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– Pero ¿ustedes saben cuál es mi propósito?

– Sí, señor -contestaron al unísono.

– Díganme, ¿qué saben? -quiso saber.

Betty Shriver se inclinó hacia delante.

– Sabemos que está investigando el caso; comprobando que no se cometiera ninguna injusticia al respecto. ¿Me equivoco?

– Algo así.

– ¿Y cuál cree que fue la injusticia? -indagó George Shriver, en un tono afable, curioso y exento de ira.

– Bueno, eso mismo les pregunto yo. ¿Qué les pareció el juicio?

– Ese bastardo fue condenado, y eso es lo único que… -respondió alzando la voz. Pero su esposa le puso la mano en la pierna y él pareció calmarse.

– Presenciamos todo el juicio, señor Cowart -dijo Betty Shriver-. Cada minuto. Lo vimos allí sentado. En sus ojos había una especie de miedo, una especie de terrible ira hacia todos. Me dijeron que odiaba Pachoula, que odiaba a todos sus habitantes, blancos y negros, sin distinción. Podía percibirse ese resentimiento cada vez que se removía en su asiento. Supongo que el jurado también lo percibió.

– ¿Y las pruebas?

– Le preguntaron si lo había hecho y dijo que sí. ¿Quién diría algo así si no fuese cierto? Confesó que lo había hecho él. Esas fueron sus palabras. Fueron sus palabras, maldita sea.

Se hizo de nuevo el silencio, antes de que George Shriver añadiera:

– Bueno, la verdad es que a mí me preocupaba que no tuvieran más pruebas contra él. Hablamos horas y horas con Tanny y el detective Wilcox sobre eso. Tanny se sentaba justo donde ahora está usted, noche tras noche. Nos explicaba lo ocurrido, y que el caso era peliagudo. Por suerte, por un cúmulo de circunstancias terminó ante los tribunales. ¡Dios mío!, puede que nunca hubieran encontrado a Joanie; eso también fue una suerte. Ojalá hubieran tenido más pruebas, sí señor, ojalá. Pero bastó con eso. Tenían su declaración y eso ya era mucho para mí.

«Ya», pensó Cowart.

Al cabo de un momento, la mujer preguntó en voz baja:

– ¿Va a escribir un artículo?

Cowart asintió con la cabeza y respondió:

– Aún no sé muy bien qué clase de artículo.

– ¿Qué ocurrirá?

– No lo sé.

Ella frunció el entrecejo e insistió:

– Le ayudará, ¿no?

– Eso no lo sé.

– Pero difícilmente lo perjudicará, ¿verdad?

Cowart volvió a asentir.

– Eso es cierto. Después de todo, está en el corredor de la muerte. No tiene nada que perder.

– Me gustaría verlo allí -dijo Betty Shriver. Luego se puso en pie y le pidió que la siguiera.

Recorrieron un pasillo y llegaron a un ala de la casa. Ella se detuvo ante una puerta y cogió el pomo, sin abrirla.

– Ojalá yo estuviera allí hasta que lo juzgue el Creador. Entonces tendría que responder por todo ese odio con que nos robó a nuestra niña. No le desearía la vida, no señor, no se la desearía. Es más, ni siquiera desearía su muerte. Pero usted haga lo que tenga que hacer, señor Cowart. Sólo recuerde esto. -Y abrió la puerta.

Cowart miró el interior y vio la cama de una niña. Las paredes estaban empapeladas de rosa y blanco y un suave volante rodeaba la cama. Había muñecos de peluche con grandes ojos tristones y dos móviles brillantes colgaban del techo; fotografías de bailarinas y un póster de Mary Lou Retton, la gimnasta, decoraban las paredes. También había un anaquel lleno de libros, entre ellos Misty de Chincoteague, Belleza negra y Mujercitas. Sobre el escritorio vio una graciosa fotografía de Joanie con un estrafalario maquillaje y vestida como una chica de los locos años veinte; junto a la fotografía, una caja rebosaba bisutería de colores chillones. En la esquina de la habitación había una casa de muñecas grande repleta de figuras y una boa rosa de peluche asomaba por el borde de la cama.

– Estaba así la mañana en que se fue para no volver jamás. Y así se quedará -dijo Betty Shriver.

Luego dio media vuelta de repente, con los ojos llenos de lágrimas, llorando desde lo más hondo de su corazón. Por un instante se quedó mirando la pared, respirando agitadamente. Luego se alejó tambaleándose, para desaparecer por otra puerta que cerró tras ella, aunque no lo suficiente para acallar el doloroso llanto que resonó en toda la casa. Cowart se asomó al pasillo y vio que el padre de la niña seguía sentado, mirando absorto al frente, inmóvil, y que las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Cowart quiso cerrar los ojos, pero se encontró contemplando con morbosa fascinación el cuarto de la pequeña. Todos los objetos infantiles, las chucherías y los adornos se le echaron encima y, por un instante, creyó que le faltaba la respiración. Cada sollozo de la madre parecía oprimirle el pecho. Pensó que se iba a desmayar, pero salió de la habitación, convencido de que nunca iba a olvidarla, e hizo un gesto con la cabeza a Wilcox. Por un instante quiso disculparse y dar las gracias a George Shriver, pero supuso que sus palabras sonarían vacías como la agonía de aquellos padres. Así que, de puntillas cual ladrón de almas, se marchó sigilosamente.

Cowart tomó asiento sin mediar palabra en el despacho del teniente Brown. Wilcox se sentó al otro lado de la mesa y se puso a hojear un grueso expediente marcado «Shriver». No se habían hablado desde que salieron de la casa. Cowart contempló largamente un enorme roble cuyas ramas se agitaban bajo una repentina brisa más allá de la ventana.

De pronto, Wilcox encontró lo que buscaba y arrojó un sobre de papel manila encima de la mesa, justo delante de él.

– Mire -le espetó a Cowart-. Le vi echar un buen vistazo a esa preciosa fotografía de Joanie que cuelga en el salón de los Shriver. Creí que tal vez le gustaría ver el aspecto que tenía después de que Ferguson acabara con ella.

Cowart recogió el sobre sin responder y sacó las fotografías. La peor era la primera: la niña tendida sobre una camilla en la sala del forense, antes de iniciarse la autopsia. Tierra y sangre todavía desdibujaban sus rasgos. Estaba desnuda, y su cuerpo apenas empezaba a dar muestras de madurez. Cowart vio unas heridas de arma blanca en el tórax que le rebanaban los pechos en flor. El cuchillo también le había perforado el estómago y la entrepierna en una docena de puntos. Temiendo marearse, siguió mirando, esta vez la cara de la niña. Parecía hinchada y la piel casi le colgaba, tantas horas había pasado sumergida en la ciénaga. Por un instante, Cowart pensó en los muchos cadáveres que había visto en diferentes lugares y en los cientos de fotografías de autopsia presentadas en los juicios que había cubierto. Volvió a mirar los restos de Joanie y advirtió que, pese a todo el mal que le habían hecho, había logrado conservar su identidad de niña. La llevaba grabada en el rostro, incluso después de muerta. Y a Cowart eso pareció dolerle aún más.

Empezó a ojear las demás, en su mayoría fotografías de la escena del crimen que mostraban su imagen tras haber sido rescatada del pantano. Asimismo, comprobó cuánto tenía de verdad lo que le había explicado Bruce Wilcox: cientos de huellas embarradas rodeaban el cuerpo. Siguió examinando las fotografías, para descubrir más señales de contaminación del lugar del crimen, y sólo levantó la mirada cuando oyó que la puerta se abría a su espalda y que Wilcox decía:

– Tanny, caramba, ¿por qué has tardado tanto?

Cowart se puso en pie, dio media vuelta y su mirada se encontró con la del teniente Theodore Brown.

– Encantado, señor Cowart -dijo el policía tendiéndole la mano.

Cowart se la estrechó sin saber qué decir. Asimiló el aspecto del policía en un segundo: Tanny Brown era del tamaño de un defensa de fútbol americano, muy por encima del metro ochenta, y tenía una constitución robusta, de brazos largos y fuertes. Llevaba el pelo al rape y usaba gafas. Y era negro, de un llamativo e intenso ónice oscuro.

– ¿Algún problema? -preguntó Tanny Brown.

– No -respondió Cowart, recobrando la compostura-. No sabía que usted era negro.