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Desde aquellas noches que pasamos juntos durante el viaje, todas las noches anhelaba sentirla a mi lado, acurrucarme junto a ella, rozar su trasero con mi vientre y mi espalda con mi pecho, poner la mano en sus pechos, despertarme en plena noche y buscarla con el brazo, encontrarla, cruzar una pierna entre las suyas y reposar la cara contra su hombro. Una semana solo en casa equivalía a siete noches con Hanna.

Una tarde la invité a cenar a casa. La recuerdo en la cocina mientras yo daba los últimos toques a la cena; en el hueco de la puerta mientras yo sacaba la cena al comedor; sentada a la mesa redonda, en el lugar habitual de mi padre. Lo miraba todo.

Su mirada registraba todos los detalles, los muebles del siglo pasado, el piano de cola, el viejo reloj de péndulo, los cuadros, las estanterías llenas de libros, la vajilla y los cubiertos en la mesa. La dejé sola un momento para acabar de preparar el postre, y al volver no la encontré sentada a la mesa. Había ido recorriendo habitación tras habitación, y ahora estaba en el despacho de mi padre. Me apoyé silenciosamente contra el marco de la puerta y me quedé mirándola. Ella paseaba la mirada por las estanterías de libros que colmaban las paredes; era como si estuviese leyendo un texto. Luego se dirigió a una estantería, pasó lentamente el dedo índice de la mano derecha, a la altura de su pecho, por los lomos de los libros, pasó a la estantería siguiente, pasó el dedo otra vez, lomo tras lomo, y así recorrió toda la habitación. Al llegar a la ventana se detuvo y se quedó contemplando la oscuridad, el reflejo de las estanterías y su propia imagen reflejada en el cristal.

Es una de las imágenes que me han quedado de Hanna. Las tengo guardadas, puedo proyectarlas en una pantalla y contemplarlas, siempre invariables, sin señal de desgaste. A veces paso mucho tiempo sin traerlas a la mente. Pero siempre vuelven en algún momento, y entonces hay veces en que me veo forzado a proyectarlas y mirarlas repetidamente, una tras otra. Una es la de Hanna poniéndose las medias en la cocina. Otra es la de Hanna de pie delante de la bañera, sosteniendo la toalla con los brazos abiertos. Otra es la de Hanna en bicicleta, con la falda agitada por el viento. Luego está la de Hanna en el despacho de mi padre. Lleva un vestido a rayas azules y blancas, lo que por entonces se llamaba un traje camisero. Con ese vestido parece joven. Ha pasado el dedo por los lomos de los libros y se ha parado a mirar por la ventana. Ahora se vuelve hacia mí, lo bastante rápido para que la falda baile un instante en torno a sus piernas antes de volver a quedar lisa. Tiene la mirada cansada.

– ¿Todos estos libros los ha escrito tu padre, o sólo los ha leído?

Yo conocía un libro de mi padre sobre Kant y otro sobre Hegel, los busqué, los encontré y se los enseñé.

– Léeme un poco. Va, chiquillo, por favor…

– No sé…

No me apetecía, pero tampoco quería contrariarla. Cogí el libro de mi padre sobre Kant y le leí un trozo, un pasaje sobre analítica y dialéctica, que ni ella ni yo entendimos.

– ¿Tienes suficiente?

Me miró como si lo hubiera entendido todo, o como si diera lo mismo entender o no.

– ¿Tú también escribirás libros de ésos cuando seas mayor?

Negué con la cabeza.

– ¿Escribirás otros libros diferentes?

– No lo sé.

– ¿Escribirás obras de teatro?

– No lo sé, Hanna.

Asintió con la cabeza. Luego nos comimos el postre y nos fuimos a su casa. Me habría gustado que durmiéramos juntos en mi cama, pero ella no quiso. Se sentía una intrusa en mi casa. No lo dijo con palabras, pero sí con su manera de estar en la cocina o en el hueco de la puerta, de ir de habitación en habitación, de recorrer los libros de mi padre y de sentarse a la mesa conmigo.

Le regalé el camisón de seda. Era de color morado, tenía unos tirantes muy finos que dejaban a la vista los hombros y los brazos, y le llegaba hasta los tobillos. Era una tela tornasolada y brillante. Hanna estaba contenta, reía, estaba radiante. Se miró de arriba abajo, se dio la vuelta, dio unos pasos de baile, se miró en el espejo, contempló brevemente su reflejo y siguió bailando. Ésa es otra imagen que me ha quedado de ella.

13

El inicio del curso escolar siempre me parecía como un corte en el tiempo. Y el paso de sexto a séptimo de bachillerato trajo consigo un cambio especialmente tajante. La dirección disolvió mi clase y la repartió entre los otros tres grupos del mismo curso. Como eran muchos los que no habían conseguido pasar a séptimo, se decidió fundir cuatro grupos pequeños en tres más numerosos.

Durante muchos años, el instituto al que yo iba sólo había admitido niños. Luego empezaron a admitir también niñas, pero al principio eran tan pocas, que no las repartieron por igual entre los grupos del mismo curso, sino que las asignaron a todas a uno solo; más tai de las repartieron en dos y luego en tres, hasta que llegaron a formar en cada uno de ellos una tercera parte del alumnado. En mi curso no había suficientes niñas para que a mi antigua clase le correspondiese alguna. Éramos el cuarto grupo, formado por niños exclusivamente. Y por eso mismo nos disolvieron a nosotros y no a los otros tres grupos.

No nos enteramos hasta el principio del nuevo curso. El director nos reunió en un aula para revelarnos que nos habían dividido y cómo habían decidido repartirnos. Junto a otros seis compañeros, me dirigí por los pasillos vacíos hasta la nueva aula. Nos sentamos en los pupitres que quedaban libres, yo en uno de la segunda fila. Eran pupitres individuales, pero emparejados y divididos en tres hileras. Yo estaba en la de en medio. A mi izquierda tenía a un compañero de mi antigua clase, Rudolf Barben, un chico bastante grueso, tranquilo, buen jugador de ajedrez y hockey, con el que hasta entonces apenas me había relacionado, pero que pronto sería un buen amigo. A mi derecha, al otro lado del pasillo, estaban las chicas.

Mi vecina era Sophie. Tenía el pelo y los ojos castaños, estaba bronceada y tenía pelitos dorados en los brazos desnudos. Cuando me senté y eché una mirada a mi alrededor, me sonrió.

Le devolví la sonrisa. Me sentí bien, me hacía ilusión empezar el curso con aquel grupo nuevo y conocer chicas. Me había dedicado a observar a mis compañeros de sexto de bachillerato: hubiera o no chicas en su clase, les tenían miedo, las evitaban y se hacían los gallitos ante ellas o las alababan sin mesura. Yo, en cambio, conocía a las mujeres y sabía comportarme con tino y camaradería con ellas. Y eso a las chicas les gustaba. En mi nueva clase me llevaría bien con ellas, y de rebote también me ganaría el respeto de los chicos.

¿Le pasará lo mismo a todo el mundo? Cuando era joven me sentía siempre o demasiado seguro o demasiado inseguro. O bien me tenía por un ser totalmente incapaz, insignificante e inútil, o me creía un superdotado al que todo tenía que salirle bien por fuerza. Cuando me sentía seguro, conseguía superar las mayores dificultades, pero el más mínimo tropiezo bastaba para convencerme de mi inutilidad. Si recuperaba la seguridad, nunca era porque me esforzase en ello; ningún esfuerzo estaba a la altura del rendimiento que esperaba de mí mismo y la admiración que esperaba de los demás, y según cómo me sintiera, mis esfuerzos me parecían insuficientes o me enorgullecían. Con Hanna pasé muchas buenas semanas, a pesar de los continuos rechazos y humillaciones. Y así, también aquel verano, el de la nueva clase, empezó bien.

Veo ante mí el aula: en la parte delantera, a la derecha, la puerta; en la pared del mismo lado, el listón de madera con los colgadores; a la izquierda, una sucesión de ventanas por las que se veía el monte de Heiligenberg, y por las que en las pausas nos asomábamos a la calle, el río y los prados de la otra orilla; delante, la pizarra, el caballete para los mapas y los carteles y la mesa del profesor, con su silla, sobre la tarima de un palmo de altura. Las paredes estaban pintadas de amarillo hasta la altura de la cabeza, y por encima de blanco; del techo colgaban dos lámparas esféricas de vidrio esmerilado. No había en el aula nada superfluo, ni cuadros ni plantas, ni un solo pupitre sobrante, ni un armario con libros y cuadernos olvidados y tizas de colores. Cuando la dejábamos vagar, la mirada se nos iba por las ventanas o se detenía disimuladamente en algún compañero o compañera. Cuando se daba cuenta de que la miraba, Sophie se volvía y me sonreía.