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Me senté en el sofá. Ella se había portado mal conmigo y yo había ido a pedirle explicaciones. Pero ni siquiera había conseguido explicarme yo mismo. Es más, era ella la que me atacaba a mí. Y empecé a dudar. ¿Quizá ella tenía razón, no objetivamente, pero sí desde su punto de vista? ¿Era posible, era quizá inevitable que me hubiera malinterpretado? ¿Quizá el episodio del tranvía le había dolido, aunque no fuera ésa mi intención, sino todo lo contrario, le había dolido realmente?

– Lo siento, Hanna. Ha salido todo al revés. No quería ofenderte, pero parece que…

– ¿Parece? ¿O sea que parece que me has ofendido? Tú no podrías ofenderme a mí ni aunque quisieras. Y ahora, ¿me haces el favor de marcharte? Vengo del trabajo y me gustaría darme un baño y descansar un poco.

Me miró con gesto imperativo. Como no me levantaba, se encogió de hombros, se dio la vuelta, abrió el grifo de la bañera y se desnudó.

Entonces me levanté y me fui. Pensé que era para siempre. Pero al cabo de media hora volvía a estar delante de su puerta. Me dejó entrar, y yo cargué sobre mí la culpa de todo. Reconocí haber actuado de una manera inconsciente, desconsiderada, egoísta. Comprendía que estuviera ofendida. Comprendía que no estuviera ofendida porque yo no podía ofenderla a ella aunque quisiera. Comprendía que, aunque no era quién para ofenderla, mi comportamiento había sido intolerable. Al final hasta me alegré cuando ella reconoció que lo de la mañana le había dolido, o sea que no le había resultado tan indiferente e insignificante como pretendía.

– ¿Me perdonas?

Asintió con la cabeza.

– ¿Me quieres?

Volvió a asentir.

– La bañera todavía está llena. Ven, voy a bañarte.

Más adelante me pregunté si había dejado el agua en la bañera porque sabía que volvería. Si se había desnudado porque sabía que no podría quitarme su imagen de la cabeza y eso me haría volver. Si sólo había querido ganar en un pequeño juego de poder. Cuando acabamos de hacer el amor, tumbados en la cama, le expliqué por qué había subido al segundo vagón en lugar de al primero. Y se lo tomó a broma.

– ¿Hasta en el tranvía quieres acostarte conmigo? ¡Ay, chiquillo, chiquillo!

Era como si el desencadenante de nuestra disputa no tuviera en realidad ninguna importancia.

Pero su resultado sí tuvo importancia. Yo no sólo había perdido aquella batalla. Tras una breve lucha, había capitulado al amenazarme ella con echarme de su vida, con retirarme su amor. En las semanas siguientes ni siquiera hice un amago de lucha. Cada vez que ella me amenazaba, me rendía incondicionalmente a la primera.

Cargaba con las culpas de todo. Reconocía errores que no había cometido y confesaba intenciones que nunca había albergado. Cuando ella se ponía dura y fría, yo le suplicaba que volviera a poner buena cara, que me perdonase, que me quisiera. A veces me daba la sensación de que a ella misma le mortificaba su frialdad y su dureza. Como si añorara la calidez de mis disculpas, protestas y súplicas. A veces me daba la sensación de que sólo quería imponerse y basta. Pero, fuera como fuera, yo no tenia alternativa.

No podía hablar del asunto con ella. Hablar de nuestras discusiones sólo conducía a nuevas discusiones. Le escribí una o dos cartas largas. Pero ella no reaccionaba, y cuando yo le preguntaba si las había leído, replicaba:

– ¿Ya empiezas otra vez?

11

No es que Hanna y yo no fuéramos felices después del primer día de las vacaciones de Pascua. Al contrario, nunca fuimos más felices que durante aquellas semanas de abril. A pesar de lo peregrino de aquella primera discusión y de todas nuestras discusiones en general, lo cierto es que todo lo que nos distrajera del ritual de la lectura, la ducha, el amor y el reposo nos hacía bien. Además, al reprocharme haber hecho como si no la conociera, ella se había atado las manos. Ahora, si yo quería dejarme ver a su lado, no tenía derecho a impedírmelo. Yo podía decirle: «O sea que era verdad lo que yo decía: no querías que te vieran conmigo», y eso no le habría gustado. Así que la semana después de Pascua nos fuimos de excursión en bicicleta cuatro días por Wimpfen, Amorbach y Miltenberg.

Ya no me acuerdo de qué les dije a mis padres. ¿Que me iba de excursión con mi amigo Matthias? ¿O con un grupo? ¿Que iba a visitar a un antiguo compañero de clase? Seguramente mi madre se preocupó, como siempre, y mi padre opinaba, como siempre, que no había motivo para preocuparse. Al fin y al cabo, acababa de aprobar el curso, cosa que nadie esperaba, ¿no?

Durante mi enfermedad había ahorrado la paga semanal que me daban mis padres. Pero con eso no me bastaba para poder invitar a Hanna. Así que decidí vender mi colección de sellos en la tienda de filatelia de la Heiliggeistkirche. Era la única tienda que compraba colecciones, según se leía en el escaparate. El hombre de la tienda echó una mirada a mis álbumes y me ofreció sesenta marcos. Mostré el mayor tesoro de mi colección, un sello egipcio sin borde dentado, con una pirámide, que tenía un precio de catálogo de cuatrocientos marcos. El tendero se encogió de hombros. Si tanto apreciaba mi colección, ¿por qué quería venderla? Además, ¿tenía permiso para hacerlo? ¿Se lo había dicho a mis padres? Intenté negociar. Si el sello de la pirámide no era tan valioso, me lo quedaría. Entonces, replicó, sólo podría darme treinta marcos. ¿En qué quedamos?, dije, ¿es valioso o no es valioso? Al final le saqué setenta marcos. Me sentí estafado, pero me daba lo mismo.

No sólo yo me moría de ganas de viajar. Para mi asombro, Hanna también estaba ansiosa ya días antes de emprender el viaje. No paraba de pensar en qué cosas llevarse, y no hacía más que llenar y vaciar una y otra vez las alforjas y el macuto que yo le había procurado. Quise enseñarle en el mapa la ruta que había escogido, pero no quiso oír ni ver nada.

– Estoy demasiado nerviosa, chiquillo. Me fío de ti.

Salimos el domingo de Resurrección. Hacía sol, y continuó haciendo bueno los cuatro días. Por la mañana refrescaba, y a lo largo del día iba subiendo la temperatura, no tanto como para que se hiciera pesado pedalear, pero sí lo suficiente para poder comer al aire libre. Los bosques eran alfombras verdes, jaspeadas de amarillo pálido, verde claro, verde botella, verde azulado y verde oscuro. En la llanura del Rin florecían los primeros frutales. En el Odenwald se abrían ya las forsythias.

Muchas veces podíamos pedalear el uno junto al otro. Y nos enseñábamos las cosas que íbamos viendo: un castillo, un pescador de caña, un barco en el río, una familia paseando en fila india por la orilla, un cochazo americano con la capota abierta. Cuando había que cambiar de dirección o tomar un desvío, yo me ponía delante; ella no quería preocuparse de direcciones y carreteras. Cuando había más tráfico, pedaleábamos el uno detrás del otro, a veces ella delante, a veces yo. Ella tenía una bicicleta con los radios, los pedales y los platos protegidos, y llevaba un vestido azul con falda ancha que aleteaba al viento. Al principio yo temía que la falda se enganchara entre los radios o los piñones y Hanna se cayera, pero luego se me pasó el miedo y empecé a disfrutar viéndola pedalear delante de mí.

Antes de salir había estado soñando con las noches que nos esperaban. Nos imaginaba haciendo el amor, durmiendo, despertándonos, haciendo de nuevo el amor, durmiendo de nuevo, despertándonos de nuevo y así sucesivamente, noche tras noche. Pero sólo me desperté la primera noche. Hanna me daba la espalda; mi incliné sobre ella y la besé, y ella se puso boca arriba, me tomó y me retuvo entre sus brazos.

– Mi niño, mi niño…

Luego me dormí encima de ella. Las demás noches dormimos de un tirón, cansados de pedalear, del sol y del viento. Hacíamos el amor por la mañana.

Hanna no sólo dejaba en mis manos la tarea de elegir la dirección y la carretera; también me encargaba yo de buscar alojamiento para pasar la noche, de registrarnos como madre e hijo en los formularios, que ella se limitaba a firmar, y de escoger en el menú la comida no sólo para mí, sino también para ella.