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Por fin, vio que Vernon Hawkins abandonaba la casa por una puerta lateral. El viejo detective fue esquivando las luces de la policía y las cámaras de televisión hasta arrimarse a un árbol, como si estuviera agotado.

Conocía a Hawkins desde hacía años, gracias a docenas de noticias. El veterano detective siempre había sentido especial simpatía por Cowart; le había dado chivatazos en repetidas ocasiones, le había revelado información confidencial y explicado detalles secretos, y también le había dejado entrar en la vida inexorablemente peligrosa de un detective de homicidios. Cowart consiguió colarse por debajo de la cinta amarilla que acordonaba la zona y se acercó al detective. El hombre frunció el entrecejo, luego se encogió de hombros y le indicó que se sentara.

El detective encendió un cigarrillo. Después, por un instante, clavó la mirada en el resplandeciente cielo.

– Esto es un crimen -dijo con una risa compungida-. Me están matando. Solían hacerlo poco a poco, pero me hago viejo y el ritmo se va acelerando.

– ¿Y por qué no lo dejas? -preguntó Cowart.

– Porque es lo único de este mundo que me saca el olor a decrepitud de las narices. -Dio una larga calada y la brasa iluminó las arrugas en su rostro. Tras un momento de silencio, se volvió hacia Cowart-: Bueno, Matty, ¿qué te trae por aquí una noche como ésta? Deberías estar en casa con tu encantadora mujer.

– Vamos, Vernon.

El detective sonrió y recostó la cabeza en el árbol.

– Acabarás como yo, sin otra cosa que hacer por la noche que acudir a la escena del crimen.

– Vete al infierno, Vernon. ¿Qué puedes decirme del interior de la casa?

El detective soltó una lacónica risa.

– Un tipo desnudo y con el cuello cortado. Una mujer desnuda y con el cuello cortado. Ambos en la cama. Y sangre por toda la jodida casa.

– ¿Y?

– Tenemos al sospechoso.

– ¿Quién es?

– Un adolescente. Un fugitivo de Des Moines al que las víctimas recogieron esta misma noche. Habían ido a dar una vuelta en coche hasta Fort Lauderdale, y allí lo encontraron. Luego se montaron un trío. El único inconveniente fue que, después de pasar un buen rato, el chico decidió que no tendría suficiente con sus cien pavos. Ya sabes, vio el coche, un buen vecindario y todo lo demás. Discutieron. El muchacho sacó una navaja, un arma estupenda. El primer tajo atravesó la yugular del hombre… -De repente rasgó la oscuridad con un rápido movimiento-. Caes fulminado. La sangre borbotea un par de veces y ya está; te mantienes vivo lo suficiente para ser consciente de que te mueres. Una manera cruel de morir. La mujer empezó a chillar, claro, y echó a correr. Pero el chico la agarró del pelo, la tumbó hacia atrás, y ¡bingo! Algo rápido, sólo le dio tiempo a gritar una vez más. Pero, mira por dónde, esta vez alertó al vecino que nos llamó; un tipo con insomnio que había salido a pasear con su perro. Detuvimos al chico cuando se disponía a marchar. Estaba cargando el coche con el equipo de música, la televisión, ropa y todo lo que podía. Iba todo ensangrentado.

Echó un vistazo al otro lado del patio y añadió con expresión ausente:

– Matty, según Hawkins, ¿cuál es el primer mandamiento de la calle?

Cowart sonrió en la oscuridad. A Hawkins le gustaba hablar con máximas.

– El primer mandamiento, Vernon, es nunca te busques problemas, porque los problemas llegan cuando quieren.

El detective asintió.

– Un muchacho encantador. Un muchacho psicópata realmente encantador. Él dice que no tiene nada que ver.

– Joder.

– No es tan extraño -prosiguió el detective-. Quiero decir, que a lo mejor el chico culpa al señor ejecutivo y a su esposa por lo ocurrido. Si ellos no hubieran intentado engañarle, ya sabes a qué me refiero.

– Pero…

– Ningún remordimiento. Ni una pizca de compasión, ni un atisbo de humanidad. Es sólo un chico. Me ha contado lo ocurrido. Y añadió: «Yo no hice nada. Soy inocente. Quiero un abogado.» Estábamos allí de pie, con sangre por todas partes, y dice que no ha hecho nada. Supongo que es porque le trae sin cuidado, vaya. Por el amor de Dios…

Se echó hacia atrás, abatido y exhausto.

– ¿Sabes cuántos años tiene el muchacho? -agregó-. Quince. Los cumplió hace un mes. Debería estar en casa, pensando en el acné, las chicas y los deberes del cole. Seguro que también es un delincuente juvenil; me apuesto la casa. -Cerró los ojos y suspiró-. Yo no hice nada. Yo no hice nada… Mierda. -Le enseñó la mano-. Mira esto. Tengo cincuenta y nueve putos años, estoy a punto de jubilarme, y creía que ya había visto y oído de todo.

La mano le temblaba. Cowart vio cómo se movía a la luz de las intermitentes luces de la policía.

– ¿Sabes? -dijo Hawkins mientras se miraba la mano-, me estoy endureciendo tanto que ya no quiero oír nada más. Casi preferiría emprenderla a tiros con un maldito chalado que oír a un solo tipo más hablando de algo terrible como si no tuviera importancia. Como si no fuera una vida lo que ha segado, sino el envoltorio de un caramelo que ha arrugado y tirado al suelo. Como si en vez de culpable de asesinato en primer grado, lo fuera de arrojar basura. -Se volvió hacia Cowart-. ¿Quieres verlo?

– Claro. Vamos.

Hawkins lo miró de hito en hito.

– No estés tan seguro. Siempre quieres verlo todo demasiado rápido. Esta vez no es nada agradable.

– También es mi trabajo -replicó Cowart.

El detective se encogió de hombros.

– Vale, pero tienes que prometerme una cosa.

– ¿Qué cosa?

– Verás lo que hizo y luego te llevaré ante él. No le hagas preguntas, sólo échale un vistazo, está en la cocina. Pero asegúrate de escribir en tu artículo que no es un muchacho cualquiera. ¿Queda claro? Que no es un pobre chico desfavorecido. Eso es lo que su abogado empezará a decir en cuanto llegue. Quiero que hagas lo contrario, que digas que se trata de un asesinato a sangre fría, ¿vale? A sangre fría. No quiero que nadie coja el periódico, vea una fotografía suya y se pregunte: «¿Cómo podría este buen chico haber hecho algo así?»

– Descuida, lo haré -dijo Cowart.

– De acuerdo.

El detective se encogió de hombros y luego se irguió. Echaron a andar hacia la puerta principal, pero cuando estaban a punto de entrar Hawkins insistió.

– ¿Estás seguro? Son gente como tú y como yo. No lo olvidarás jamás.

– Vamos.

– Matty, por una vez escucha el consejo de un viejo.

– Venga ya, Vernon.

– Entonces, allá tú y tus pesadillas -dijo el detective, y en eso tenía toda la razón.

Cowart recordó haber mirado fijamente al ejecutivo y su esposa. Había tanta sangre que era casi como si estuvieran vestidos. Cada vez que se disparaba el flash del fotógrafo de la policía los cuerpos destellaban por un instante.

Sin mediar palabra, siguió al detective hasta la cocina. El muchacho estaba allí sentado; llevaba zapatillas de deporte y vaqueros, el delgado torso desnudo, y tenía un brazo esposado a una silla. Vetas de sangre tatuaban su cuerpo, pero a él no le importaba y con la mano libre fumaba un cigarrillo sin inmutarse. Eso le daba aspecto de más joven aún, un niño que quiere pasar por mayor y más duro para impresionar a la policía cuando, en realidad, lo único que logra es parecer un poco más imbécil. Cowart vio en su cabello rubio una salpicadura de sangre que le enmarañaba los rizos, y una mancha de sangre reseca en su mejilla. Ni siquiera le crecía barba.

Levantó la mirada cuando Cowart y el detective entraron en la cocina.

– ¿Quién es ése? -preguntó, señalando a Cowart con la cabeza.

Por un momento, Matthew clavó sus ojos en los del muchacho. Eran azules e infinitamente malvados, y parecían mirar el filo acerado del hacha de un verdugo.

– Un periodista del Journal -dijo Hawkins.

– ¡Eh, periodista! -exclamó el muchacho con una repentina sonrisa.

– ¿Qué?

– Escribe que yo no hice nada -dijo, y soltó una carcajada hasta quedarse casi sin aliento, tan estrepitosa que hizo eco detrás de Cowart.