Изменить стиль страницы

– ¿Qué es eso? -preguntó Shaeffer.

– Nada -respondió Brown, con tono de frustración. Dobló las hojas y se las devolvió a Cowart-. ¿Así que estuvo allí?

– En efecto, estuvo allí.

– Pero no tenemos nada contra él. Ningún cuerpo, quiero decir. Pero, a juzgar por lo que dice Shaeffer, sospecho que el cuerpo debe de estar en alguna parte de los Everglades, cerca de la frontera del condado.

– Cierto. -Cowart se volvió hacia la mujer-. Ve, ya son dos. Dos por lo menos…

– Tres -agregó Brown en voz baja-. Una niña de Eatonville. Desapareció hace unos meses.

Cowart miró fijamente al teniente.

– Usted no me lo… -comenzó.

Brown se encogió de hombros.

Cowart, con las manos temblorosas por la rabia, cogió su libreta de notas.

– Estuvo en Eatonville hace seis meses. En la iglesia presbiteriana de Cristo Nuestro Salvador. Pronunció su discurso sobre Jesús. ¿Fue entonces cuando…?

– No, un poco después.

– Mierda -masculló Cowart.

– Volvió. Debió de volver allí cuando sabía que nadie lo vería.

– Sí, seguro que sí. Pero ¿cómo podemos demostrarlo?

– Yo lo demostraré.

– Fantástico. ¿Por qué no me lo dijo antes? -La voz de Cowart se quebraba por la rabia.

Brown respondió igual de enfurecido.

– ¿Decírselo? ¿Para que usted hiciera qué? ¿Para publicarlo en su puto periódico antes de que yo investigara el caso? ¿Antes de que pudiera recorrer todos los pueblos negros de Florida? ¿Quería que yo se lo dijera para poder contárselo al mundo y así salvar su reputación?

– ¡Para conseguir algo! ¿Cuántas personas van a morir mientras usted ata cabos sueltos?

– ¿Y qué coño conseguiríamos publicándolo en el periódico?

– ¡Funcionaría! ¡Sacaríamos a Ferguson de la sombra!

– Más bien eso lo alertaría y empezaría a moverse con más cautela.

– No. Toda la gente estaría prevenida…

– Claro, y así él podría cambiar su modus operandi y no habría tribunal en el mundo al que pudiéramos llevarlo jamás.

Los dos hombres se habían puesto de pie, enfrentándose con la mirada, como a punto de llegar a las manos. Shaeffer se interpuso entre ambos.

– ¿Se han vuelto locos? -los reprendió-. ¿Han perdido la chaveta? ¿No han compartido toda la información? ¿A qué viene tanto secretismo?

Cowart la miró negando con la cabeza.

– Quizás a que nadie lo cuenta todo. Especialmente la verdad.

– ¿Cuántas personas han muerto por…? -comenzó Shaeffer, pero se interrumpió, consciente de que ella misma poseía información que no quería compartir.

Pero Cowart se percató.

– ¿Qué nos está ocultando, detective?

Ella no tuvo elección.

– Los padres de Sullivan -dijo-. Ferguson tenía razón. No fue él.

– ¿Cómo?

Entonces la detective les explicó todo lo que le había contado Michael Weiss: la Biblia, el guardia, el hermano.

Cowart se mostró sorprendido y sacudió la cabeza.

– Rogers -dijo-. ¿Quién lo iba a decir? -Pero no era ningún disparate. Rogers estaba al tanto de todo cuanto sucedía en Starke. Para él habría sido pan comido, pero aun así…-. Hay algo que no entiendo -continuó-. Si realmente fue Rogers, ¿por qué Sullivan se obstinó en contarme que Ferguson estaba implicado en el asesinato, si luego iba a escribir el nombre de Rogers en la Biblia?

Brown se encogió de hombros.

– Era la mejor manera de garantizar que alguien salía impune de un asesinato. Múltiples sospechosos. A usted le cuenta una cosa y deja pruebas que apuntan en otra dirección. Sólo hay que esperar a que un abogado defensor saque partido de eso. No obstante, creo que lo hizo porque era un hombre enfermo. Enfermo y lleno de maldad. Fue la manera que encontró de arrastrar a todo el mundo consigo hacia el infierno que le aguardaba: a usted, a Ferguson, a Rogers… y a tres policías a los que ni siquiera conoce.

Hubo un breve silencio.

– Así que puede que Rogers lo hiciera y puede que no -dijo Cowart-. Ahora mismo, el viejo Sully debe de estar ahí abajo desternillándose de todos nosotros. -Hizo un gesto con la cabeza-. ¿Entonces qué significa esto?

– Significa -dijo Shaeffer- que ya podemos olvidarnos de Sullivan. Olvidarnos de sus rompecabezas. Ocupémonos de Ferguson y sus víctimas. ¿Tres, es eso?

– Realizó siete viajes al Sur. Siete, que sepamos.

– ¿Siete?

Cowart levantó los brazos en señal de rendición.

– No sabemos cuáles fueron para inspeccionar y cuáles para actuar. Lo que sí sabemos… ¡joder! Lo que sospechamos es que hay tres niñas. Una blanca y dos negras. Y Wilcox.

– Cuatro -dijo Shaeffer en voz baja.

– Cuatro -dijo Brown bruscamente. Se puso en pie como queriendo demostrar que el cansancio era algo negativo y comenzó a caminar por la habitación como un preso en una celda-. ¿No ven lo que está haciendo? -preguntó de pronto.

– ¿Qué?

El tono de Brown traslucía una urgencia que hacía vibrar su voz. Miró a la joven detective.

– ¿Qué es lo que hacemos nosotros? Tiene lugar un crimen y lo primero que hacemos es suponer que, aunque se trate de un caso poco frecuente, encajará en una categoría reconocible y definida. O sea, creemos que tendrá las mismas características que otros cien, ¿vale? Eso es lo que nos enseñan y eso es lo que esperamos. De modo que salimos a la calle en busca de los sospechosos habituales. Los mismos sospechosos que en otras cien ocasiones resultan culpables. Analizamos todo cuanto hallamos en la escena del crimen con la esperanza de que un fragmento de cabello o una gota de sangre o una muestra de fibra apunte hacia algún candidato de esa lista previa. Y lo hacemos así porque la alternativa es aterradora: que alguien sin relación alguna con ninguna prueba haya cometido el asesinato. Alguien que uno no conoce, que nadie conoce, que tal vez ya se encuentre a mil kilómetros del lugar de los hechos. Y que lo hizo por un motivo tan retorcido que nadie puede tomar en cuenta ni entender. Cuando ése es el caso, uno tiene una opción entre un millón de reunir pruebas para ir a los tribunales y tal vez ni siquiera eso. Por eso fuimos de inmediato a por Ferguson cuando mataron a Joanie Shriver. Porque teníamos un crimen y él estaba en la lista… -Miró a Shaeffer y luego a Cowart-. Pero ahora, ya ven, él lo ha descubierto. -Se golpeó la palma de la mano con el puño para enfatizar sus palabras-. Ha descubierto que la distancia lo ayuda a mantenerse a salvo, que cuando llega a algún pueblo pequeño para matar, nadie lo conoce. Nadie le prestará atención. Y nadie lo verá cuando atrape a su víctima. ¿Y a quién atrapa? Ya aprendió qué sucedía si raptaba a una niña blanca. De manera que ahora va a lugares donde la policía no tiene tantos recursos y la prensa no está tan al corriente, y atrapa a una niña negra, porque eso no atrae la atención de nadie, al menos no como Joanie Shriver. Así que se desplaza y actúa, luego regresa aquí y vuelve a la universidad, y nadie lo busca. Nadie. -Hizo una pausa antes de añadir-: Excepto nosotros tres.

– ¿Y Wilcox? -preguntó Cowart.

Brown lanzó un hondo suspiro.

– Está muerto -respondió con rotundidad.

– Eso no lo sabemos -dijo Shaeffer. La idea le resultaba inconcebible. Sabía que era cierto pero no soportaba escucharlo.

– Muerto -repitió Brown, elevando la voz-. En algún lugar de por aquí. Por eso Ferguson ha huido. Es su regla número uno: matar y ponerse a salvo. Matar anónimamente. Utilizar la distancia. Una fórmula de lo más sencilla. -Miró fijamente a la joven detective-. Está muerto desde el momento en que usted lo perdió de vista.

– No debió haberlo dejado solo -dijo Cowart.

Ella se enfureció.

– ¡Yo no lo dejé solo! ¡Él me dejó a mí! Intenté detenerlo. ¡Joder, no sé por qué tengo que aguantar esto! ¡Ni siquiera tengo por qué estar aquí!

– Sí, tiene que estar aquí -replicó Cowart-. ¿No lo entiende, detective? Ahí fuera hay un tipo muy malo. El motivo: juicios erróneos, equivocaciones, mala suerte, lo que sea. Si lo unimos todo, la conclusión es que el teniente lo dejó escapar… -dijo Cowart señalando con descaro a Brown-. Que yo lo dejé escapar… -Se tocó el pecho y luego señaló a Shaeffer-: Y ahora usted también lo ha dejado escapar. Así es. -Respiró hondo-. De hecho, sólo uno de nosotros logró atraparlo: Wilcox. Y ahora…