.
– ¿De qué presupuesto dispongo?
– Puedes ir a Nueva York, pero no a París.
A las cinco de la tarde, Judy se asomó a la puerta agitando un fax.
– Acaba de llegar de Roma -dijo.
Lassiter señaló hacia una silla y extendió la mano para que le diera el fax.
– No te va a gustar -le avisó ella mientras le pasaba la hoja.
– ¿Por qué no?
– Porque nos ha cobrado una fortuna y sólo nos manda…
– Chorradas -concluyó Lassiter mientras hojeaba el fax-
– Exactamente. Según nuestro contacto, Grimaldi nunca ha sido arrestado. Eso sí, figura en el censo. Vota a Motore.
– ¿Qué es eso?
– Un grupo que quiere aumentar el límite de velocidad.
Lassiter la miró.
– ¿Nada más? -preguntó. – ¿Y eso basta para crear una plataforma política?
– Bepi dice que en Italia hay más de cien partidos. En cualquier caso, Grimaldi no está casado. Corrijo. Nunca ha estado casado. No tiene ningún préstamo de importancia, ninguna demanda judicial, nada de nada.
– ¿Tarjetas de crédito?
– Tiene una tarjeta de débito con un saldo de trescientos dólares en Rinascente.
– ¿Qué es eso?
– Unos grandes almacenes.
– Magnífico. -Lassiter siguió mirando el fax. – ¿Servicio militar?
– Nunca lo hizo. -Eso echaba por tierra la teoría de Riordan de que Grimaldi podía ser un soldado.
– ¿Trabajo?
– Ninguno.
– ¿Subsidio de desempleo?
Judy empezó a decir algo, pero se detuvo.
– Ya veo por dónde vas -dijo.
– Según esto, Grimaldi no tiene ninguna fuente de ingresos -señaló Lassiter. -Ni siquiera cobra el paro. ¡Nada! ¿De qué vive entonces?
– No lo sé.
– Pues yo quiero saberlo. -Lassiter reflexionó unos segundos. -Otra cosa -añadió. -Aquí dice que no tiene coche.
– En efecto.
– ¿No tiene coche y vota a un partido de automovilistas?
– Motore.
– Exactamente. Eso lo convertiría en el primer peatón de la historia de la humanidad que quiere aumentar el límite de velocidad.
Judy sonrió y extendió el brazo para que Lassiter le devolviera el fax.
– Te mantendré informado -dijo mientras avanzaba hacia la puerta.
– Un momento -la detuvo Lassiter. -Tengo otra pregunta.
– Y la respuesta son novecientos dólares -repuso Judy girándose hacia él. -Bepi dice que ha trabajado dieciséis horas.
– ¿Y tú le crees?
– Sí. Es un buen investigador y sabe que el trabajo es para ti. No ganaría nada mintiendo. No ha conseguido nada y sabe que tú estarás descontento. Lo más probable es que haya trabajado más horas de las que dice.
– Entonces, ¿tú qué opinas?
Judy frunció los labios y reflexionó durante unos instantes.
– ¿Con los datos que tenemos? Me parece que tu hombre es un fantasma.
Lassiter asintió.
– Sí -dijo. -Eso mismo pienso yo.
El martes por la tarde, Lassiter estaba sentado frente a su escritorio, sintiéndose como un idiota. Había delegado todas sus obligaciones en Leo, Judy y Bill, así que la empresa se estaba dirigiendo a sí misma o, al menos, eso esperaba. Además, le había dado la única pista que tenía a Freddy Dexter. Así que ahora se limitaba a esperar, sin nada que hacer.
Se acercó a mirar por la ventana. Después encendió un fuego y lo miró hasta que se apagó. Leyó el Wall Street Journal y estuvo pensando en salir a correr un poco. Luego estuvo buscando razones para no hacerlo. Pensó que debería llamar a Claire para cenar juntos. Hasta que sonó el teléfono.
– Joe.
– ¡Woody!
– Tengo lo que me pediste.
Eso era exactamente lo que Lassiter deseaba oír, pero había algo extraño en el tono de voz de Woody.
– Gracias -dijo Lassiter. -Te debo una.
– No me des las gracias todavía. -Silencio. -El tipo este me da escalofríos.
La intensidad de la voz de Woody lo asustó.